La analogía tomó fuerza en los acontecimientos que tienen lugar en la plaza Taskim, en Estambul. ¿No surgió también la llamada Primavera Árabe en la
plaza de Kasbah en la ciudad de Túnez? ¿No se congregaron las masas insurgentes
del Cairo en la plaza Tahrir? ¿No comenzó la oleada rebelde de la región en
Irán, en la plaza Azadi de Teherán, con la masacrada Revolución Verde de 2009?
Motivo para pensar que uno de los conceptos más falsos que ha puesto de moda la
historia reciente es el de “Primavera Árabe”.
Por de pronto, no todas las rebeliones han ocurrido en Primavera. Además, no
solo han tenido lugar en países árabes. Ni Irán ni Turquía son países árabes.
De tal modo, más cuerdo sería hablar de rebeliones en naciones islámicas,
árabes o no. Rebeliones que poseen un denominador común. Todas han tenido como
epicentro las plazas principales de las respectivas capitales. Razón de más
para cambiar el término de "Primavera Árabe" por el de "Rebelión
de las plazas islámicas". U otro parecido.
El hecho de que los
epicentros rebeldes hayan sido las plazas de las ciudades tiene un profundo
sentido político. Las grandes plazas son, por así decirlo, el corazón simbólico
de cada nación. Eso quiere decir que, a diferencia de las revoluciones clásicas, las
que por lo general comienzan en la periferia, las del mundo islámico han
comenzado en las grandes metrópolis. ¿Qué significa eso? Mucho más que un
detalle demográfico.
Las rebeliones señaladas
tienen un carácter citadino. Sus actores son universitarios, profesionales,
artistas, intelectuales, sectores medios. Son, evidentemente, los
contingentes más cultos y educados de cada nación: Los hijos de la
post-modernidad económica: Una nueva ciudadanía política.
¿Estamos entonces frente a
una contradicción entre ciudad y campo? La respuesta es sí y no. Sí, porque los dictadores, autócratas y teócratas de la región reciben
su principal apoyo en las regiones agrarias. No, porque en gran medida los
clases que controlan el Estado son urbanas, como urbanos son los generales de
las fuerzas represivas, policía y ejército.
¿O presenciamos una
contradicción entre modernidad y tradición, la misma que figura en los textos
de los padres de la sociología moderna (Comte, Durkheim, Weber)? También la
respuesta es sí y no. Sí, porque las dictaduras y autocracias de la región
cuentan con el apoyo de los estamentos más autoritarios del Islam. No, porque
en muchos casos los grupos que ejercen el poder son representantes de la más
radical modernidad tecnológica y económica.
No olvidemos que los
ayatolas han convertido a Irán en potencia nuclear, que Mubarak en Egipto como Ben Alí en Túnez y Gadafi en Libia, fueron socios
económicos de Europa y de los EE UU, fanáticos partidarios de la
industrialización y del crecimiento económico. Tampoco hay que
olvidar que Tayyih Erdogan es el principal interlocutor entre la
región islámica y el mundo occidental. Más aún, Erdogan aparece ante la opinión
pública como el gestor del llamado "milagro económico
turco". Algo así como un Bismark musulmán.
¿O se trata, como quieren
hacernos creer los corresponsales de los periódicos, de una lucha entre
islamistas y laicos? Otra vez: Sí y no. Sí, porque aún entre sectores islámicos; el reclamo por una separación entre la vida ciudadana y la religiosa cobra cada
vez más vigencia. Reclamo que incluye a sectores religiosos que ven en la
politización de la religión un peligro para el ejercicio de la fe. No, porque
la religión abrumadoramente mayoritaria, aún entre los manifestantes, es la
islámica. En la moderna Turquía, por ejemplo, el 90% de la población adhiere al
Islam, y como en muchas otras naciones, los suníes forman la fracción más
numerosa (60%).
Hay que tener en cuenta que
las grandes rebeliones de los países islámicos no sólo han tenido lugar en
contra de gobernantes teocráticos. Mubarak,
siguiendo las tradiciones iniciadas en Egipto por Gamal Abdel Nasser, fue un
tirano laicista. Gadafi, aunque creyente, era desde el punto de vista político
tan laicista como fue Saddam Hussein en
Irán o como es Al-.Asad en Siria. Incluso,
el mismo Erdogan, aunque pertenece a un
partido confesional, ha cuidado mantener la estructura laicista estatal
iniciada por el refundador de la nación turca, Atatürk Kemal.
En síntesis, las luchas que
tienen lugar en las grandes plazas de las ciudades islámicas trascienden la
contradicción campo-ciudad. No son el resultado de un choque de culturas. No se
ajustan al esquema tradición versus modernidad. En ningún caso son
consecuencia de luchas religiosas, ni mucho menos entre laicistas y
confesionales. ¿Qué mueve entonces a esas multitudes congregadas en las plazas?
Queda una sola respuesta.
Un deseo, un deseo humano,
un deseo del ser. El deseo de ser más libres.
Las rebeliones en los
países islámicos son continuadoras de las que el año 1789 colmaron las plazas
de París; de las que en 1989 irrumpieron en las plazas de Europa del Este; de
las que emergen en contra de los regímenes autoritarios de Bielorusia, Ucrania
e incluso Rusia; de las que ya se extienden hacia La Habana y Caracas, y en
algún sentido de la que como un milagro premonitorio apareció en la sangrante plaza Tiannamme de Pekín (1989)
Son, en fin, rebeliones que
surgen clamando por tres libertades que requiere el ciudadano para ser: La
libertad de movimiento, la libertad de expresión y la libertad de asociación.
Tres libertades que sólo pueden estar aseguradas por un orden
constitucional que contemple la separación irrestricta de los poderes públicos
y la celebración de elecciones periódicas, libres de toda sospecha de fraude.
El virus de la pandemia democrática ha llegado al mundo islámico.
Dictadores, autócratas y teócratas de la región viven aterrados. Las grandes
plazas de las grandes ciudades son, pese a cruentos retrocesos (Siria), la
promesa del futuro.