Fernando Mires - HANNAH ARENDT: LA PELÍCULA



Cuando entré al cine a ver Hannah Arendt, la película dirigida por Margarethe von Trotta, lo hice lleno de pre-juicios. Cuando salí del cine, en cambio, lo hice lleno de juicios. También he de decir que uno u otro pre-juicio, al ser convertido en juicio fue confirmado. Suele suceder.
¿Cuáles eran mis principales pre-juicios?
El primero, la fisonomía de Barbara Sukowa. Porque si hay una mujer en el mundo radicalmente diferente a Hannah Arendt, ella es Barbara Sukowa.
El segundo: el problema de filmar una filosofía pues un filósofo, en este caso, una filósofa, es su filosofía
El tercer pre-juicio viene del hecho de que el filme estaba concentrado en un solo episodio de los múltiples que vivió H. Arendt -el reportaje al juicio de Eichmann en Jerusalem- razón por la cual temía una parcialización extrema de la obra de la filósofa.
El cuarto no sólo era un pre-juicio; era un miedo: miedo a la utilización espectacularista de la relación de amor que mantuvieron Hannah Arendt y Martin Heidegger.
El quinto y último, el único pre-juicio que lamentablemente se cumplió, era que el filme -al fin y al cabo un producto para el consumo masivo- debía pasar por una cierta despolitización de la siempre muy política Hannah Arendt.
Con respecto al tema de la fisonomía de Barbara Sukowa mi pre-juicio resultó totalmente infundado. 
La Sukowa pertenece a esa especie de actrices que no sólo interpretan un personaje, además, se mimetizan con él hasta el punto de que la diferencia fisonómica desaparece para dar nacimiento a una identificación donde lo que menos importa es el rostro. Raro arte es el de la Sukowa, arte ya practicado cuando jugó el papel de la cruel terrorista Gudrung Esslin en bleierne Zeit, o en Rosa Luxemburg revivida en la cárcel frente a la flor que nacía entre las rejas, o en el de la santa Hildegard Von Bingen, cultivando plantas milagrosas. En el filme Hannah Arendt la Sukowa compensa su no similitud fisonómica con gestos, miradas, risas, y hasta con los modos de fumar de Arendt. Podríamos decir incluso que B. Sukowa no sólo interpretó a H. Arendt. Annah Arendt actuó en ella. Asombroso mérito que en parte también es de Margarethe von Trotta
Von Trotta es una directora que estudia hasta el último detalle de los tiempos en los cuales se desplazan sus personajes y evidentemente logra transmitir el espíritu de esos respectivos tiempos a sus actores
¿Quién iba a pensar por ejemplo que Axel Milberg -a quien en Alemania estamos acostumbrados a ver como inspector Borowski en una serie policial- podía ser un gran actor en el papel de Heinrich Blücher, marido de Hannah Arendt? Quizás cuantos talentosos actores como Milber -piensa uno- ganan el sustento en mediocres series televisivas solo porque nunca han tenido la suerte de haber sido descubiertos por algún cineasta genial como Margarethe von Trotta.
Mi segundo pre-juicio, el de la imposibilidad de filmar una filosofía, no se vio totalmente confirmado. Por cierto, una filosofía no se puede filmar. Pero así como ha habido excelentes filmes sobre la vida de Mozart, Beethoven y Schubert, filmes en los cuales asoman fragmentos musicales, en la vida de una filósofa el pensamiento puede darse a conocer en frases certeras dichas en el lugar y en el momento apropiado. Eso significa: si la filosofía no es filmable, el espíritu de la filosofía puede ser representado de modo fílmico. Eso precisa por cierto de un cineasta cuyas condiciones intelectuales sobrepasen la pura técnica, alguien en condiciones de entender no sólo el contenido, además el sentido de una filosofía del mismo modo, por ejemplo, como el gran Luchino Visconti entendía y sentía el espíritu de la música de Wagner en su legendario Ludwig ll.
Pero Margarethe von Trotta no sólo estudió a Arendt. Además, se convirtió -por lo menos durante el tiempo que duró la filmación- en una profunda pensadora "arendtiana". Constatación relacionada con la demolición de mi tercer prejuicio: haber centrado en un solo episodio -el juicio a Eichmann- la vida de Hannah Arendt.
No fue cualquier episodio. Fue uno en el cual Arendt se vio enfrentada al dilema de ser fiel a una identidad colectiva (judía) o serlo frente a su identidad intelectual, consagrada a encontrar y revelar la verdad al precio que fuera.
La búsqueda de la verdad no es sólo un imperativo moral en la vida intelectual. Es una razón de ser. Y sólo por eso es moral. Porque la moral del intelectual no viene de libros morales, viene de la decisión de decir la verdad. Todo lo demás es traición profesional.
Sin verdad no hay realidad y sin realidad no somos; eso fue lo que aprendió Hannah Arendt de Martin Heidigger, más allá de que el mismo Heidegger no haya sido fiel a la revelación de su grandiosa filosofía. Arendt, en cambio, sí lo fue. Lo fue frente a la filosofía de Heidegger más que Heidegger y lo fue frente a Heidegger más que Heidegger. De ahí viene su insistencia sobre el concepto de Treue (fidelidad) el que significa ser fiel a lo que uno piensa, fiel a lo que uno cree y fiel a lo que uno ama. Hannah Arendt lo fue, y en los tres sentidos.
El caso Eichmann, percibió Margarethe von Trotta, fue en la vida de H. Arendt un punto de condensación de su biografía y por lo tanto hizo bien en aplicarlo como objeto central de la filmación. Más consecuente hubiera sido, por cierto, que hubiera titulado su filme Hannah Arendt en Jerusalem, o La Banalidad del Mal, o simplemente, siguiendo la línea kafkiana, muy conocida por Arendt, El proceso de Eichmann.
Como sea, en el proceso de Eichmann, Arendt se encontró consigo en y frente a los demás. Fue ese, también, el momento de un encuentro entre el saber, el pensar y el ser.
"Yo quiero entender", dice Arendt (título de uno de sus libros) a sabiendas que el ser viene del saber y el saber del entender.
Eichmann en cambio, no podía ser porque no podía pensar y no pensar es no estar consigo, en ese yo frente al socrático que lleva a juzgar y luego al actuar. Eso no fue captado por los intelectuales amigos judíos de Hannah Arendt quienes eran más fieles a la razón de un Estado que a la razón de ser en uno mismo.
Ni el moralista Hans Jonas, ni el nacionalista Gershom Scholem, ni el más querido amigo de Hannah, su mentor en Israel, Kurt Blumenfeld, pudieron ni quisieron entenderla.
Entre la soledad de ser en su verdad y la compañía del no- ser- en- sí, Hannah Arendt eligió la primera alternativa. En ese momento descubrió ella que el absoluto extremo del mal no viene de un pensamiento malvado sino de la incapacidad de pensar. Y pensar era para Arendt diferenciar: entre lo bello y lo feo, entre lo justo y lo injusto, entre lo bueno y lo malo.
Pensar es comparecer en ese tribunal de la conciencia en el cual somos jueces y acusados. Eso significa en el caso Eichmann que él no era el culpable total, sino un culpable banal, no un demonio pero sí un pobre diablo que al igual que tantos se concebía -y lo era- como una simple pieza en una maquinaria que posee infinitas piezas. Luego, el mal extremo también puede ser banal. Ahí, en su banalidad, reside la radical, la absoluta monstruosidad del mal.
Porque la banalidad de negarse a pensar -según Arendt- es negarse a ser, y negarse a ser es negar la verdad del ser. Y la absoluta negación de la verdad del ser es la muerte. Por eso Eichmann era un portador de la muerte: La llevaba en su propia alma. O lo que es lo mismo: Eichmann no podía decir la verdad porque antes de morir ya estaba muerto.
Hay verdades de opinión y verdades de hecho, fue la premisa que descubrió Hannah Arendt enfrentada al dilema de dar a conocer las implicaciones (justificadas o no) que tuvo el Consejo Judío de Alemania con respecto al desarrollo de acontecimientos que nadie en esos momentos podía predecir. Esa ultima, la verdad de hecho, es la que no podemos desconocer jamás, insistía Arendt. El hecho es un hecho y desconocer el hecho (Tatsache) es desconocer la realidad. Y sin la realidad no pensamos; luego no somos. ¿Cómo hacer entender a esa gente -es lo que atormentaba a Arendt- que reconocer la verdad de los hechos no lleva a desconocer la realidad del sufrimiento de un pueblo sino a entenderla mejor?
Quizás hay que ejemplificar: Si alguien dice: "El socialismo es el mar de la felicidad" esa es una verdad de opinión. Si alguien, en cambio, dice: "Durante el socialismo fueron asesinadas millones de personas", esa es una verdad de hecho. Ahora, una de las características del totalitarismo, nazi o comunista, en ese caso da igual -precisaba Hannah Arendt- es que pretende sustituir la verdad de los hechos por la verdad de opinión, dando carácter de hecho a las opiniones. Y bien: Eso es precisamente lo que temía Hannah Arendt que ocurriera en Israel: Que el proceso a Eichmann sólo fuera un show destinado a sustituir la verdad de los hechos por la verdad de las opiniones de acuerdo a decisiones de un gobierno.
Lo que quería decir Hannah Arendt es que la maldad radical y extrema no es la de individuos anormales o monstruos sino que está anidada como posibilidad en la propia condición humana (The Human Condition) es decir, en cualquiera de nosotros que haya olvidado esa facultad que Dios nos dió: la de pensar para ser.
Olvidar la verdad de ser, que es la del pensar, nos puede llevar otra vez al abismo (idea de Heidegger emitida después del fin del periodo nazi en sus -por sus críticos- inadvertido libro Die Kehre). Por esa razón Hannah fue acusada y denigrada por la gente que más quería; entre ellos, algunos sobrevivientes del Holocausto quienes la acusaron de intentar a través de Eichmann, defender a Heidegger. Y aquí llegamos a mi penúltimo pre-juicio, a saber: el peligro de otorgar un mal tratamiento cinematográfico a una relación de amor.
Margarethe von Trotta sorteó muy bien esa dificultad. La presencia de Heidegger en el filme fue efímera pero decisiva. Y lo fue desde el momento en que, como profesor, apareció frente a Hannah en esos días en que el joven filósofo redactaba su obra magna, Sein und Zeit. Heidegger, para decirlo como Heidegger, fue para ella una revelación, una representación en cuerpo humano del ser y del saber. 
El amor de, y a Heidegger, acompañó a Hannah el resto de su vida. Nunca lo ocultó. El retrato de Heidegger permanecía en su escritorio al lado del de Blücher, y es bueno que von Trotta así lo haya mostrado.
Gracias a Heidegger, Hannah descubrió al amor. Y como la niña genial que era, no tardó en convertir al amor en objeto de estudio. Su tesis doctoral sobre el Concepto del Amor en San Agustín solo sería el comienzo de una constante preocupación. 
El amor -aprendió Arendt siguiendo a Agustín- yace en la memoria, es decir, en los recuerdos. No se puede pensar y olvidar. La fidelidad (die Treue) pertenece entonces al espacio del no-olvido. Gracias al no-olvido del amor es posible amar a los demás, fue también la conclusión de su personaje literario y real: Rahel Varnhagen. Luego, dedujo Arendt, el amor será siempre inter-personal. Y eso quiere decir: amor es amor al ser, no a una cosa, no a un pueblo, no a un Estado.Y al amor, en tanto algo no olvidado, ha de pertenecer el perdón. Amar es perdonar sin olvidar al otro, principio judío que ella siguió buscando en textos teológicos cristianos como los de John Dun Scotto y Tomás de Aquino (Vom Leben des Geistes)
Todo esa larga y sinuosa trayectoria filosófica no la podía dar a conocer Margarethe von Trotta, pero sí la insinuó a través de acertadas imágenes. Por ejemplo, cuando Arendt, recostada y a oscuras, es decir, pensando, recuerda palabras de Heidegger que von Trotta extrajo del texto Was heisst Denken? (¿Qué significa pensar?) O haciendo decir a Hannah Arendt, cuando fue preguntada por su amor a Heidegger: "Hay cosas que son más fuertes que un solo ser humano". Arendt se refería, sin duda, al amor como encuentro del humano con el Ser, con ese Ser heideggeriano que no es el ser de cada cual sino uno que nos precede y continúa más allá de la vida. Es decir, al amor como un milagro, o como evento sin causas que se entremete en la existencia, llegando desde nadie sabe donde, a situarse en el mundo del "estar" (Dasein)
Un milagro, según Hannah Arendt, es el resultado de la indeterminación de cada acontecimiento. Lo dijo distanciándose de ese determinismo marxista que predominaba en casi toda la intelectualidad de su tiempo. Pues bien, ese, quizás el punto más decisivo de toda la filosofía arendtiana, nunca fue destacado por Margarethe von Trotta en su filme. Es el tema de mi último pre-juicio.
Hannah Arendt fue también un milagro. En esa época de post-guerra en la cual tantos intelectuales se dejaron seducir por los cantos de sirenas de la utopía comunista, Arendt permaneció fiel a su independencia intelectual, lo que en gran parte explica su actitud frente al caso Eichmann, hecho que no captó von Trotta.
En verdad, antes de que se produjera la ruptura con sus colegas judíos, Arendt ya había experimentado dos grandes rupturas. La primera ocurrió con muchos intelectuales y científicos alemanes y europeos, entre ellos el mismo Heidegger, quienes capitularon frente a Hitler. La segunda ocurrió frente a esos intelectuales que, al rechazar a un totalitarismo, terminaron adhiriendo a la ideología del otro totalitarismo: el marxista. Justamente en contra de esos intelectuales escribió Hannah Arendt su clásico libro sobre los Orígenes del Totalitarismo. Libro, hay que decirlo, que jamás podría haber sido publicado en la Alemania de post-guerra, del mismo modo como su libro sobre el juicio a Eichmann no podía ser publicado en Israel.
Para los intelectuales comunistas, Arendt, al introducir dentro de un mismo concepto (totalitarismo) al comunismo y al nazismo, había pasado a convertirse poco menos que en una agente del imperialismo. Los grandes pensadores marxistas no comunistas de su tiempo, incapaces de confrontarse con las posiciones de Arendt, decidieron, a su vez, ignorarla como si ella nunca hubiera existido. 
Hannah Arendt, efectivamente, no solo no fue marxista. Además, nunca fue "ista" de nada. Tampoco fue de izquierda o de derecha. Por cierto, estuvo en contra del macarthismo en USA, de las atrocidades de la guerra en Vietnam y de la política de Nixon. Pero también estuvo en la primera línea de combate cuando se trató de rechazar al comunismo, tanto en su forma militante, tanto en su forma ideológica de salón: ese marxismo apolítico al que rendían tributo Adorno, Horkheimer o Marcuse, mal ejemplo que siguió Jürgen Habermas quien en su larguísima lista de publicaciones "olvidó" referirse, aunque fuera una sola vez, a la dictadura que regía en la RDA, es decir, en su propia nación.
¿Por qué Margarethe Von Trotta también "olvidó"  referirse a esa dimensión central en la vida de Hannah Arendt, aunque sólo hubiera sido a través de dos pinceladas? ¿Fue acaso el propósito de construir una Hannah Arednt digerible para el gusto de una clientela cinematográfica predominantemente de "izquierda"? ¿O será porque ella misma, la von Trotta, pertenece o perteneció a la escena de una izquierda que aún prima en las academias, izquierda que nunca se atrevió a confrontarse con el socialismo real para no hacer el juego al capitalismo al que ella siempre ha pertenecido? ¿A esa izquierda bienpensante que todavía encuentra rasgos positivos en dictaduras y autocracias del "Tercer Mundo" (Cuba o Venezuela)? ¿A esa izquierda antipolítica, a veces post- marxista, a veces "habermasiana" y siempre tan, pero tan banal? La verdad, no lo sé. 
Esa es mi crítica a la excelente película Hannah Arendt, dirigida por Margarethe von Trotta.
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- "Tú, que siempre criticas a todo lo que se te ponga por delante" -me dijo quien me conoce más que a nadie- "jamás te he escuchado decir una sola crítica a Hannah Arendt ¿Es que no hay nada que criticarle?"
- "Sí" -respondí de modo espontáneo- "Tengo una crítica: fumaba demasiado"
- "Pero esa no es una crítica filosófica ni política".
- "En parte lo es. Si hubiera fumado menos, podría haber vivido unos 10 años más y con ello terminado los libros que dejó pendientes. Hay personas que después de lo que han dicho o escrito ya no se pertenecen a sí mismas" -"Mas"- agregué- "No estoy muy seguro: el pensamiento ha de ser siempre inconcluso".
El pensamiento es, como decía Hannah Arendt, "una herencia sin testamento".

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