Actualmente
la Iglesia Católica se halla dentro de un proceso de declinación muy lento y
poco visible, pero inexorable a largo plazo. Se trata de una pérdida constante
de influencia cultural, poder de convocatoria social, peso político y prestigio
moral. El hombre contemporáneo, apoyado en el progreso realmente espectacular
de la ciencia y la tecnología, cree que puede prescindir de algo relativamente
anticuado como la religión y las instituciones que la representan, como la
Iglesia. Y todo esto ocurre simultáneamente con la poderosa expansión de la
cultura globalizada de cuño consumista y materialista, de inmenso atractivo
para las generaciones juveniles. En todo el planeta los valores juveniles de
orientación y las formas de ocio se están alejando de toda connotación
religiosa. Pero estos problemas conforman hoy en día una preocupación de
filósofos e intelectuales laicos, no de los miembros de la alta jerarquía católica.
Ante la
renuncia de Benedicto XVI, surgen tímidas esperanzas de una renovación de la
Iglesia si los cardinales eligiesen a un pontífice a la altura de los tiempos.
Pero es probable que no sea así. Los candidatos más visibles, los arzobispos de
Milán (Italia) y San Pablo (Brasil), pertenecen a la corriente conservadora,
que fue la favorecida enérgicamente por los dos últimos pontífices. Los papables que se mencionan han sido buenos administradores en sus
diócesis respectivas y son personas intachables moralmente, pero no se han
distinguido por una labor innovadora en el campo teológico-intelectual. No han
tenido una participación visible en los debates de los grandes temas
contemporáneos, como la destrucción del medio ambiente, la sobrepoblación a
escala mundial, el rol de la religiosidad popular en la creación de fanatismos
políticos, la relajación de valores morales en la vida privada y la evaporación
de orientaciones éticas en la esfera pública. Lo mismo se puede afirmar de casi
todos los miembros del Colegio Cardenalicio.
Durante un
tiempo muy largo, la Iglesia, con arrogancia dogmática, ignoró los grandes
cambios debidos a la progresiva modernización del mundo. Esa soberbia – la
creencia de poseer la verdad definitiva – la llevó a menospreciar la
importancia de la ciencia para la vida cotidiana, a subestimar la fuerza de la
Reforma protestante, a desdeñar la relevancia del laicismo y a no comprender la
significación de la democracia en el tiempo actual. Lo mismo ocurre con las
culturas contemporáneas del ocio. Algo similar se puede percibir con respecto a
los dilemas institucionales de la Iglesia. La fuerte declinación de vocaciones
religiosas no ha recibido una respuesta adecuada; en torno a esta temática no
se ha iniciado un debate racional, profundo e innovador. Los católicos que no
se han apartado abiertamente de la Iglesia adoptan una actitud cada día más
notoria: se adhieren a una religiosidad difusa (la creencia en un Ser Supremo),
pero dejan de practicar los ritos y se vuelven indiferentes ante la evolución
cotidiana de la Iglesia. Para ellos la religión se convierte en un credo ético.
Y dejan de contribuir financieramente al mantenimiento de la institución.
En el
cónclave no pasará nada innovador. Y eso es lo grave. El nuevo pontífice se
enfrentará a desafíos de enorme envergadura: el ya mencionado descenso de
vocaciones religiosas, la discriminación del género femenino en el seno de las
instituciones eclesiásticas, el mantenimiento o la abolición del celibato, la
preservación o la mitigación del principio de la infalibilidad papal, la mala
administración de las finanzas vaticanas y la poca transparencia en el
funcionamiento de la Alta Curia. Pero el
próximo pontífice no tomará (o no podrá tomar) ninguna medida de reforma seria.
Se apoyará probablemente en las tradiciones de la Alta Curia – la sabiduría
milenaria de la Iglesia en la equivocada opinión popular –, que en los últimos
siglos se han distinguido por la perplejidad ante el mundo moderno, el
inmovilismo ético y la esterilidad cultural. Las grandes religiones paganas
hicieron lo mismo ante el embate del cristianismo primigenio; el antiquísimo
credo egipcio-faraónico falleció, por ejemplo, a causa de su parálisis interna.
Es la táctica del avestruz: se intenta escapar del peligro ignorándolo. Como
está escrito en el Eclesiastés (I, 9): Nihil
novi sub sole.