Pagando un tributo a la
precisión habría que decir que Jesús no expulsó a los mercaderes del templo,
sino del atrio del templo. Ni al más sacrílego de los comerciantes, judíos o
no, se le habría ocurrido realizar prácticas cambiarias cerca del Tabernáculo,
lugar donde eran guardados los libros de La Ley.
En cierto modo los
comerciantes consideraban al atrio, por lo menos al exterior, como a un lugar
público; y en parte lo era. El problema es que ese lugar estaba dedicado
originariamente a la plática sobre temas religiosos o espirituales, pero en
ningún caso mercantiles. El atrio, en su sentido original, era también lugar de
discusión y ahí iba Jesús a discutir desde niño, como atestigua el Evangelio de Lucas (2:39-52).
Lucas narra que la familia
de Jesús, muy devota, peregrinaba hacia el templo de Jerusalén una vez al año. Cuando Jesús tenía 12 años (mayoría de edad entre los judíos de su
tiempo) se perdió de la vista de sus padres durante la travesía de regreso,
razón por la cual María y José regresaron a Jerusalén y al cabo de tres días lo
encontraron en el templo, en intensa plática con los doctores (teólogos). La
respuesta que dio Jesús a sus padres fue que él estaba buscando, a través de la
plática, a su Padre, es decir a Dios.
Digno de destacar es que
esa búsqueda de Dios no la realizaba un niño postrado en tierra, ni meditando en algún rincón
oscuro, ni siquiera orando, sino que en intensa discusión con los sabios
judíos. Eso quiere decir que Jesús no inició su encuentro con Dios a través del
culto y sus rituales, sino a través del dia-logo, es decir, del Logos (lógica), de la palabra compartida con los "otros". En fin, Jesús demostró
desde un comienzo que para él la religión era una práctica racional de acuerdo
a la cual la fe no negaba al saber. Todo lo contrario. El saber aparece,
desde la infancia de Jesús, como condición de la fe.
Nadie lo ha dicho más claro que Juan en su Evangelio. "Al comienzo era la palabra (el verbo, Logos)
y la palabra era con Dios, y la palabra era Dios". Eso quiere decir, entre
otras cosas, que sólo podemos alcanzar a Dios a través de la palabra pues es
imposible pensar sin palabras y el pensamiento es el medio que nos dieron para
alcanzar la verdad, o por lo menos una parte de la que soportamos desde nuestra
condición, que es la del ser mortal.
A través de la palabra
compartida, Dios no sólo está sobre, sino entre nosotros y desde
Jesús, en nosotros. Esa es la razón por las cual la prédica de Jesús era
pocas veces frontal. Sus enseñanzas vienen de múltiples discusiones en las que
se enredaba con la gente que encontraba casualmente en sus caminos. Es por eso
que las parábolas de Jesús tienen su origen en los temas más terrenales que es
posible imaginar, para desde ahí llegar, mediante el método deductivo, a la
revelación espiritual.
De este modo, cuando Jesús
expulsó a los comerciantes del templo, lo hizo también con el propósito de
restaurar la libertad de palabra, negada en este caso por el ruido de los
animales en venta, por el bullicio de las ofertas y por el regateo comercial.
El cristianismo –es su
diferencia con las otras religiones abrahámicas- menos que una religión de
libro, nació como una religión de la palabra oral. Por eso Cristo inició su
vida de adulto discutiendo y la terminó discutiendo, incluso increpando al
propio Dios por su muerte. Motivo por el cual creo no equivocarme si afirmo que
Jesús nunca habría aceptado el dictado de la modernidad relativo a que
"sobre religión no se discute". Todo lo contrario. Si no se discute
sobre religión no puede haber, en sentido cristiano, religión.
Si no discutimos sobre el
bien o el mal, o si no discutimos al mal, tampoco puede haber, en sentido
cristiano, cristiandad. Porque no hay prédica sin predicado; ni predicado sin
sujeto, ni sujeto sin pensamiento. Porque no puede haber pensamiento sin la
palabra del "otro". Porque ahí donde reina el silencio o la censura,
no está Cristo. Porque allí donde termina la palabra, reina la muerte.
El templo era para Jesús la
casa del conocimiento que lleva a la adquisición de la fe. De ahí que Jesús,
cuando discutía con sus prójimos, era fiel no sólo a la tradición del templo
judío sino también a la del otro templo que en la génesis cristiana también
tiene un gran significado. Me refiero al templo griego: Al Partenón, el templo
de Dios y de la sabiduría a la vez.
Si Jesús hubiera sido
griego no habría podido expulsar a los comerciantes, entre otras razones porque
el templo griego era inaccesible a los comerciantes. El Partenón estaba situado
en la parte más alta de la ciudad, por lo general en una montaña o en una colina. Dicha geometría tenía un
significado muy obvio: La divinidad pertenece a las alturas y las prácticas
cotidianas, a las bajuras. En la parte más alta, la casa de Dios y de los
dioses. Abajo, el Ágora, plaza destinada a las discusiones, a las asambleas
ciudadanas y, por supuesto, al comercio.
Ahora bien, el templo de
Dios y de los dioses tenía dos significados adicionales. Por una parte era el
lugar del saber y del cocimiento (El Partenón ateniense estaba dedicado incluso
al culto a Atenea, diosa de la sabiduría). Por otra, era el lugar de
iniciación filosófica de los jóvenes. (La palabra Partenón significa, en
sentido literal, "residencia de los jóvenes").
De más está decir que entre
los griegos no existía ninguna diferencia entre filosofía y religión. En la
tradición judía tampoco. El cristianismo desde Juan y Pablo, pasando por
Agustín hasta llegar a Tomás de Aquino, fue también filosofía y religión a la
vez.
La separación radical entre filosofía y religión ocurrió recién durante los siglos XlX y XX en Europa, es
decir, desde nuestra propia modernidad. Las consecuencias de esa división, y
mirado el tema bajo la luz de sus resultados históricos, no han podido ser más
nefastas. Y lo fueron tanto para la filosofía como para la religión.
Sin religión, la filosofía
dejó de pensar acerca del "más allá" y por lo mismo se convirtió en
una suma de conocimientos no trascendentes. Sin filosofía -es decir, sin
pensamiento- las religiones se han convertido en prácticas irracionales, o en
rituales destinados a regular días feriados y dietas alimenticias; e incluso
-lo vemos en las demostraciones vaticanas- en su entrada triunfal a la
"civilización del espectáculo" (Vargas Llosa).
Quizás todo eso explica,
por qué durante el siglo XX y en la breve parte que llevamos del XXl, pueblos
sin religión ni pensamiento han creído encontrar a los dioses perdidos en los más
vulgares seres humanos, los cuales endiosados terminan mostrando lo que siempre
han sido: ídolos con pies de barro.
Puede entonces que ya sea
hora de restituir ese templo del saber al cual acudió el Jesús niño para conocer la verdad que el mismo
daría a conocer al mundo, ese día de su muerte cuando las cortinas del templo
amanecieron rasgadas, antes de que Él resucitara en cada uno de nosotros.