La política es
siempre representación y la representación es -lo dice la palabra- una
presentación sobrepuesta. Ningún político va a
decir jamás, yo quiero ser elegido porque quisiera aumentar mis ingresos, o
porque deseo el poder, o porque padezco de un serio complejo de inferioridad
que necesito compensar con el aplauso público.
El problema entonces
no es la desfiguración simbólica de la política, inherente a su representación,
sino el grado de desfiguración que la política puede soportar. Sin
embargo, un exceso de
simbolización en la política puede ser tan nocivo como una ausencia
simbolizante. En el caso argentino, por ejemplo, el ideal peronista comporta un
altísimo grado de transfiguración simbólica. Única posibilidad para interpretar
a tendencias tan diferentes e incluso contrapuestas cuya única propiedad común
es el nombre: peronismo. El caso opuesto al argentino es el chileno.
En Chile, en las
elecciones presidenciales del 17 de Noviembre los partidos políticos, por lo
menos los de la Nueva Mayoría, se presentan unidos con un solo objetivo, y así
lo dicen: alcanzar el poder para gobernar. Pocas veces la política ha mostrado
de modo tan nítido una ausencia simbológica tan grande.
El mismo nombre Nueva
Mayoría es delator. ¿Nueva Mayoría, para qué? En cualquier otro país, al título
Nueva Mayoría sería agregado un término adicional. Por ejemplo, Nueva Mayoría
para el Socialismo, o para la Revolución, o para la Libertad, o para el
Progreso. Pero no, en Chile solo se llama Nueva Mayoría y nada más. Y
efectivamente es así: ha sido formada una coalición de partidos de centro (DC)
centro izquierda (PPD, PS) e izquierda (PC, IC, MAS) cuyo único objetivo es
construir una mayoría política aplastante. Ahí no hay nada que simbolizar,
representar, significar, transfigurar, ni sublimar. Se trata simplemente de
formar una mayoría de gobierno y punto.
El rostro de la
Nueva Mayoría no puede ser más auténtico. Ese es en cierto modo el problema. La
centro-izquierda chilena carece de capacidad de simbolización lo que en la
política latinoamericana, no así en la europea, es casi un hecho inédito. ¿Estará convirtiéndose Chile en un país europeo?
Lo mismo ocurre con
la candidata triunfal. Michelle Bachelet es sin duda una mujer auténtica. No
disimula su extensión, no pavimenta su rostro, y todo lo que dice lo piensa.
Jamás va a caer en un lenguaje insultante. Nunca pronunciará un discurso
apoteósico ni se deslizará en aberraciones ideológicas, étnicas y religiosas,
como hacen sus colegas del ALBA. Dice lo justo, y a veces ni siquiera eso.
Bachelet domina, además, de modo casi perfecto la retórica del silencio.
Durante muchos días no habla una sola palabra pública, hecho que desespera a
sus adversarios y a veces hasta a sus propios simpatizantes.
Bachelet es todo lo
contrario a un caudillo populista. Algo no poco importante. Porque sin caudillo
populista no hay populismo. Es solo una líder, vale decir, una dirigenta. Nunca
será una caudilla. Y sin embargo, sin Bachelet no habría Nueva Mayoría. Un
verdadero fenómeno.
Bachelet representa antes que nada el consenso. Ella fue elegida para intermediar entre fracciones
políticas las que sin su presencia se arrojarían hasta los platos por la
cabeza. Su papel es conservar la paz en la mayoría para que siga siendo
mayoría. En una agrupación política que no tiene símbolos, ella es el único
símbolo. Desaparece Bachelet, desaparece la mayoría. Por lo mismo, quiera o no,
ella está obligada a producir un efecto despolitizador. No extraña por lo
tanto que su campaña política haya sido
realizada sin entusiasmo, sin alegría, sin pasión. Bachelet es el opio
que adormece a su propio pueblo.
Lo dicho no quiere
decir que el gobierno de Bachelet no tiene tareas por delante. Una de esas
tareas es marcar un corte radical con ese pasado definido como “la transición”.
En el hecho esa transición había terminado hace tiempo. Pero los chilenos se
negaban a dar vuelta la página. Ahora no habrá excusas. Los traumas deben ser
definitivamente superados, entre otras razones porque hay una nueva generación
política que no arrastra consigo los fardos de sus padres y abuelos. Reformas
profundas en el sistema universitario, en el educacional y en el previsional
serán insoslayables. La estructura de representación unicameral que ponga a
tono el sistema político chileno con el que impera en casi todas las
democracias del mundo, deberá ser
llevada a cabo. La reforma constitucional a la que muchos llamarán Nueva
Constitución, será un cambio simbólico importante. Y las reformas sociales
serán ampliadas e institucionalizadas sin necesidad de cambiar lo que en Chile
llaman “el modelo”, el cual ya no es el neo-liberal sino el de una economía
social de mercado.
No obstante, subiste
un problema. ¿Cómo dar un sentido a la política, uno que no sea el ideológico
del pasado pero tampoco ese sentido puramente administrativo que parece ser la
tónica de la combinación bacheletista? ¿Uno que vaya más allá de formar una
mayoría para gobernar, una simple mayoría por la mayoría?
Hay quienes opinan
que la política en Chile se ha vuelto una actividad terriblemente aburrida.
Opinión que puede ser verificada por una encuesta dirigida por la socióloga
chilena Marta Lagos. Según esa encuesta Chile es el país cuyos ciudadanos
manifiestan menos interés por la política en toda América Latina. Un 17% sobre
la base de una media de 28%. (El Mostrador.02.11.2013). Lo que no dice la
encuesta es qué es lo que más interesa a los chilenos. No quiero ni pensarlo.
El aburrimiento en
política podría ser visto como algo positivo si los chilenos tuvieran un gran
interés por las artes, la religión, la literatura o la filosofía. Pero si el
desinterés por la cosa pública se manifiesta solo en la reclusión en la vida
privada, estaríamos hablando de una situación política potencialmente
peligrosa.
Fue Max Weber quien
en su clásico "Política como Profesión" alertaba en los años veinte
del pasado siglo sobre los efectos negativos del aburrimiento político. Para el
gran sociólogo la política vive del espectáculo y no del letargo. Si la
política pierde su capacidad de entusiasmar -agregaba Weber- todos los caminos
se abrirán para que aparezca ese enemigo mortal de la política que es el
demagogo. Y demagogos no faltan en Chile. Dos o tres de los nueve candidatos
presidenciales merecen ese título.
Cabe agregar que
Weber escribió sus palabras sobre el aburrimiento en política antes de que
Hitler hiciera su aparición en la escena de modo que sin saberlo formuló una
profecía. Nadie dice que en Chile va a suceder algo parecido, pero no sería mala idea tomar en serio las palabras de Max Weber. Basta dar una mirada a
aquellas naciones en donde la política no fue tomada en serio por sus propios
políticos. Sudamérica está asolada por populismos altamente demagógicos que se
dicen de “izquierda”, algunos, como en Venezuela, autocráticos y militaristas.
En Europa el radicalismo de ultraderecha, o populismo derechista, aumenta y
aumenta y ya comienzan a golpear las puertas de los gobiernos.
¿Despertará Chile de
su letargo político? ¿Se movilizarán los estudiantes en contra de Bachelet como
lo hicieron en contra de Piñera? ¿O se reunificará la derecha con la intención de arrebatar a Bachelet el
centro político, el mismo que una vez perdiera la legendaria Unidad Popular?
Nadie puede contestar todavía esas preguntas. Lo único cierto es que -para
citar las palabras de un ducho político en la formidable serie televisiva
danesa "Borgen"-: "Las últimas elecciones todavía no han tenido
lugar".
Nota del autor: este artículo es la reproducción ampliada (y en un par
de puntos modificada) de la parte
dedicada a Chile en mi ensayo titulado: El oculto rostro de la política también publicado en POLIS