El presente texto (13.4.1914) intenta analizar los vínculos que se
establecen entre la representación política y los elementos menos
representativos del poder. Partiendo de la base de relaciones interpersonales duales,
se intentará indagar, usando entre otros, ejemplos cinematográficos, acerca de
los vínculos contraídos entre esas dos dimensiones del poder al nivel de lo
político propiamente tal.
Cabe precisar que el texto ha sido escrito en clave de
ensayo, es decir, no se trata de un artículo de opinión relativamente extenso
sino de un ensayo breve.
1. El Amo y el Sirviente
Si uno afirma que El Sirviente es un clásico del
cine, creo que nadie va a estar en desacuerdo. Me refiero a ese legendario
filme del año 1963 dirigido por Joseph Losey cuyo guión fue escrito nada menos
que por Harold Pinter (Premio Nobel de Literatura, 2005) y en el cual brilló
como nunca el gran actor británico Dirk Bogarde secundado por James Fox y Sarah
Miles.
Convendrá precisar por qué digo “un clásico” y no, por
ejemplo, una gran película. La razón es una: hay magníficos filmes, algunos
superiores a los llamados clásicos, pero aún así, no son clásicos. La pregunta
pertinente es entonces: ¿Qué es un clásico?
Sin intentar definir, osaré una respuesta: “Un clásico es
una obra que se trasciende a sí misma”. Trascendencia que en el caso de El
Sirviente actúa en dos sentidos. Por una parte, su tema puede ser enlazado
con otros; es decir, se trata de un filme discursivo. Por otra, el mismo filme
puede ser visto de modo distinto en diferentes periodos. Esa al menos ha sido
mi experiencia.
Las veces que he echado a rodar el video El Sirviente
–no pocas- ha sido inevitable para mí conectar su tema con situaciones que
trascienden al filme. Por la misma razón, cada vez lo veo de un modo diferente.
Así sucede con las grandes obras de arte. Como me confesó un amigo pintor:
“Cada vez que miro a la Gioconda, ella me sonríe de distinta manera”.
Algunas veces he visto a El Sirviente de modo
literario, apreciando el lugar de la frase justa en el dialogo. También lo he
visto de un modo histórico, verificando la decadencia de la aristocracia en la
Inglaterra moderna. Lo he visto de un modo filosófico, comprobando la utilidad
de la dialéctica amo-siervo propuesta por Hegel. Por cierto, lo he visto de modo psicoanalítico, observando hasta que punto una personalidad débil puede
ser destruida por otra más fuerte. Y no por ultimo, lo he visto de un modo
político, pues la relación de el sirviente con su señor no solo es un vínculo
de poder; implica además una lucha por el poder. ¿Y puede haber algo más
político que la lucha por el poder?
La última vez que vi a El Sirviente lo hice de un
modo más político que nunca. Visión que tiene que ver con un tema con el que he
venido ocupándome en los últimos meses. Me refiero al de la representación del
poder, o mejor dicho: al del poder como representación. Trataré de explicarme:
Uno de los pocos puntos en el cual están de acuerdo los
representantes más conocidos de la filosofía política de nuestro tiempo puede
ser sintetizado con la siguiente tesis:Todo poder al ser representativo es
necesariamente simbólico. Lo han remarcado con énfasis autores como Jaques
Ranciére quien sigue en todo a Hannah Arendt (aunque sin citarla). También lo
han hecho los “marxistas-lacanistas”, sobre todo Ernesto Laclau y Slavoj Žižek y, de un modo más
original, Claude Lefort, para quien la simbólica del poder resulta de una
maraña de relaciones múltiples e inextricables.
A diferencia de otros autores -sobre todo de Žižek, para quien el símbolo del poder operaría sobre la base
de un fondo no simbólico (lucha de clases)- la maraña del poder (“condensación”
en términos de Laclau) obedecería, según Lefort, a un entrelazamiento de
significantes cuyos significados “reales” no son accesibles, con lo cual todo
poder sería simbólico y no simbólico a la vez. O dicho así: para Lefort el nudo
simbólico del significado del poder no es una
superestructura cuyo significado no es simbólico, sino por el contrario,
lo no simbólico se encontraría en el interior mismo de lo simbólico (y viceversa).
Lo simbólico y lo no simbólico se entienden así en el marco de una relación
interpersonal que puede ser de poder privado como en El Sirviente, o
público, como ocurre en la política. Y bien, pocos filmes –a ese punto voy-
ilustra de un modo tan certero los juegos de poder que se establecen entre sus
dimensiones representativas y las que podríamos llamar (recurriendo por un
momento a Max Weber) instrumentales, como ocurre en El Sirviente de
Losey.
Hugo, el sirviente, accede al poder del amo haciéndose extremadamente
útil. Gracias a que asegura el orden interno del hogar (aseo, alimentación)
Tony puede continuar llevando la vida ociosa que le permite su fortuna. Pero
llega el momento en el cual Hugo se convierte en imprescindible. A partir de
ahí, Hugo controlará la voluntad del amo, es decir, el sirviente ocupará el lugar simbólico del poder del amo. Pero
al hacerlo desaparece la línea que separa al poder representativo del
instrumental. En otras palabras, al desaparecer el poder del amo, desaparece el
del sirviente. O dicho con Hegel: “Al suprimir al amo el siervo se suprime a sí
mismo en cuanto siervo”. Así termina la película: Al haber sido destruido el
poder de Tony aparece en su lugar un poder brutal, uno que solo es
“apoderamiento”. El caos triunfa sobre el orden, el vicio sobre la virtud, la
degradación sobre la moral. El amo no tiene a quien mandar y el sirviente no
tiene a quien servir.
Increíble que esa historia haya sido guionizada por
Harold Pinter, en ese entonces miembro del partido comunista británico.
Increíble, porque la toma del poder del proletario (Hugo) en contra del poder
burgués (Tony) no lleva en el filme a una “sociedad” superior sino a la
destrucción del sentido mismo del juego del poder.
Al haber desaparecido las reglas que dan sentido
al poder, sobreviene el caos. Desde el caos de una “sociedad sin socios”,
emergerá el terror, y en los momentos finales, el apoderamiento total de Tony
por parte del sirviente llevará a otro poder, un poder sin reglas ni juegos: un
poder basado en la violencia y en la maldad representada por Hugo y su vulgar
amante Vera.
Hannah Arendt ya lo había advertido. Suele
suceder que cuando es destruida la sociedad de clases no llega la tan anhelada
igualdad social. En su lugar aparece una sociedad de masas cuyo caos solo puede
ser superado por un Leviatán moderno, vale decir, por un poder totalitario. El
destino de Tony –no lo muestra el filme – ya estaba prefijado: la cárcel y /o
la clínica (los principales dispositivos del poder según Foucault). El destino
de Hugo, también: nunca él iba a ser un verdadero señor. No estaba hecho para
eso.
El poder, es lo que aprendí de El Sirviente, no es
una cosa en sí; tampoco es un monopolio. No es la violencia ni la fuerza bruta
(Arendt). El poder es una relación. O dicho así: no hay poder sin relaciones de
poder: El poder mismo es una relación de poder. Faltando uno de los términos
que constituyen esa relación, el poder suele derrumbarse sobre sí. O para
formularlo de modo plástico: El poder sostiene su representabilidad solo si
detrás del poder hay otro poder, un poder no-representativo; un poder, repito,
más instrumental. Pero esa segunda dimensión -el poder detrás del poder- no es
en sí el verdadero poder. El verdadero poder está formado por la relación de
ambos poderes, el instrumental y el representativo. Por esa razón, suele
suceder –y así sucedió en El Sirviente- que cuando es destruida la
representabilidad del poder, el poder instrumental debe representarse como tal,
lo que en la vida política es imposible pues el poder instrumental es
políticamente impresentable. Al revés ocurre igual. Sin el poder instrumental,
el representativo no tiene donde sostenerse.
En términos teológicos podría decirse que la relación
entre lo representativo y lo instrumental es muy similar a la relación
alma-cuerpo. Sin alma, el cuerpo se derrumba sobre su animalidad originaria.
Sin cuerpo, el alma no existe.
El Sirviente es una película micro-política, pero por lo mismo
traspasable a modos de relación macro-políticas como son las que tienen lugar
no al interior de una mansión aristocrática, sino al interior de los Estados en
los cuales no es inusual que más allá del poder representativo existan poderes
no representativos (a veces llamados fácticos) los que si son concentrados en
una sola persona, lleva a la configuración de “un poder detrás del poder” muy
similar a la que se dio en El Sirviente.
La historia de las monarquías europeas ha sido en gran
medida la historia de esos poderes que están detrás del poder.
No me refiero a los consejeros influyentes sin los cuales
los monarcas se sentían perdidos. Sí a aquellos que terminaron por sustituir el
poder representativo del Rey. O para decirlo en términos más concretos: No me
refiero a Nicolás Maquiavelo dando consejos al sanguinario César Borgia pues
este último siempre concentró todo el poder, tanto el representativo como el
instrumental. En cierto modo me refiero a gente como al Cardenal Richelieu
quien desde 1616 a través de su “poder detrás del trono” arrebataba el poder a
Luis Xlll sin trepidar en desatar terribles guerras (como la de los treinta
años).
2. El Ministro y el Rey
La cinematografía inglesa con
esa pasión por los temas históricos que la caracteriza nos ha mostrado en
piezas maestras como la relación interpersonal establecida por Losey, la de
sirviente-amo, ha sido muy decisiva en la historia de la nación. ¿Cómo olvidar
por ejemplo la película Cromwell (1970) con las actuaciones de esos
genios del escenario, Richard Harris en el papel de Cromwell y Alec Guiness en
el de Carlos l?
Cromwell, campesino ennoblecido que juró obediencia a la
Monarquía llegó a convertirse en líder de Escocia e Irlanda para luego, como
aliado de la Iglesia protestante, destruir el poder de Carlos l. Sin embargo,
aún a pesar de haber acumulado mucho más poder fáctico que el Rey, Cromwell no
pudo destruir a la “idea de la Monarquía”. Quizás el mismo no se atrevió a
hacerlo. Gracias a su genialidad política entendió que esa idea era el símbolo
que sujetaba al poder instrumental que el mismo había logrado construir. Pues,
para que exista un poder detrás del poder, es necesario también que exista un
poder delante del poder.
¿Debemos recordar aquí una de las precisiones políticas
memorables de Claude Lefort? El principio de la Monarquía absoluta no se basa
en el poder absoluto del Rey sino en la idea de que el poder absoluto es de
Dios. El Rey no era el dueño del poder absoluto, solo el ocupante de un poder
que no es el poder del Rey. Luego, destruir la monarquía no solo fue cometer
regicidio; pero sí fue el intento (jacobino) de sustituir con hombres un poder
que no es de los hombres. Razón por la cual, advierte Lefort, después del
regicidio y de la traumática experiencia napoleónica, los franceses optaron por
mantener la noción del poder alrededor de un trono vacío.
Ese “vacío en el trono” es para Lefort el principio
básico de la razón democrática. Si alguien se sienta en ese trono, ya no hay
más democracia. La condición de la democracia es y será, por lo tanto, un trono
vacío. La democracia, entonces, no es el poder “detrás” del trono, pero sí es
el del poder “alrededor del trono”. Eso explica por qué las figuras históricas
que han representado el poder detrás del poder lo han hecho sobre la base de la
no existencia de relaciones democráticas. O sobre sus ruinas. Ya volveré sobre
ese punto. Es muy importante.
Pero aún de un modo más explícito que en el filme Cromwell,
la relación política y personal de los dos poderes alcanzó su cenit
cinematográfico en la inolvidable película Becket – Asesinato en la
Catedral (1959). Inolvidable porque más allá de la textura argumental tuvo
lugar en ese filme un duelo de gigantes. No aludo solo al duelo entre el poder
monárquico y el poder religioso, sino también a ese duelo artístico que
protagonizaron Richard Burton (Thomas Becket) y Peter O’Toole (Enrique ll).
Pocas veces la pantalla hizo mejor honor al cine cuando a través de dos
inolvidables talentos fue descifrada la relación de poderes que constituía a la
monarquía medieval inglesa.
En cierto modo Becket era la visión histórica y
política de esa relación privada que describe el argumento de El Sirviente
de Losey. Basada en el drama de Jean Anouilh (L`Homme de Dieu) el filme
representa la lucha entre el poder real y el eclesiástico. Pero hay más.
También allí se da de modo explícito la unidad entre el poder representativo y
el instrumental, pero no como dos poderes diferentes, sino como un mismo poder
representado por dos hombres.
Thomas Beckett, como es sabido, no solo fue el canciller
de Enrique ll. Fue su más íntimo amigo. Más aún, la relación homosexual entre
el señor y el amo, que en El Sirviente aparece de modo latente, irrumpe
en el filme Becket de modo
manifiesto. El amor, el sexo, la pasión, el poder y la política configuran en
ese filme un entrelazamiento (intrincación, según Lefort) que solo comienza a
entenderse cuando la relación fue partida en dos, es decir, cuando Enrique ll
decidió nombrar a Becket, Arzobispo de Canterbury, creyendo así que a través de
su fiel amigo podría someter definitivamente el poder de la Iglesia. Craso
error: Ocurrió exactamente lo contrario.
Becket como Arzobispo decidió
ser fiel a su nuevo poder y no al del Rey. Separado de su sitio ministerial,
Becket dejó de representar el poder detrás del poder para convertirse desde el
arzobispado en depositario de “otro poder”. Desde el momento en que fue
investido supo que de ahí en adelante debería actuar como súbdito de Dios y no
del Rey. Fue esa la razón por la cual había suplicado a Enrique ll que no lo
nombrara Arzobispo.
La relación entre el ser y el poder adquiere en el filme Becket una intensidad dramática. De ese
drama surge una evidencia que debemos tener en cuenta todos quienes nos
ocupamos de los tramas de la política. La evidencia es la siguiente: en la
lucha política no es el ser el que determina al poder sino el poder al ser.
Así se explica por qué Enrique ll mandó asesinar a su amado y odiado Becket.
Pero el asesinato en la catedral no dilucidó la lucha entre el poder monárquico
y el eclesiástico. Por el contrario, marca el comienzo de la ruina moral y
política de una dinastía. Ningún poder podía, efectivamente, prescindir del
otro. Eso fue lo que no entendió Enrique ll.
3. El Símbolo y su Instrumento
Puede que a más de alguien sorprenda mi referencia a los
poderes que se sitúan detrás y luego se separan del orden monárquico como
hechos políticos, pues para no pocos expertos la política es una práctica
exclusiva de la modernidad. Aquí en cambio se sostiene una opinión contraria.
Mientras menos moderno, es decir, mientras más débil es el marco institucional
y constitucional que rodea a un conflicto, mayor será su peso político. Ese es
también el sentido de la tesis de Carl Schmitt relativa a que mientras más
agudo es el antagonismo entre dos fuerzas contrarias, más grande será su potencial
político. También es la razón por la cual Schmitt fue un declarado enemigo del
parlamentarismo. El Parlamento, en la opinión de Schmitt, tiene como objetivo
mitigar la tensión del antagonismo político.
El Parlamento trae consigo, por cierto, la posibilidad de
la ampliación de la democracia, pero la democracia está destinada no a agudizar
los conflictos sino a garantizarlos mediante la construcción de diques
reguladores. Es por eso que aquí se insiste en el hecho de que la ampliación de
las libertades democráticas no tiene mucho que ver con la expansión de la
práctica política pues mientras mayores sean esas libertades más necesario será
protegerlas mediante la creación de instancias reguladoras, entre otras, el
Parlamento.
La democracia, es obvio, solo puede surgir allí donde hay
práctica política, pero la política, por el contrario, no necesita de la
democracia. De ahí que la dramaturgia de la política es mucho más intensa en
los regímenes menos democráticos que en aquellos en los cuales predomina un
irrestricto apego a las leyes.
La política es mucho más intensa –y
personalizada- allí donde los derechos nos son negados y necesitamos
conquistarlos que allí donde están garantizados. O dicho de modo ultra simple:
mientras la política es lucha, la democracia es un campo de lucha. Por la misma
razón, en una democracia altamente institucionalizada la diferencia entre la
representación del poder y su resguardo instrumental suele ser mínima.
Así nos explicamos por qué la relación y conflicto entre
ambas dimensiones del poder (la representativa y la instrumental) fue tan
intensa durante los regímenes monárquicos. Nos explicamos también por qué en
las naciones donde no hay democracia o en donde sus soportes sistémicos son
débiles –pienso en naciones latinoamericanas- la división entre representación
e instrumentalización del poder suele ser profunda. En una democracia
“perfecta” no debería existir ningún poder detrás del poder, y hay algunos
países en los cuales ya prácticamente no existe. En las más imperfectas, el
poder detrás del poder continúa siendo un “factor” decisivo.
No debe sorprendernos por lo tanto que durante el siglo
XX, cuando la Europa republicana fue atacada desde dentro por las dos
contrarrevoluciones antidemocráticas más furiosas de la modernidad, la nazi y
la estalinista, estas hayan sido encabezadas por líderes simbólicos
resguardados por un poder interno encarnado en dos figuras sin las cuales esos
líderes, Hitler y Stalin, no habrían podido actuar en la forma en que lo
hicieron. Me
refiero a ese poder detrás del poder representado por Joseph Goebbels en la
Alemania nazi y por Lavrenty Beria en la URSS.
4. El
Autor y el Actor
Quienes asumieron las tareas internas del poder durante
Hitler, fueron muchos. Göring, por ejemplo, controlaba la aviación. Alfred
Speer era el favorito de Hitler en materias arquitectónicas. Henrich Himmler
era el encargado de los aparatos de seguridad. Pero en las preferencias del
dictador, ninguno de los miembros de esa mafia tuvo tanta significación para
Hitler como su epígono, el deforme, pequeño, moreno, algo inválido y muy poco
“ario” Joseph Goebbels.
Por de pronto Goebbels poseía una formación académica que
Hitler nunca tuvo. Entre otras disciplinas había estudiado Historia, Arte y
Leyes Clásicas. Pero además superaba al propio Hitler en sus visiones
destructivas, razón de sobra para que Hitler lo nombrara su albacea literario.
Al comienzo Hitler consultaba cada discurso con Goebbels.
No solo las palabras, además los gestos, los tonos, las pausas, los momentos
culminantes. Como Ministro de Propaganda, Goebbels se encargaba de la prensa
escrita y radial, pero también de la configuración de los escenarios en los
cuales Hitler realizaba sus actos de representación populista. Los reflectores
en el exacto lugar, los espacios apropiados para que rebotara el eco de la voz,
los uniformes de los niños que besaría el Führer, los colores de las banderas,
e incluso las consignas que debería corear la multitud enloquecida. En cierto
modo Goebbels era autor, actor y coreógrafo de una obra cuyo personaje
principal era Hitler. De ahí que la identificación entre ambos monstruos fue
casi absoluta.
La entrega personal de Goebbels a Hitler no reconocía
límites. Hay incluso historiadores que afirman que Hitler consideraba a la
esposa de Goebbels como a su propia mujer y a los hijos del Ministro, como a
sus propios hijos. En sentido inverso, Goebbels comenzó a escribir directamente
los discursos de Hitler de ahí que en algunos momentos Hitler era ya Goebbels
del mismo modo como Goebbels era ya Hitler. Probablemente en sus momentos
íntimos, el Dr. Goebbels, como si él hubiera sido el Dr. Frankestein de la
política, imaginaba que Hitler era su propio invento. En parte, lo era.
Llegaría el momento en el cual Goebbels -así como ocurre
con aquellos compositores que en un momento determinado deciden cantar las
partituras que han compuesto para otros- no resistiría la tentación de hacerse
el mismo del poder representativo de Hitler, es decir, intentaría representar
al símbolo que imaginaba haber creado desde los más oscuros bastidores del
poder. Así fue como Goebbels, abandonando la grisura de su eminencia, comenzó a
pronunciar el mismo sus propios discursos.
Los discursos de Goebbels superaron pronto el dramatismo
y por cierto la locura de los de Hitler, quien poco a poco estaba siendo
consumido por el mal de Partkinson. Fue quizás esa la razón por la cual
Goebbels decidió representar personalmente el final apoteósico de la que
consideraba su obra magistral. Su famoso discurso de 1943 pronunciado en el
Palacio de los Deportes de Berlín, cuando desatando el orgasmo colectivo de
cientos de funcionarios nazis anunció “la guerra total” (el Holocausto de todo el mundo) concebida por él,
como el canto final de una ópera wagneriana.
Bajo la ruina de los bombardeos, ambos, los amantes del
mal, Hitler y Goebbels, compartirían juntos el infierno que tanto merecían.
5. El Verdugo y el Tirano
En cierta medida las eminencias grises configuran el
doble del amo, o si se quiere, su otro yo. Mientras el destino no los separa,
el poder mantenido en las sombras es el correlato ideal del poder que aparece
bajo la luz pública. No obstante, las sombras detrás del poder no son siempre
las mismas pues no todos los sistemas de poder son idénticos. El nazismo era un
régimen basado en el terror, qué duda cabe. Pero además, era un régimen
populista. El pueblo alemán, por decirlo así, llegó a ser el pueblo de Hitler.
En el caso alemán el terror estaba puesto al servicio de
una voluntad popular representada en el líder mesiánico. No ocurrió lo mismo
con el sistema estaliniano porque Stalin, al contrario de Hitler, nunca fue, ni
tampoco quiso ser, un dictador populista. Ambos tiranos representaban por
cierto un orden totalitario. La equivalencia totalitaria que se da entre
nazismo y comunismo sentada por Hannah Arendt es en ese punto impecable. Pero a
la vez hay que consignar que los elementos del fenómeno totalitario estaban
ordenados de manera distinta en ambas dictaduras.
Si hubiera que sintetizar, podría decirse que el guión
del discurso nazi iba siendo escrito a la medida y según las necesidades de las
circunstancias (y de las locuras) del nazismo. El guión del discurso
estalinista, en cambio, ya había sido pre-escrito por los antepasados
inmediatos de Stalin. El marxismo-leninismo era, antes de que Stalin accediera
al poder, un corpus ideológico construido por los bonzos del imperio soviético.
Stalin aparecía por lo tanto solo como un continuador -digo, aparecía; eso no
significa que hubiera sido- de un mandato histórico precedente, esto es, como
ejecutor de una razón histórica superior representada en el Partido- Estado del
cual él era su exponente principal.
La diferencia es importante: mientras Hitler era más
populista que Stalin, Stalin era más carismático que Hitler. Digo carismático
en el sentido que otorga al término Max Weber, vale decir, como la
representación de una tradición y un orden pre-constituido. Por lo mismo,
mientras que la tarea de Hitler había sido dar formato ideológico a un sistema
de dominación en desarrollo, la de Stalin sería preservarlo, continuarlo y, en
lo posible, expandirlo.
Las imágenes que atestaban las calles de la URSS con las
cabezas de Marx- Engels- Lenin y Stalin, una al lado de la otra, eran la
representación exacta de la iconografía de la religión estatal. Si tenemos en
cuenta esa realidad, no debe asombrar que el rol de la eminencia gris de
Stalin, Lavrenty Beria, hubiera sido muy distinto al de Joseph Goebbels.
Mientras a Goebbels le había sido asignado el cometido de
construir la ideología del nazismo, a Beria le sería encomendada la tarea de
preservar y proteger un orden ideológico y político ya constituido. De tal
modo, si las herramientas de Goebbels habían sido los discursos, la propaganda
y el espectáculo, las de Beria deberían ser las del terror: los servicios
secretos, los patíbulos y, no por último, las cámaras de tortura.
Pocas veces un solo hombre ha controlado tanto poder
destructivo como ocurrió con Beria en la URSS. Las llamadas purgas, mediante
las cuales fue liquidada la vieja guardia del bolchevismo, precisamente la que
había llevado a cabo la revolución, fue obra exclusiva de Beria/ Stalin. Nadie,
ni siquiera Hitler logró asesinar a tantos comunistas como esa dupla satánica.
Además Beria se encargó de las deportaciones masivas, de los asesinatos colectivos,
del aplastamiento de las llamadas nacionalidades.
El archipiélago GULAG, vale decir, la conversión de Rusia
en una gigantesca cárcel, no habría podido ser construido sin la existencia de
un verdugo como Beria. Mas todavía: desde los interiores del Estado, Beria
controlaba, mediante la extorsión y el chantaje, a los miembros del Comité
Central. Lentamente Beria se estaba convirtiendo no solo en el verdadero poder:
él era todo el poder. Llegaría el momento en que el terror ya no actuaría tras
bastidores, sino en la propia superficie del régimen.
¿Asesinó Beria a Stalin? Los indicios son muchos, falta
solamente la prueba final. Tal vez esa prueba se encuentra escondida en alguna
oficina subterránea del Kremlin. Lo cierto es que cuando murió Stalin, Beria
creyó que había llegado la hora de hacerse directamente del poder, y en cierto
modo así lo hizo junto a su títere Malenkov.
Beria debería ser eliminado con los propios métodos de
Beria. Era la única posibilidad que tenía la fracción dirigida por Nikita
Kruschev para salvar no al Partido, no a la URSS, en ningún caso al socialismo,
sino simplemente a sus propias vidas. Acusado de espía al servicio de Gran
Bretaña, Beria fue ejecutado. Pero hay otra versión, la de su hijo. Según esa
creíble versión, Beria fue asesinado a quemarropa en su propia casa mediante la
acción de un comando nocturno. Como sea. Los burócratas del Partido habían
entendido que el poder de las eminencias grises debería ser puesto en el lugar
que les correspondía, detrás del poder representativo, nunca delante
¿Fue esa la lección que aprendería mucho después ese ex
agente de la KGB, organismo en cuyo interior prevalecían los valores y métodos
implantados por la doctrina Beria?
Desde muy joven Vladimir Putin fue educado para ser una
eminencia gris. Su carrera política la hizo detrás de Jelzin, y cuando asumió
el gobierno, todos pensaron en que Putin, el poder detrás del poder, seguiría
el camino liberal de su beodo antecesor. Nadie imaginó que Putin, usando
mecanismos democráticos, sobre todo electorales, iba un día a restaurar el
sistema de dominación autocrático. Así lo hizo. Pero ya no al amparo de una
ideología cósmica como había sido el marxismo-leninismo, sino de acuerdo a los
valores y símbolos de la antigua Rusia zarista.
Extremadamente nacionalista, incluso eslavófilo, el ayer
ateo ha descubierto otros símbolos del poder. Hoy Putin se confiesa religioso,
busca el apoyo de la conservadora Iglesia ortodoxa, cultiva valores
militaristas, ha hecho de la homofobia una ideología personal.
Si tuviéramos que evaluar la identidad política del
mandatario ruso de acuerdo al antiguo parámetro izquierda- derecha, deberíamos
decir que Putin representa a la más extrema derecha del mundo euroasiático.
Como los antiguos zares, como Stalin y Beria, ha impulsado espantosas masacres
en Chechenia y Georgia. Hoy intenta apoderarse definitivamente de Ucrania. Su
proyecto es inocultable: Putin quiere convertirse en el zar post-moderno de
todas las Rusias.
¿Quién es o será el Beria de Putin? ¿O ha creado Putin un
sistema inédito en el cual Beria y Stalin conformarían una simbiosis entre lo
político representativo y lo político instrumental? ¿Es Putin el sirviente de
sí mismo? Ya una vez Putin, invirtiendo los términos, puso a través de su
marioneta Mevdevev, al poder representativo al servicio del poder instrumental.
¿Está ahora él delante y detrás del poder al mismo tiempo? Pero si es así,
¿sobre cuál poder reposa el poder representativo? ¿O se derrumbará pronto sobre
sí mismo como ocurrió en la película El Sirviente de Joseph Losey?
Son muchas las preguntas. Las respuestas vendrán con el
devenir del tiempo. La historia del futuro nunca ha sido escrita.
REFERENCIAS
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es la política?, Paidos 1997
Arendt, Hannah Entre
el Pasado y el Futuro, Península 2003
Arendt, Hannah Sobre la Violencia, Alianza 2005
Foucault, Michel El Poder Psiquiátrico, FCE 2005
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Incertidumbre Democrática, Antrophos 2004
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y Representación, Prometeo 2012
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Concepto de lo Político, Alianza 1999
Schmitt, Carl Sobre el Parlamentarismo Tecnos
1990
Ranciére, Jacques
El Destino de las Imágenes, Politopias 2011
Weber, Max Economía
y Sociedad, FCE 1993
Žižek, Slavoj El año que soñamos peligrosamente,
Akal 2013