En la política chilena cada uno hace lo suyo. Piñera gobierna al país como si fuera una empresa y -así suele suceder en Chile- cerca del término de su mandato remonta las encuestas. La Alianza intentará aprovechar el modesto repunte para elegir a cual de sus divos lanzará a competir en primarias y de ese modo perder las elecciones presidenciales con cierta elegancia.
La amplísima
clientela de la Concertación sólo espera “pro-forma” las primarias para volver
a lactar en las oficinas del estado. Pues todos saben que, desde cuando
Michelle Bachelet abandonó su sitio en la UNO, Habemus Maman. Lo demás
es teatro, puro teatro, como el bolero que cantaba La Lupe.
Gracias a la
intensa figura de Michelle Bachelet, la posibilidad de un gobierno personalista
ya es casi realidad en Chile. Para la Concertación cualquiera otra alternativa
será inviable. De ahí que siguiendo el juego, Bachelet, políticamente muy
coqueta, se hace desear antes de dar el "sí" definitivo
Sin embargo,
desde el punto de vista político, más allá del "puro teatro", hay en Chile un
hecho político digno de ser analizado. Me refiero al fenómeno del bacheletismo.
El de Michelle Bachelet será, efectivamente,
el primer gobierno típicamente personalista de la historia post-dictatorial.
Afirmación que obliga, si no a definir, por lo menos a describir qué es lo que
entiendo por personalismo en política. Para abreviar, recurriré -no es mi
costumbre- a la autocitación.
Precisamente en un artículo publicado en
POLIS titulado "Personalismo y Política", escribí lo siguiente: "El
personalismo es una forma de representación pero no toda representación es
personalista. Hablamos de personalismo cuando el representante (....) cubre todos
los ámbitos de la política hasta el punto de que en lugar de representar un
proyecto, el proyecto pasa a ser la propia persona del gobernante. (....) Por
cierto, hay diversos grados de personalismo y ellos avanzan desde el clásico y
normal liderazgo, pasando por el caudillismo de origen agrario-militar, hasta
alcanzar fases patológicas como son el mesianismo y el mito mágico o
religioso.
No han faltado por cierto comentaristas que
afirman que con el "personalismo bacheletista" Chile ha sido
contagiado con la pandemia populista que asola el continente. Nada más lejos de
la verdad. Pues si es cierto que no hay populismo sin personalismo -lo saben
muy bien los analistas argentinos, ecuatorianos, bolivianos y venezolanos- no todo personalismo es populista.
Michelle Bachelet como persona y como
política está muy lejos de representar a una figura populista, y en ningún
caso, aunque ejerza liderazgo, será una "caudilla" (por lo menos no
en el sentido latinoamericano del término).
Ella no es representante de ningún movimiento
mesiánico, no proclama ninguna verdad absoluta, ningún antagonismo
irreconciliable, ninguna guerra en contra de algún imaginario imperio, ningún
patria o muerte, en fin, ninguna locura. En cierto modo, y haciendo uso de un
término de moda, podría decirse que Bachelet es un oximoron: una persona
radicalmente moderada.
Más aún; el liderazgo de Bachelet es en
muchos puntos anti-populista. Eso significa que su liderazgo ha surgido desde
acuerdo inter-partidarios y no sobre-partidarios. Por supuesto, se trata de
partidos que son difícilmente unificables sin Bachelet. Pero también es cierto
que sin esos partidos Bachelet no podría postular a nada. Su trascendencia
extra-partidaria es enorme, pero a la vez es relativa; y es bueno computar ese
detalle.
La pregunta del millón de dólares es entonces
¿de dónde viene el liderazgo de Bachelet?
He de confesar que he debido vencer la
deliciosa tentación de emprender un estudio psico-social tendiente a demostrar
que la Concertación chilena sufre de un complejo materno, no en el sentido de
Freud ni de Lacan sino en uno más clásico: el de Melanie Klein. Tentación que
proviene de un hecho incontrovertible. Michelle Bachelet no es matriarcal, pero
es -desde un punto de vista político- una figura maternal. ¿Qué quiero decir
con eso? Antes que nada dos cosas:
Una, bajo su liderazgo los partidos de la
Concertación tienden a la disciplina y sin él, a la indisciplina. Dos, ella es
por el momento la única persona que puede mediar entre diversas fracciones
opositoras y, si es necesario, con la propia derecha. Sea por su carácter
personal, por la simbólica política, o por simple casualidad, lo cierto es que
su fuerza viene, antes que nada, de su capacidad mediadora, punto que la aleja
todavía más del clásico esquema populista de dominación.
La mediación bacheletista tiende a disminuir
tensiones lo que en un país políticamente traumatizado como Chile no deja de
ser importante. Bachelet sabe seguramente que una parte del trauma político se
expresa en que un gran sector de la ciudadanía no puede recordar el pasado y
otra, igual de grande, no puede olvidarlo. Bajo esas condiciones, Bachelet,
gracias a sus mediaciones, impone cierta tranquilidad, la necesaria al menos
para no poner en riesgo el principio de gobernabilidad.
Así, Bachelet se erigirá en nombre de grandes
cambios, en una figura política que no hará grandes cambios.
El "modelo neoliberal" (así llaman
los chilenos a la economía nacional) seguirá su curso, y el camino emprendido
por Piñera junto con el gobierno
peruano, el de virar hacia los mercados asiáticos, continuará durante su
mandato. Por cierto, habrá una reforma constitucional simbólica, como han sido
todas las reformas, e incluso las constituciones de la historia de Chile desde
1833. Una parte considerable del gasto público subvencionará a los más
empobrecidos. El movimiento estudiantil perderá su fuerza anti-derecha (es
decir, su fuerza) y no pocos líderes iniciarán una aburrida carrera como
regidores o como diputados. Incluso el movimiento mapuche, por lo menos su
fracción más radical, perderá su beligerancia cuando vea que sus líderes,
incluyendo los comunistas, gozarán de algunos puestos públicos. A cambio
recibirán no sé cuantos kilómetros de tierra árida.
Desde el punto de vista de la gobernabilidad
y de la paz social lo mejor que puede suceder en Chile es un gobierno Bachelet.
Esa es la razón por la cual cada vez que alguien me pregunta sobre la situación
de mi país, yo solo atino a responder: "Está bien".
Por supuesto, sé que Santiago no es
respirable. Sé que las clases medias son las más consumistas del continente. Sé
que las demostraciones públicas, aunque sea por los motivos más
insignificantes, son violentísimas (en Chile impera una violencia contenida
sobre la cual hay mucho que pensar). Sé que a pesar de que hay menos pobres, la
desigualdad social seguirá siendo enorme. Sé también, desde el punto de vista
geológico, que Chile está situado en una zona inhabitable del planeta. Pero a
pesar de todo, insisto en responder: "Chile está bien".
Cada juicio -así me lo dijo Kant- es
comparativo. Por eso cuando afirmo, "Chile está bien", no lo digo
mirando a Chile sino a otros países del continente. Al menos los chilenos,
políticamente hablando, ya no se sienten tan "huachos": ¡Habemus
Mamam!
Sobre el tema ver en POLIS, Fernando Mires: "Personalismo y Política"
Sobre el tema ver en POLIS, Fernando Mires: "Personalismo y Política"