Fernando Mires - EL TEMPLO DEL SABER




Pagando un tributo a la precisión habría que decir que Jesús no expulsó a los mercaderes del templo, sino del atrio del templo. Ni al más sacrílego de los comerciantes, judíos o no, se le habría ocurrido realizar prácticas cambiarias cerca del Tabernáculo, lugar donde eran guardados los libros de La Ley.
En cierto modo los comerciantes consideraban al atrio, por lo menos al exterior, como a un lugar público; y en parte lo era. El problema es que ese lugar estaba dedicado originariamente a la plática sobre temas religiosos o espirituales, pero en ningún caso mercantiles. El atrio, en su sentido original, era también lugar de discusión y ahí iba Jesús a discutir desde niño, como atestigua el Evangelio de Lucas (2:39-52).
Lucas narra que la familia de Jesús, muy devota, peregrinaba hacia el templo de Jerusalén una vez al año. Cuando Jesús tenía 12 años (mayoría de edad entre los judíos de su tiempo) se perdió de la vista de sus padres durante la travesía de regreso, razón por la cual María y José regresaron a Jerusalén y al cabo de tres días lo encontraron en el templo, en intensa plática con los doctores (teólogos). La respuesta que dio Jesús a sus padres fue que él estaba buscando, a través de la plática, a su Padre, es decir a Dios.
Digno de destacar es que esa búsqueda de Dios no la realizaba un niño postrado en tierra, ni meditando en algún rincón oscuro, ni siquiera orando, sino que en intensa discusión con los sabios judíos. Eso quiere decir que Jesús no inició su encuentro con Dios a través del culto y sus rituales, sino a través del dia-logo, es decir, del Logos (lógica), de la palabra compartida con los "otros". En fin, Jesús demostró desde un comienzo que para él la religión era una práctica racional de acuerdo a la cual la fe no negaba al saber. Todo lo contrario. El saber aparece, desde la infancia de Jesús, como condición de la fe.
Nadie lo ha dicho más claro que Juan en su Evangelio. "Al comienzo era la palabra (el verbo, Logos) y la palabra era con Dios, y la palabra era Dios". Eso quiere decir, entre otras cosas, que sólo podemos alcanzar a Dios a través de la palabra pues es imposible pensar sin palabras y el pensamiento es el medio que nos dieron para alcanzar la verdad, o por lo menos una parte de la que soportamos desde nuestra condición, que es la del ser mortal. 
A través de la palabra compartida, Dios no sólo está sobre, sino entre nosotros y desde Jesús, en nosotros. Esa es la razón por las cual la prédica de Jesús era pocas veces frontal. Sus enseñanzas vienen de múltiples discusiones en las que se enredaba con la gente que encontraba casualmente en sus caminos. Es por eso que las parábolas de Jesús tienen su origen en los temas más terrenales que es posible imaginar, para desde ahí llegar, mediante el método deductivo, a la revelación espiritual. 
De este modo, cuando Jesús expulsó a los comerciantes del templo, lo hizo también con el propósito de restaurar la libertad de palabra, negada en este caso por el ruido de los animales en venta, por el bullicio de las ofertas y por el regateo comercial.
El cristianismo –es su diferencia con las otras religiones abrahámicas- menos que una religión de libro, nació como una religión de la palabra oral. Por eso Cristo inició su vida de adulto discutiendo y la terminó discutiendo, incluso increpando al propio Dios por su muerte. Motivo por el cual creo no equivocarme si afirmo que Jesús nunca  habría aceptado el dictado de la modernidad relativo a que "sobre religión no se discute". Todo lo contrario. Si no se discute sobre religión no puede haber, en sentido cristiano, religión.
Si no discutimos sobre el bien o el mal, o si no discutimos al mal, tampoco puede haber, en sentido cristiano, cristiandad. Porque no hay prédica sin predicado; ni predicado sin sujeto, ni sujeto sin pensamiento. Porque no puede haber pensamiento sin la palabra del "otro". Porque ahí donde reina el silencio o la censura, no está Cristo. Porque allí donde termina la palabra, reina la muerte.
El templo era para Jesús la casa del conocimiento que lleva a la adquisición de la fe. De ahí que Jesús, cuando discutía con sus prójimos, era fiel no sólo a la tradición del templo judío sino también a la del otro templo que en la génesis cristiana también tiene un gran significado. Me refiero al templo griego: Al Partenón, el templo de Dios y de la sabiduría a la vez.
Si Jesús hubiera sido griego no habría podido expulsar a los comerciantes, entre otras razones porque el templo griego era inaccesible a los comerciantes. El Partenón estaba situado en la parte más alta de la ciudad, por lo general en una montaña o en una colina. Dicha geometría tenía un significado muy obvio: La divinidad pertenece a las alturas y las prácticas cotidianas, a las bajuras. En la parte más alta, la casa de Dios y de los dioses. Abajo, el Ágora, plaza destinada a las discusiones, a las asambleas ciudadanas y, por supuesto, al comercio.
Ahora bien, el templo de Dios y de los dioses tenía dos significados adicionales. Por una parte era el lugar del saber y del cocimiento (El Partenón ateniense estaba dedicado incluso al culto a Atenea, diosa  de la sabiduría). Por otra, era el lugar de iniciación filosófica de los jóvenes. (La palabra Partenón significa, en sentido literal, "residencia de los jóvenes"). 
De más está decir que entre los griegos no existía ninguna diferencia entre filosofía y religión. En la tradición judía tampoco. El cristianismo desde Juan y Pablo, pasando por Agustín hasta llegar a Tomás de Aquino, fue también filosofía y religión  a la vez.
La separación radical entre filosofía y religión ocurrió recién durante los siglos XlX y XX en Europa, es decir, desde nuestra propia modernidad. Las consecuencias de esa división, y mirado el tema bajo la luz de sus resultados históricos, no han podido ser más nefastas. Y lo fueron tanto para la filosofía como para la religión. 
Sin religión, la filosofía dejó de pensar acerca del "más allá" y por lo mismo se convirtió en una suma de conocimientos no trascendentes. Sin filosofía -es decir, sin pensamiento- las religiones se han convertido en prácticas irracionales, o en rituales destinados a regular días feriados y dietas alimenticias; e incluso -lo vemos en las demostraciones vaticanas- en su entrada triunfal a la "civilización del espectáculo" (Vargas Llosa).
Quizás todo eso explica, por qué durante el siglo XX y en la breve parte que llevamos del XXl, pueblos sin religión ni pensamiento han creído encontrar a los dioses perdidos en los más vulgares seres humanos, los cuales endiosados terminan mostrando lo que siempre han sido: ídolos con pies de barro.
Puede entonces que ya sea hora de restituir ese templo del saber al cual acudió el Jesús niño para conocer la verdad que el mismo daría a conocer al mundo, ese día de su muerte cuando las cortinas del templo amanecieron rasgadas, antes de que Él resucitara en cada uno de nosotros.