Fernando Mires - POLÍTICA COMO RELIGIÓN (2009)


Resumen

Desde una confrontación teórica con diversos autores –Hannah Arendt, Walter Benjamin, Carl Schmitt, Claude Lefort– se tematiza la relación entre creencia religiosa y pensar político. Particularmente en los totalitarismos modernos, y mediante la extrema ideologización de la política, se ha construido una religión de Estado. Una des-ideologización de la práctica política sería la única alternativa para evitar que siga siendo «usada» como religión. Esto supone aceptar que «lo religioso» sigue actuando en «lo político», mas no como un mal inevitable, sino como una fuente de inspiración moral y espiritual. Sin un complemento religioso la política termina siendo una práctica instrumental orientada a la simple gobernabilidad, escapando a su verdadero sentido: reconocer las diferencias que nos separan y dirimirlas de un modo dialógico y no violento.

Palabras clave: Política / Religión / Ideologización

Abstract

From a theoretical confrontation with several authors –Hannah Arendt, Walter Benjamin, Carl Schmitt, Claude LeFort– the article approaches the relationship between religious belief and political thinking. Particularly in modern totalitarianisms and through the extreme ideologization of politics, a «State religion» has been established. A de-ideologización of the political practice would be the only alternative to politics being «used» as religion. This means accepting that «the religious» always plays a part in «the political», not as an inevitable evil however, but as a source of moral and spiritual inspiration. Without a religious supplement, politics ends up being an instrumental practice oriented to simple governance, evading its true meaning: recognition of the differences that separate us and settling them in a dialogical and non-violent way.

Introducción

En el presente trabajo intentaré demostrar que hay una sobredeterminación imposible de eliminar entre la política y lo no político en su forma religiosa, constatación que lleva a deducir que una política pura existe solamente en los textos de politología. En el vínculo que se da entre el espacio religioso y el político esa relación es persistente. Eso significa que la secularización que caracteriza al orden político occidental ha tenido lugar en el plano institucional, pero no en el comportamiento ciudadano, algo por lo demás muy lógico: el ser humano no es una institución.

La relación entre religión y política ha llevado a que muchas veces la política sea practicada como si fuese una verdadera religión. Sin embargo, no se trata de una simple sustitución, sino de un hecho que proviene, por un lado, de la génesis religiosa de la política, y por otro, de la coexistencia de la política con la religión en un mismo espacio nacional.

Creo advertir, además, una razón adicional que explica la interrelación que se da entre política y religión, y esta es que tanto la una como la otra han debido enfrentar, en diversas ocasiones, a un enemigo común. Ese enemigo común es la ideología. Religión como ideología y política como ideología obligan muchas veces a que la religión y la política deban unirse para conservar sus respectivos espacios de realización. De ahí que diversas luchas políticas y religiosas (o político-religiosas) han coincidido con las luchas democráticas de nuestro tiempo. En ese objetivo común suelen confundirse la una en la otra en una relación que es muy difícil separar.

En fin, el mundo religioso no es una etapa «superada» en el desarrollo histórico de la humanidad. Por el contrario, persiste en anunciarse no sólo entre los creyentes, sino también –y puede decirse: sobre todo– en aquellos que quieren levantar políticas sobre la base de la negación de la religión, con el objetivo de reemplazarla por nuevos ídolos que lamentablemente no son sólo de barro.

1.
Es ya un lugar común afirmar que determinadas ideologías han sido practicadas como si fueran religiones, hecho tan evidente que apenas merecería ser discutido. Y si se tiene en cuenta el fervor con que en el pasado reciente se han seguido determinadas creencias ideológicas, la afirmación de que las ideologías pueden ser utilizadas como religiones parece incuestionable. Si uno observa, además, la fe y adoración con que las multitudes siguen a los llamados líderes populistas –no sólo en América Latina–, la afirmación se confirma con creces.

Sin embargo, suele suceder que cuando comenzamos a pensar con cierta profundidad, las afirmaciones más obvias dejan de ser tan obvias. Porque si nos detenemos a analizar la relación que se ha dado entre ideología y religión –vale decir, a analizar no sólo el hecho de que determinadas ideologías puedan ser utilizadas como religiones sino también a la inversa: que determinadas religiones pueden ser utilizadas como ideologías– llegaremos a preguntarnos si se trata de una simple casualidad o –lo que ya es un tema muy serio– si es que efectivamente hay una relación, si no de identidad, por lo menos de parentesco, entre una ideología y una religión.

Más de alguna complementariedad, semejanza, afinidad, relación, equivalencia o analogía tiene que existir entre una religión y una ideología para que una pueda, bajo determinadas condiciones, sustituir a la otra. Porque si el objeto sustituido no tiene nada que ver con el objeto sustituidor, toda sustitución resulta imposible. Es muy conocida en tal sentido la frase de Hannah Arendt al oponerse a quienes afirman que hay una relación de identidad entre ideología y religión: «el hecho de que yo pueda golpear un clavo con el taco de mi zapato» –dijo- «no significa que mi zapato es un martillo» (Arendt, 2000:326).

De acuerdo –es posible responder–, un zapato no es un martillo, pero puedo usar un zapato como martillo. Sin embargo, no puedo usar mi mano como martillo. Luego, hay una relación entre el zapato como martillo y el martillo, relación que no se puede adjudicar a mi mano. Para que se produzca una sustitución de un objeto por otro –es lo que quiero decir– tiene que haber una mínima equivalencia entre esos objetos. Eso ya lo descubrió Freud en su interpretación sobre los sueños al observar que los personajes de los mismos son siempre sustitutos (simbólicos), lo que también significa que, de todos los materiales que se ofrecen, el sueño «elige» aquellos que le parecen más convenientes para realizar el acto sustitutivo (Freud 1996:193).Y si hablamos en sentido lacaniano, tendríamos que convenir en que incluso las palabras que usamos son sustitutos de «otra realidad»: de una que escapa a todo lenguaje (Lacan, 1990). En todo caso, dentro del orden simbólico del discurso al que nos sometemos, un zapato equivale más a un martillo que una mano, y a quien piense lo contrario sólo le pido que trate de martillar un clavo con su puño.

Por supuesto, la argumentación de Hannah Arendt es mucho más sutil y compleja que la de la simple analogía entre el zapato y el martillo, y vale la pena recurrir a ella para comenzar a tematizar la relación entre una ideología política y una religión.

2.
Hannah Arendt, con ese profundo respeto a las religiones que la caracterizaba, siempre se negó a establecer una relación de identidad entre las prácticas religiosas y las ideológicas. Según Arendt hay tres razones que explican esa carencia de identidad. La primera es que las ideologías no disponen de la racionalidad que es propia a las religiones (Arendt 2000:305). La segunda es que las ideologías, al haber surgido durante y después del proceso secularizador europeo, eliminaron «el miedo al infierno» (ibíd., p. 320). La tercera es que las ideologías carecen de la espiritualidad de las religiones (ibíd., p. 324). Está de más decir que las tres razones se encuentran internamente unidas. Veamos:

De acuerdo con Arendt, el creyente moderno vive en ese espacio que se da entre su creencia y la duda y luego porta racionalidad, pues no hay racionalidad sin duda. En ese punto Arendt no está sola. Incluso un teólogo tan tradicionalista como Joseph Ratzinger sostiene la tesis de que una de las condiciones de la creencia es la duda, pues creer es preguntar por Dios, y quien pregunta, duda (Ratzinger, 1977:17). Dicha afirmación la deduce Arendt no sólo de su trasfondo judío, sino, sobre todo, de su innegable afinidad con el cristianismo.

Recordemos que Pedro negó tres veces a Cristo, esto es, dudó de Cristo, y gracias a esa duda, llegó a Cristo. La duda surge por lo tanto del «no saber», y el «no saber» es parte de la condición humana. Así lo dijo Tomás de Aquino: «El modo del conocimiento se deduce de la naturaleza conociente. El alma en su ser corporal no puede naturalmente conocer la esencia divina que se encuentra por sobre las cosas materiales» (Suma teológica, L, fr. 12, vol.11).

Hubo de pasar mucho tiempo para que Schrödinger, gracias a una gata y a una caja de cartón, llegara a la misma conclusión que el santo Tomás: toda observación depende de la cualidad del observador.

La duda es, efectivamente, condición de la creencia. Sólo accedemos a una creencia a partir de la duda. No ocurre lo mismo, piensa Arendt, desde la perspectiva ideológica, y mucho menos desde la perspectiva ideológica marxista, cuya creencia apocalíptica –a saber, la del advenimiento del comunismo sobre la base de las ruinas del capitalismo– era una certeza que no admitía ninguna duda, sí bien no para Marx, por lo menos para los marxistas.

Rosa Luxemburg –entre otros marxistas–, quien anticipaba la idea de que el capitalismo podría desembocar, no en el comunismo, sino en el retorno a la barbarie, nunca imaginó que esa barbarie podía ser el propio socialismo, como ocurrió en la Unión Soviética y sus satélites. No obstante, el acceso a la barbarie ya estaba anticipado en la creencia marxista, o por lo menos a la noción de barbarie original, que es la griega y que es, a la vez, la misma que la de Arendt, a saber: la de la existencia de un mundo sin política. Y un mundo sin política puede ser cultural, económico, militar. También puede ser religioso; y lo fue en los albores de la era moderna.

Política y religión no sólo pueden coexistir, y coexisten perfectamente (aun antes de la llamada secularización). Además, como intentó demostrar Jaques Maritain en su libro clásico Humanismo integral, se necesitan mutuamente. No así en la relación entre ideología y religión. Entre ambas no puede existir ninguna «división del trabajo» como la que existe entre política y religión. O dicho de otro modo: ambas, ideología y religión, se excluyen entre sí. En cierta medida, ideología y religión rivalizan en la lucha por ocupar el mismo espacio. Punto en donde será menester preguntar a Hannah Arendt: ¿y no significa esa rivalidad, esa lucha por ocupar el mismo espacio, una relación de identidad, o por lo menos de equivalencia? Cierto, se trataría de una identidad negativa, pero ya sabemos desde Heráclito que negación y afirmación son instancias constitutivas de una misma identidad. Ya volveré a ese tema.

3.
El segundo punto, que es la abolición de la creencia en el infierno, ocupa en el pensamiento de Hannah Arendt un lugar central.

Poco tiempo después de Arendt, Jaques Maritain (1999:301) afirmó que la negación del Diablo es la condición necesaria para llegar a Dios Y, efectivamente, sin la noción del mal no puede surgir la noción del bien, del mismo modo que no puede haber afirmación si no hay una previa negación. El simple ateísmo, en ese sentido, se contenta con intentar demostrar que Dios no existe. El ateísmo político ideológico, en cambio, al intentar liberar al ser humano del demonio, ha negado no sólo a Dios sino a su Ley y, por consiguiente, al castigo, o formulado así: la idea que sostiene que en esta vida no hay justicia –y basta leer cualquier libro de historia para constatarlo– tiene su contraparte en la idea de que después de la vida hay una justicia que no sólo es justa, sino que además es eterna. Eso significa que aquella afirmación del Ivan Karamazov de Dostoievski: «Si Dios no existe todo está permitido» no es tan terminante como parece. Menos lo es si se piensa que ha habido muchos ateos profundamente morales. Decir, en cambio: «Si el demonio no existe todo está permitido» resulta una sentencia más inapelable. La razón es que sin el demonio no sólo desaparece la noción del mal y la de su antípoda, el bien, sino que además desaparece la propia noción de justicia, tanto divina como terrenal.

Por lo demás, la eficacia de la frase «sin el demonio todo está permitido» ha sido demostrada a lo largo de la historia moderna de modo persistente, razón por la cual uno se ve obligado a pensar que los humanos cuando son buenos lo son más por miedo que por amor. Fue la misma constatación que llevó a escribir a Hannah Arendt: «Yo estoy segura de que toda la catástrofe totalitaria no habría sobrevenido si la gente hubiera creído más en Dios, o por lo menos en el infierno» (1998:85). No hay, efectivamente, maldad más malvada que aquella que se sitúa más allá del bien y del mal.

No obstante, la liberación del humano respecto al infierno no sólo lleva a negar la justicia. Lo más grave es que lleva a negar la propia política, concebida esta como el lugar de ajuste de diversas interpretaciones colectivas. A diferencia de las revoluciones sociales, que al suspender el primado de la ley civil «ajustician» (real o simbólicamente) a sus enemigos, la política incita a «ajustar» la realidad con la idea prevaleciente de justicia terrenal.

La justicia terrenal no es política pero no puede prescindir de la política, que para ajustar sus piezas siempre desajustadas necesita de una noción de justicia que no sólo viene de la ley, sino de aquella idea de justicia que está antes de la ley y sin la cual nunca habría podido aparecer la ley. Ese desajuste que proviene, no de la falta de ley, sino de una distinta interpretación de la ley, es la que origina el acto político. O como afirma Jaques Ranciere (1995:142), la política surge de dos cálculos distintos, ya que lo que para unos es justo, para otros no lo es, lo que significa que en el centro de la acción política está la discusión que aparece como consecuencia de un malentendido, malentendido que es la necesaria condición de la vida política.

No en el consenso, en el disenso es donde yace la verdad de la razón política, tesis central de Carl Schmitt actualizada por Chantal Mouffe (2005). Y de verdad, si todos entendiéramos las normas, las reglas y las leyes del mismo modo, no habría antagonismos, y sin antagonismos –en eso están de acuerdo casi todos los filósofos de la política– no hay política. Por supuesto, aquello que es justo políticamente no es lo mismo que lo que es justo religiosamente. Pero sin esta última idea de justicia, la religiosa, que viene del conocimiento del mal (del infierno), la primera nunca habría sido posible, o como ha dicho E.W. Böckenförde: «el Estado secular se sirve de presupuestos que él mismo no puede garantizar» (1991:112). Afirmación que no lleva a concluir que la ley civil sea una superestructura de la ley religiosa, mucho menos su simple «determinante externo». Se trata más bien, como trataré de probar, de otra dimensión de la política.

4.
La tercera razón que lleva a Hannah Arendt a negar cualquier relación de identidad entre las religiones y las ideologías políticas es la carencia de espiritualidad que caracteriza a estas últimas.

La espiritualidad, hay que agregar, no significa para Arendt la simple creencia en un ser superior, ni siquiera la que imagina la existencia de un «más allá». La espiritualidad, o en los términos de Arendt (1997), el «vivir con el espíritu», es mucho más que un acto místico, y deriva de aquella permanente comunicación entre aquellos «dos seres en uno» que potencialmente somos todos. Ese diálogo no siempre armonioso del «dos en uno» al que se refiere Arendt es lo que llamamos pensamiento. Y si el pensamiento no es «en sí» el espíritu, sin pensamiento no hay espíritu, porque si el espíritu es la verdad, el pensamiento es el único medio para acceder al espíritu. Eso significa que no es necesario seguir la letra de una religión para acceder a la condición espiritual –basta sólo pensar profundamente–, aunque se puede convenir en que el seguimiento de una religión puede, bajo ciertas condiciones, facilitar ese acceso.

Ahora, en las ideologías, sobre todo en las ideologías políticas, ese dualismo inherente a la humana condición, el dualismo entre «el yo y el mí», está destinado a desaparecer. La razón reside en el hecho de que las ideologías son superposiciones que se entienden a partir de su propia lógica interna, de tal modo que cuando uno piensa ideológicamente, es más bien pensado por una ideología. O digámoslo así: en la ideología desaparecen las contradicciones y sin contradicciones es imposible pensar.

En cierto modo –esto no lo dice Arendt– las ideologías son programas de pensamiento que usamos, valga la tautología, de acuerdo al programa ideológico que utilizamos. El pensamiento en cambio, no es un programa. Es, si se quiere, un medio de programación, y eso es algo muy diferente. Por cierto, podría argüirse desde un punto de vista ateo, e incluso desde una perspectiva creyente no esencialmente religiosa, que las religiones también son programas y que, como ocurre con las ideologías, están hechas para seguirlas y creer en ellas. Ese es el argumento, quizás el principal, de aquellos que sostienen que las religiones son ideologías y las ideologías religiones.

La diferencia entre ideología y religión no reside, sin embargo, en que ambas supongan la existencia de creencias, sino en «aquello» en lo que se cree. Porque distinto es creer en un dios que en Dios. Distinto es creer en Dios que en un becerro de oro, o en un Ferrari, o en Michael Jackson. Distinto es creer en un «más allá» infinito e inescrutable, que en un «más acá» visible y palpable.

Ahora –y aquí llegamos a la diferencia central entre el pensamiento religioso y el pensamiento ideológico–, mientras la creencia ideológica supone un encuentro con una determinada verdad, la creencia religiosa supone, además, la búsqueda de esa verdad. O lo que es parecido: mientras seguir una religión supone creer en una verdad que no está absolutamente dada (Dios no nos es inteligible) –pero admitiendo que esa verdad ya se encuentra presente en su búsqueda–, en la creencia ideológica la verdad está dada, o supuestamente comprobada, y no debe ser, por lo mismo, buscada. En fin, mientras el más allá de la religión es teológico, el más allá de una ideología es teleológico.

La diferencia central entre teología y teleología es sobradamente conocida: toda teología es teleológica, pero ninguna teleología es teológica, lo que en términos más simples significa que mientras para el ser teológico el más allá es inalcanzable en esta vida, para el ser teleológico es alcanzable, si no a lo largo de nuestra vida, por lo menos en la de las generaciones que vendrán. De ahí que quienes deciden cambiar una religión por una ideología política imaginan, la mayoría de las veces, que han hecho un gran negocio. Han cambiado un cielo celestial por uno terrenal que, por muy utópico que aparezca (las utopías son siempre ideológicas), aparecerá un día, sobre todo si está «científicamente» asegurado, sobre la faz de la tierra. Pero cuando se descubre que ese cielo terrenal no es otra cosa que la restauración del infierno –ese mismo infierno negado por la ideología– es ya demasiado tarde. Auschwitz y el Gulag son, entre otras, realizaciones del infierno sobre la tierra, y en nombre de un futuro que jamás será alcanzado.

Hasta aquí creo haber mostrado, siguiendo la pista arendtiana, que entre una religión y una ideología política no hay ni puede haber ninguna relación de identidad. La condición para que exista identidad es que la religión se convierta en una ideología. Pero en ese caso la religión ha dejado de ser una religión y con eso se terminaría el problema.

5.
No sólo de la religión, no sólo de la política, también del arte y de las ciencias es la ideología un enemigo mortal. De ahí que me atrevo a proponer la tesis que dice que para pensar es necesario des-ideologizar. Me explico: las ideologías, al ser sistemas de pensamientos formados por conceptos petrificados, se oponen al desarrollo libre del pensamiento que lleva al conocimiento parcial del espíritu. Pero, a la vez, no se puede pensar sin oposición a algo. Todo pensamiento es, en ese sentido, crítico. Luego, decir pensamiento crítico es casi redundancia.

Para pensar es necesario criticar aquello que se opone al curso del pensamiento. Y si aquello que más se opone a la crítica es la ideología, significa, sin más ni menos, que las ideologías son necesarias para pensar, o lo que es igual: si pensar es des-ideologizar, para pensar necesito una ideología que se anteponga al pensamiento. De la misma manera que vivir es luchar en contra de lo que niega la vida, pensar es pensar en contra de lo que niega el pensar. Pensar es pensar «–en contra– de». Incluso, pensar en alguien amado es pensar en contra del olvido. La necesidad de la ideología deviene entonces de su lugar negativo, que es el que impide pensar.

«Pensar es peligroso» afirmaba continuamente Arendt, siguiendo a Kant. Y la razón es simple: pensar significa desactivar conceptos en los cuales nos afirmamos para llevar una vida relativamente normal. Pero si desactivamos muchos conceptos de una sola vez, podemos caer al vacío. O si dudamos hasta tal punto de los símbolos de la realidad que nos rodea, podemos llegar al más atroz nihilismo (caso Nietzsche) o a la desesperación (caso Kierkegard). De ahí que la mayoría de los filósofos, Kant y Descartes sobre todo, han aconsejado pensar con método, que es lo mismo que decir, con cierto cuidado. O como afirma el conocido dicho: «No hay que votar en la basura los zapatos viejos sin haber comprado antes unos nuevos».

En cierto modo las ideologías son patologías colectivas, del mismo modo que las patologías pueden ser entendidas como ideologías personales. Y en muchos casos la patología, o la alteración psíquica, cuando está fijada a un objeto determinado, protege al paciente de otra patología más grave que es la que no encuentra (todavía) su objeto, del mismo modo que un exceso de amor (o de odio) que no encuentra objeto amado (u odiado) puede ser devuelto a la fuente (narcisista) de origen, lugar donde se estanca, seca y muere. Siguiendo la misma idea, ahora dicha en clave lacaniana: la locura total es el producto del «goce» que no encuentra fijación en ningún objeto de los tantos que conforman el orden simbólico del discurso, orden que es, entre otras cosas, la vida cotidiana: el pan de cada día.

Pensar es peligroso, decía Arendt, porque pensar es «saltar», saltar de una idea a otra, de un concepto a otro, y ese «salto» que es el pensar, ese «salto que lleva al pensamiento sin un puente», esto es, sin la continuidad de una progresión, y «hacia otra región y hacia un modo nuevo del decir» (Heidegger 1971:95), ese salto sólo tiene debajo de sí el abismo insondable de lo Otro, de lo verdadero, de lo que Lacan llama «lo real», que es la realidad a escala sobre-humana, existencia que nadie está preparado para conocer sin correr el riesgo de caer en la santidad o en la locura. O a menos que para pagar la entrada al espacio de las dimensiones sobrenaturales del ser aceptemos nuestra prematura muerte, ya sea la muerte en vida, ya sea la muerte de la vida.

Tanto la religión como la política, y lo mismo sucede con cada uno de nosotros, tienen que soportar, queramos o no, cierto grado de ideologización. Dicha ideologización se expresa en cada individuo en el obsesivo apego a normas y «valores». En la vida política se expresa en la burocratización. Y en la vida religiosa en su ritualización. El problema aparece cuando en cada individuo sus normas son tan excesivas que impiden pensar. En ese caso hablamos de personas neuróticas. En la política, el exceso de burocratización lleva a una política sin conflictos, a una búsqueda fanática del consenso, y a su extrema institucionalización, es decir, al fin de la política. En la vida religiosa un exceso de ritualización lleva a la autonomía de los rituales hasta el punto que ellos pueden llegar a alcanzar una primacía absoluta sobre las creencias, o lo que es parecido: que quienes siguen una religión terminen creyendo más en los ritos y rituales que en el propio Dios. Suele suceder.

Los tres excesos (normatividad, burocratismo y ritualismo) llevan a una crisis de las personas, de la política y de la religión. De tal modo que así como sucede con cada uno de nosotros, la política y la religión deben ser cada cierto tiempo renovadas, lo que se traduce muchas veces en rupturas y quiebres a veces dolorosos, como son las separaciones en la vida individual, las revoluciones en la política, y los cismas en las religiones. Mas, sin ese «comenzar de nuevo» que cada uno ha experimentado individual y/ o colectivamente más de una vez es imposible mantener la continuidad con el pasado.

La vida está hecha de nuevos comienzos y por lo mismo, de nuevos finales. Razón por la cual Peter Sloterdijk (2009) piensa que cada adhesión a un nuevo orden de pensamiento implica realizar una «conversión», de modo que cada «conversión» es una verdadera acrobacia del espíritu, similar a la que realizan los atletas en los torneos deportivos.

6.
Quizás la acrobacia más dramática de todas ocurrió hace aproximadamente dos mil cuarenta y tres años, cuando Jesús el Cristo fue crucificado.

En los días en que Jesús comenzó su intensa prédica, el pueblo judío vivía una más que profunda crisis. Se trataba de una crisis religiosa que se expresaba políticamente (sobre todo en las relaciones con el Imperio) y de una crisis política que se expresaba religiosamente con la aparición de diversas fracciones, entre las cuales las más conocidas son las de los saduceos, los fariseos, los zelotas, los esenios, así como diversas partículas sueltas; y una de ellas era ese reducido grupo de desarrapados con influencias platónicas (socráticas) que seguían a Jesús.

En medio de ese caos, los fariseos decidieron realizar una lucha heroica por conservar la unidad del pueblo y la integridad de la religión y restaurar así el orden simbólico del ya disgregado discurso colectivo. ¿Y qué más simbólico y discursivo que unas escrituras sagradas? De este modo los fariseos fueron el partido de la ley escrita y del ritual consagrado. Admirable y digno proyecto al cual, pienso yo, el no menos admirable pueblo judío le debe la vida. El problema es que la fracción farisea, al representar la tradición escrita, estaba a punto de reemplazar la relación espiritual con Dios por el culto a la Ley, algo que jamás habría querido Moisés ni quienes lo siguieron.

La verdad es que los fariseos no tenían demasiadas alternativas. Si desaparecía el culto al libro, desaparecía el lazo común que unía al pueblo: el legado mosaico. En ese caso, el lugar de la Ley escrita, o habría sido ocupado por organizaciones militares rebeldes (la violencia de los zelotas), o por la simple economía (los comerciantes del templo). De más está decir que hoy ocurre lo mismo cuando en un país desaparece la política: o su espacio es ocupado por militares, como sigue ocurriendo en América Latina, o por simples empresarios, lo que también es muy frecuente.

Teniendo en cuenta que la unidad espiritual con Dios ya era difícil de restaurar, los fariseos intentaron, en medio del desastre que vivían, salvar al menos dos fundamentos de esa unidad: la noción de la Ley y la letra de su Biblia. Así surgió lo que Agnes Heller llama el «judaísmo rabínico normativizado» (2007:92). Y justo en ese momento tan crítico y delicado apareció el joven rabino carismático llamado Jesús, predicando sin ningún libro, no escribiendo nada de lo que decía, no citando a ningún profeta, conversando con cualquier samaritano (extranjero) que se atravesara en su camino, y lo que era peor: anunciando que por sobre la Ley existía el Amor. Ese hombre que amaba a su madre y a su padre y que sin embargo se atrevía a decir que «quien ama a su padre o a su madre más que a mí (Dios) no es digno de mí, y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mateos 10:37). Ese hombre no podía ser sino un verdadero escándalo ante los ojos de los fariseos, quienes sabían, por experiencia propia, que la vida de cada pueblo reposa sobre la de cada familia. En fin, a través de Jesús, primero, y del cristianismo paulino, después, tenía lugar una intensa lucha entre la tradición y la innovación. Pido al lector retener esta última frase. Su importancia no sólo es teológica, es esencialmente política. No es que Jesús haya sido político («Mi reino no es de este mundo», Juan 18:36). Al contrario, fue el menos político de todos los profetas judíos. Pero su importancia política fue enorme. Todavía lo es: ¿quién lo puede negar?

Jesús fue visto por los fariseos, y con muchísima razón, como una a-gresión a los rituales y a la Ley en nombre de la creencia, a-gresión que se manifestaba como una dis-gresión («el hombre no se hizo para el Sabatt sino el Sabatt para el hombre», Marcos 2:27), como una re-gresión (retorno a los orígenes espirituales de la religión), y como una pro-gresión (apertura de la religión de un pueblo hacia el mundo).

Desde Jesús –quien nos pide no hacer de este mundo el centro de la vida– los cristianos han vivido en ese intermedio que se da entre la tradición y la innovación. En medida menor, los judíos también. Y ese Occidente, cuyo edificio reposa sobre fundamentos judíos y cristianos, ese Occidente del cual Latinoamérica es su extremo occidente, ese Occidente que ha vivido la política temblando sobre ese puente quebrado que marca la distancia entre la tradición y la innovación (o lo que es muy parecido: entre la ley y el mesianismo), ese Occidente que una vez fue más teológico que político y hoy es más político que teológico, ese Occidente es nuestro lugar de origen. De ahí venimos: eso somos.

7.
Esa hipertensión que se ha dado entre la tradición y la innovación fue una de las herencias que recibió la política de la religión. Y de todos los filósofos quien quizás más intensamente la asumió fue Baruch Spinoza (1632-1677) quien junto a Leibniz y Kant puede ser considerado uno de los socios fundadores del discurso político de la modernidad.

Tan independiente era el pensamiento de Spinoza respecto a la comunidad judía, de donde provenía, y respecto al ambiente cristiano donde vivía, que no tardó mucho tiempo, pese a su enorme bondad y sereno carácter, en transformarse en enemigo público de la Sinagoga y de la Iglesia, y al mismo tiempo.

Convertido en un perseguido religioso, Spinoza encontró refugio nada menos que en un Estado político, el holandés. Esa fue una de las razones que lo llevó a valorar el sentido de la política y de la ley civil, y por lo mismo a ser considerado, junto a Kant, como uno de los precursores de los actuales «derechos humanos». Pero la verdad es que Spinoza, tolerante como nadie, jamás se propuso lastimar algún sentimiento religioso. Su propósito era muy distinto: restaurar la ontología griega –en ese sentido fue un renacentista tardío–, pero despojada de esa metafísica «dura» que caracterizaba al pensamiento platónico (y a ciertas corrientes cristianas de su tiempo).

Decir por ejemplo que «el alma es una idea que yace en la cosa (Sache) pensante y que se origina en la existencia de una cosa (Ding) que está en la (propia) naturaleza» (Spinoza, 2007, vol. 1:110). O decir que la voz escuchada por Moisés no era la de Dios sino la de Dios en Moisés (ibíd., vol. 1:113). O decir que Dios para anunciarse a los seres humanos no puede utilizar ninguna cosa, ni tampoco tiene necesidad de ello, y que se basta a sí mismo (ibíd., vol. 1: 114). O decir que la zarza ardiendo, que la paloma del Espíritu Santo, o la luz que iluminó al Apóstol Pablo eran simples representaciones populares (ibíd., vol. 2:30). O decir cientos de afirmaciones parecidas, no podía ser aceptado por la dogmática, ni por la judía ni por la cristiana, sobre todo si se toma en cuenta que ambas estaban mostrando los síntomas de una aguda patología ritualista.

Spinoza, quizás sin proponérselo, alteró las reglas del tránsito que compartían ambas religiones. Su repetida afirmación relativa a que no es Dios quien desciende al mundo, sino el ser humano quien asciende a Dios, modificaba el mensaje oficial de la revelación mosaica y del mensaje cristiano al mismo tiempo. Así, de acuerdo con Spinoza Cristo deja de ser un Mesías por encargo (el enviado de Dios) y se convierte en un Mesías por vocación, abriendo un camino para que todos, si una vez así lo decidimos, podamos hablar, como hablaba Cristo según Spinoza, «con la boca de Dios». La misma idea me asaltó hace muchos años, aún antes de estudiar a Spinoza, ese día en que, escuchando la Pasión según San Mateo, tuve la impresión de que a través de su música Bach había ascendido al cielo sin darse cuenta. Espero que nadie me excomulgue por eso.

Spinoza fue quizás el máximo representante de esa colisión que se dio en Europa entre el pensamiento filosófico y el teológico. Gracias a esa colisión, Spinoza descubrió la necesidad de la política como medio que regulara las relaciones entre los seres humanos con el Estado y entre el Estado con las iglesias. Testimonio magnífico de ese descubrimiento fue su Tratado político (2006, vol. 3), libro que, pienso, es hoy más actual que nunca. Así, gracias a Spinoza y a otros filósofos de su tiempo, re-nacía desde la tradición teológica una nueva tradición, la tradición política, la que al ser nueva no era todavía, como ya lo es, una tradición. Una tradición que al «descender» de la teología lleva sus rasgos, como cada hijo los de sus padres, y que coexiste, no siempre de modo armónico, con la religión, en el marco de esa hipertensión de la que nunca podremos liberarnos, y que es la que se da entre la tradición y la innovación, o como sugirió Walter Benjamin, entre la tradición y la política.

8.

«La historia es el choque entre tradición y organización política», frase tan parecida a la de «hipertensión entre tradición e innovación» no es de Spinoza. Es de Walter Benjamin (1991:99).

Benjamin, tanto o más inquieto que Spinoza, miembro de esa brillante elite judío-alemana de la primera mitad del siglo XX fue, entre otros, representante de ese cruce insólito que se dio entre la Biblia y el marxismo, cruce que lo condujo a deducciones asombrosas, las que unidas a su portentosa capacidad de condensación hace que cada uno de sus fragmentos deba ser interpretado con fina pericia hermenéutica.

«La historia es el choque entre tradición y organización política» puede significar, entre otros múltiples significados, que la historia es también el choque entre religión y organización política en el marco de una cultura determinada, cultura desde donde viene tanto la tradición como la política.

Los tres mosqueteros de cada cultura son la tradición, la autoridad y la religión, punto en que excepcionalmente Hannah Arendt está de acuerdo con Max Weber. El cuarto mosquetero, si se quiere el D’Artagnan de la cultura, es, como ya se adivina, la política: un producto exquisitamente occidental.

En cierto sentido podemos afirmar que la política surgió allí donde ni la tradición, ni la autoridad, ni la religión estaban en condiciones de asegurar el orden simbólico del discurso, de modo que fue necesario recurrir a ese cuarto elemento, la política, para que ese orden pudiera continuar existiendo. En cambio, en aquellas naciones donde los ligamentos culturales son suficientemente fuertes, sus habitantes no requieren del recurso político, lo que no habla en contra de esos habitantes, pero sí a favor de la cultura que poseen. La política, en fin, surgió no de la fuerza de la cultura, sino de su debilidad, o dicho a través de una imagen: de una profunda herida en la garganta del fundamento divino del poder. Pero no se trata de afirmar que la política no existía bajo la monarquía absoluta europea. Ella existía, aunque subsumida bajo el manto protector de ese tejido de sobre-determinaciones múltiples formado por la tradición, la autoridad y la religión.

«La historia es el choque entre tradición y organización política» no significa, por supuesto, que antes de que emergiera la organización política no había historia, pero sí significa que la organización política articula el pasado, es decir, la historia, de un modo diferente, y esa diferencia reside en el hecho de que el objetivo de la organización política no se encuentra en el pasado, sino en un futuro, incierto e impreciso, como lo es todo futuro. Ese «deseo de futuro» que comporta, sí, que hace posible la organización política, reconstruye el pasado de acuerdo a un futuro eventual, del mismo modo que cada uno de nosotros ha reconstruido su propio pasado según lo que deseamos del futuro, ya sea del nuestro, ya sea del de nuestro grupo, familia, comunidad, partido, en fin, de nuestra organización, que a veces no siendo política se vuelve política, en el sentido de Benjamin, cuando choca con la tradición. El pasado es siempre un pasado selectivo, y por lo mismo, organizado. Y muchas veces, políticamente organizado.

«La historia es el choque entre tradición y organización política» es, por lo tanto, la caracterización de una colisión que se produce entre dos habitantes de un mismo espacio, que es la cultura común donde vive la tradición y de donde viene la política. Pero ese choque no es una contradicción inherente a la cultura. La palabra lo dice: choque. El choque es un accidente, una accidencia en el camino de la vida.

En una carretera, para poner un ejemplo, nadie que no sea suicida quiere chocar. Pero todos los días hay cientos, miles de choques. Y, sin embargo, es imposible decir que un choque automovilístico sea el resultado de un antagonismo, o de una contradicción inherente al sistema del tráfico. Es sólo una posibilidad. Simplemente ocurre. Por lo tanto, el choque de Benjamin no es el resultado de ningún desarrollo histórico, ni mucho menos algo parecido a la contradicción que estableció el marxismo entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. El choque es algo fortuito y desafortunado a la vez, y no el resultado de una ley. O dicho de modo más filosófico: el choque no resulta de ninguna dialéctica de la historia.

En fin, lo que quiere decir Benjamin es que la política y la tradición, al compartir un mismo espacio cultural, pueden chocar entre sí, comenzando un nuevo modo de entender la historia (antes y después del choque). Y para seguir con la idea del choque será menester decir que las dos fuerzas que colisionan incorporan cada una, a través del accidente, ciertos elementos de la otra. Si un auto choca con un árbol, ramas del árbol se introducen al interior del auto y elementos del auto, en el árbol. Se ha producido así una situación que Freud, al analizar los materiales del sueño, donde lo inconsciente «choca» con su realidad «externa», denomina «sobre-determinación» (Freud, 1996), concepto que después utilizó Louis Althusser (1969) para modificar la mecánica interpretativa del marxismo (base/superestructura), aduciendo que la superestructura está en la base material y la base material en la superestructura.

Del mismo modo, a través de una colisión entre organización política y tradición (a la que pertenece la religión), la tradición incorpora elementos políticos y la política elementos tradicionales. De ahí que no puede extrañar que la política pueda ser vivida como religión. Entiéndase bien: como religión. Que no es lo mismo que decir que la política es convertida en religión. O que la religión es convertida en política. En este caso la palabra «como» es fundamental. Indica una simple sustitución. Para volver al ejemplo de Hannah Arendt: puedo usar un zapato «como» un martillo, pero el zapato seguirá siendo un zapato y no un martillo.

De tal modo, todo lo que forma parte de una cultura puede chocar entre sí. La política puede chocar con la tradición, con la autoridad, con la religión. Cada uno de esos elementos, además, puede crear una situación de sobre-determinación, del mismo modo como los miembros de un grupo hablante se influyen entre sí, por medio de palabras. En el marco de relaciones sobre-determinadas todo puede ser base y superestructura al mismo tiempo. Incluso, si como ocurre en la cultura de la era moderna, de la que piensan muchos –y no sin evidentes razones– que la economía influye todo, hasta lo más sublime, que es el arte y la religión, la economía misma puede ser sobre-determinada por esas otras instancias. Ese es el sentido inicial de uno de los fragmentos más discutidos de Walter Benjamin: «Capitalismo como religión» (1991:100-103), fragmento que, como ya se verá, es decisivo si intentamos analizar algo que no es en sí religioso –en el caso del presente trabajo, la política–, como si fuera una religión.

9.
El «capitalismo como religión» hace pensar en la relación establecida por Max Weber (1993) entre protestantismo y capitalismo, y evidentemente ese fue uno de los motivos inspiradores que llevó a Benjamin a pensar el capitalismo como religión. A la vez, el muy breve fragmento de Benjamin permite entender el trabajo de Weber de modo diferente a como ha sido generalmente entendido, vale decir, no sólo como una simple relación de causalidad de acuerdo a la cual la religión, en este caso el protestantismo, sería la causa externa del capitalismo. Por el contrario, el fragmento de Benjamin puede ser entendido como una crítica al criterio de causalidad imperante e inherente al pensamiento sociológico occidental, criterio que todavía continúa prevaleciendo en las instituciones de las mal llamadas ciencias sociales.

«En el capitalismo es posible divisar una religión, lo que significa que el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, tristezas e intranquilidades a las cuales las denominadas religiones han dado respuesta», escribe Benjamin (1991:100). Mas, no se trata de una simple funcionalidad del capitalismo, sino de que el capitalismo ha devenido en una religión para sus creyentes. La crítica de Benjamin a Weber es, en este punto, evidente, aunque no es llevada hasta el final. Sólo anuncia su posibilidad al afirmar que entender al capitalismo no sólo «como una estructura determinada religiosamente» (supuesta tesis de Weber) sino como «representación esencialmente religiosa», llevaría a una polémica de enormes proporciones. Y quizás tuvo razón Benjamin al no enfrentar directamente a Weber.

Basta recordar que el título del clásico de Weber es La ética protestante y el «espíritu» del capitalismo. Las comillas de la palabra espíritu son de Weber, pero de todas maneras él nos habla del espíritu del capitalismo. Y si aceptamos que la palabra espíritu no es un concepto económico sino filosófico y teológico, tenemos que concluir en que quizás Weber no era tan weberiano como imaginan los weberianos. Efectivamente: la gran mayoría de quienes se han ocupado del famoso texto de Weber han puesto su atención en el análisis de la ética protestante, o en el de la economía capitalista. Al «espíritu», en cambio, lo han dejado de lado. No así Benjamin, quien cuando se refiere al capitalismo como religión se refiere a su espíritu y no a su economía, razón de más para pensar que no sólo estaba en contra de Weber sino, como suele ocurrir, estaba, además, influido por él.

El capitalismo es para Benjamin, en primer lugar, una religión del culto «quizás la más extrema que ha habido». El capitalismo –afirma– no reconoce dogmática ni teología. Es, antes que nada, culto. En segundo lugar, es la religión del culto permanente, pues todos los días están sometidos al desenvolvimiento de su «pomposidad sacral». Pero el culto capitalista no es cualquier culto: es uno que no busca absolución, siempre hipotecado hacia un futuro que se extiende más allá de sí mismo; es el culto del pecado nunca absuelto, la culpa sin perdón, culpa que asciende (¿deuda interna y externa?) sin conocer límites y que avanza con el objetivo de incorporar hasta al mismo Dios en esa culpa sin final. En fin, es la teoría de la alienación de Marx (la mercancía: la cosa que sustituye al ser) elevada hacia la infinitud del espacio cósmico.

El capitalismo –según Benjamin– no es la religión de la Culpa; es la Culpa convertida en religión. Esa es la tesis –¿tesis?–, digamos mejor: esa es la visión kafkiana y socio-poética de Benjamin, quien pensó la globalización antes de que casi nadie la pensara. Cierto, Rudolf Hilferding y Rosa Luxemburg ya habían escrito acerca de la expansión del capitalismo a escala mundial. Benjamin, en cambio, nos habla de su expansión espiritual, expansión que terminará, según su aterrada visión, apoderándose del rincón más oculto del alma de cada uno. O, lo que es parecido: en lo que hubiera podido llegar a ser la expansión capitalista si es que no hubiera existido la política, o ninguna religión con excepción del capitalismo como religión. Benjamin es, sin duda, un profeta de la teoría de la globalización total.

La profecía del capitalismo global es para Benjamin la destrucción de la vida que, autonomizada de la economía, se transforma en una fuerza que penetra hacia el interior de los corazones, hasta destruir al mismo Dios, cumpliéndose así el ideal de Nietzsche. Y he de citar:

"En la esencia de ese movimiento religioso que es el capitalismo [yace la idea] de resistir hasta el final, hasta la culpabilización final de Dios, hasta la consecución de un estado final de desesperación que es, precisamente, el que se espera. Ahí reside lo extraordinariamente inaudito del capitalismo: la religión no es reforma del ser, sino su destrucción: la expansión de la desesperación hasta un estado religioso mundial del cual ha de esperarse su salvación. La trascendencia de Dios se ha derrumbado, pero no ha muerto; ella está comprendida en el destino de la humanidad. Ese tránsito del planeta humano por la casa de la desesperación en la absoluta soledad de su trayecto es el ethos predeterminado por Nietzsche. Ese humano es el ultrahumano, el primero que empieza a cumplir, reconociéndola como tal, a la religión capitalista." (Benjamin, 1991:100-101).

Benjamin, recordemos, definió la historia como el choque de la tradición con la organización política. Si hubiera definido el fin de la historia, habría tenido que decir que es el espacio donde ningún choque más será posible. Porque religión es, en el sentido de Benjamin, todo aquello que avanza sin límites ni oposición. La religión, la verdadera religión, no puede tener límites, y si los tiene, esos límites no son de este mundo. Pero afortunadamente el capitalismo, aun el capitalismo de la tragedia global, el que estamos viviendo, tiene límites. Eso fue lo que nunca supo Benjamin. Puede que esos límites no sean económicos, pero sí los tiene. Son los límites que, entre otras instancias, opone la política. ¿Y si la propia política también es transformada en religión? –esa habría sido quizás la pregunta de Benjamin–. Sí: esa posibilidad estuvo a punto de ocurrir gracias a la ideología que seguía el propio Benjamin: el comunismo.

«Capitalismo como religión» es, gracias a Dios, un texto literario y filosófico y no científico. Si hubiéramos de juzgarlo con criterio científico, habría que concluir que Benjamin logra demostrar que si bien el capitalismo es una religión del culto –de un culto sin dogma, sin escritura, sin fe, sin trascendencia y sin Dios–, no es una religión sino todo lo contrario a una religión.

Sin embargo, si científicamente hablando el capitalismo no puede ser una religión, sí puede serlo desde una perspectiva filosófica. Y lo es, porque el pensamiento filosófico, a diferencia del científico, no sólo incorpora la positividad del fenómeno, sino también su negatividad. Positividad y negatividad, afirmación y negación, el sí y el no, son en el pensamiento filosófico categorías que conforman la unidad de cada fenómeno. Más aún, mientras más evidente y clara es la negación, más integrada se encuentra a la negación de la negación, que se convierte así en nueva afirmación. El capitalismo, en este caso, al destruir la religión –esa es la idea de Benjamin– ocupa el lugar de esta y luego pasa a ser una religión.

En cierto modo creo encontrar una intención apologética en el texto de Benjamin. Mientras más radical es la fuerza destructiva del capitalismo, más radical debe ser su negación. Y la negación radical del capitalismo no es otro capitalismo sino, en la también radical concepción de Marx, el comunismo. O dicho así: al negar la positividad de toda religión, el capitalismo se convierte en religión negativa, la que hace necesaria a su vez la negación de esa negación: el comunismo, convertido así, por su negatividad, en religión positiva. Más aún, en la religión perfecta: la más perfecta de todas.

10.
Sin intentar definir lo que es una religión (toda definición es incompleta y por lo mismo incierta), podemos convenir en que una religión requiere de una comunidad que puede ser un pueblo, una nación e incluso una familia. Toda religión, sobre todo si es monoteísta, posee un mito fundador, una dogmática, una creencia común a sus miembros, una historia, cierta mística o devoción, una noción de trascendencia, una teología, casi siempre un libro sagrado, una hermenéutica, ritos y rituales, una moral codificada, y por supuesto –casi me olvidaba–: un Dios. Si una religión contiene todos esos elementos y quizás, además, otros, podemos hablar de una religión perfecta. Luego, por deducción, hay religiones imperfectas. La más imperfecta de todas es sin duda la religión capitalista tal como nos fue presentada por Benjamin. De todos los elementos interreligiosos solo contiene uno: el culto.

Una religión imperfecta puede ser también aquella donde faltan uno o más de sus elementos. O también es imperfecta cuando uno de esos elementos se impone a los demás. Una religión donde los ritos son más importantes que la propia creencia, por ejemplo. O una religión tan intelectualizada, donde todo es escritura, ley, teología y moral, sin dejar para la mística, el éxtasis y la fe ningún lugar; o a la inversa, tan mística que suprima el pensamiento, o tan trascendente que elimine el mundo del «aquí», y así sucesivamente. De ahí que, como toda creación humana, la religión absolutamente perfecta es una imposibilidad.

Según mi observación, de acuerdo a los momentos históricos y a los lugares geográficos que vive una religión, siempre uno o algunos de sus elementos se superponen a los demás. El cristianismo moderno no se parece demasiado al cristianismo de la antigüedad. Y el catolicismo mexicano no es igual al polaco, y el catolicismo norteamericano es más protestante que el protestantismo latinoamericano, para poner algunos ejemplos. Puede suceder también que un elemento interreligioso entre en contradicción con otro.

Baruch Spinoza decía, por ejemplo, que la religión era un obstáculo para su creencia en Dios, versión más refinada de la frase de ciertos católicos que afirman «creo en Dios pero no en los curas», frase que la lógica del Gran Inquisidor de Dostoievski invirtió, pues él creía en la Iglesia, mas no en Dios. Hay también proyectos de religiones diabólicas. Uno de esos proyectos es el «capitalismo como religión» de Benjamin. Pues, si alguien no lo ha captado todavía, el capitalismo como religión significaba para Benjamin el triunfo final del Infierno sobre el Cielo: la anti-religión transformada por fuerza y razón de la historia en religión universal. Fue esa la misma lógica que llevó a Carl Schmitt (quien era muy admirado por Benjamin) a ver en el comunismo la religión del mal y en Lenin (quien era muy admirado por Schmitt) la personificación del Anti-Cristo, razón por la cual Schmitt no dudó en levantar en contra del comunismo la idea política del catolicismo medieval, y en ver en Hitler (nada menos) la encarnación moderna de la nueva monarquía absoluta. Ironías de la historia.

No obstante, Benjamin no estaba solo. En la Alemania de su tiempo ya habían aparecido corrientes que, articulando a judíos y a cristianos, postulaban una suerte de «socialismo religioso». En Francia, Georges Sorel escribía acerca de la necesidad «del mito de la revolución», creencia que asoma parcialmente en Italia, sobre todo en el joven Gramsci, y que fue trasladada a América Latina por Juan Carlos Mariátegui. El supuesto marxismo del Che Guevara era, en su médula, mitológico e incluso, religioso. El mito de la violencia fundadora es también propio al pensamiento de Franz Fanon en Argelia, así como en otros mesías revolucionarios del llamado Tercer Mundo, hasta llegar a nuestros días con el socialismo del Siglo XXl, cuyos representantes ya no son tanto mitológicos sino más bien mitómanos. La política como religión, del mismo modo que la religión como política es, como se ve, una constante y no una excepción en el curso de la historia moderna.

El Comunismo como religión, que es el título del documentado libro de Michail Ryklin (2008), muestra como muchos intelectuales de la primera mitad del siglo XX apoyaron la revolución rusa más por razones de índole religiosa que políticas. Benjamin, por ejemplo, no era un marxista en el sentido estricto del término. Su adhesión al comunismo se basaba en la esperanza y en la fe en un mundo que emergería como negación de la religión negativa que él suponía era el capitalismo. El hecho mismo de comparar –como todavía hacen los intelectuales anti-políticos de nuestro tiempo– al capitalismo con el comunismo, o lo que es igual, un orden puramente económico con un orden que era político, ideológico militar y económico a la vez, muestra que la radical carencia de politicidad era en Benjamin proporcional a su grandeza filosófica y literaria. Si al comunismo había que compararlo con algo era con el fascismo, su ideología integrista gemela, pero no con un orden económico que puede coexistir con las más diversas formaciones políticas, desde las más dictatoriales hasta las más democráticas. Ese desprecio por la política, tan propio de los intelectuales marxistas, era en Benjamin más ostensible si se considera que su adhesión al marxismo, y después a la URSS, no sólo era de naturaleza mística sino, además, erótica.

En uno de sus viajes a Italia, Benjamin se enamoró perdidamente de Asja Lacis «la revolucionaria de Riga», una de las representantes más dilectas de la cultura del socialismo soviético emergente. El entusiasmo y la mística de Asja dieron nueva vida a ese depresivo filósofo que era Benjamin. De este modo Benjamin reaccionó frente a la pura inmanencia que representaba ese capitalismo sin política que lo rodeaba y que no era otra cosa sino la proyección de sus propias angustias hacia el espacio filosófico. Benjamin necesitaba de una nueva religión para seguir viviendo y eso fue para él, como para tantos intelectuales de su época, la religión comunista (Ryklin 2008:97) La revolución rusa tuvo para Benjamin un efecto terapéutico.

Nunca pensó Benjamin que el fragmento escrito en contra de lo que él creía que era el capitalismo podía ser aplicable casi cien por ciento al comunismo que recién nacía. Como tantos escritores, músicos, poetas, todo tipo de artistas en general, Benjamin se sintió atraído por la mística de la revolución, que en la URSS dejaba de ser una teoría para transformarse, de acuerdo con sus seguidores, en una realidad. El comunismo representaba para ellos el tiempo nuevo, el mundo nuevo, el hombre nuevo, la salvación de la tierra, la sal de la vida y el camino de redención.

El comunismo como religión surgió como un anhelo de trascendencia que se dibujaba en una metahistoria que, a diferencia de lo que ofrecían las demás religiones, podía ser cumplida en esta tierra. De este modo la religiosidad que despertó la revolución rusa entre los intelectuales de Occidente mostraba claramente que el deseo de Dios y la búsqueda de amor sobrehumano y posmortal –la búsqueda infructuosa de «lo real», diría Lacan– permanecía intacta entre los espíritus cultivados de la época, y que la secularización posrevolución francesa sólo había sido institucional, mas no espiritual. En cambio, el comunismo como religión ofrecía a esos místicos intelectuales de Occidente lo que ya no ofrecían las burocratizadas religiones: una fusión integral del ser con el tiempo sin fin de la historia, una esperanza posible y, no por último, «un sentido heroico de la vida» (Maritain, 1999:301) que diera razón a la existencia, o por lo menos a la muerte.

Si la religión era el opio del pueblo, el comunismo fue, durante un tiempo, «el opio de los intelectuales» (Aron, 1957). A diferencia del fascismo, que –aunque contó con la adhesión parcial de algunos grandes intelectuales como Heidegger o Schmitt– fue una droga para la chusma, el comunismo ruso fue siempre una exquisitez intelectual. Y además carísima, como son siempre las drogas que consumen los intelectuales.

Cientos de artistas e intelectuales, Benjamin entre ellos, juntaron sus últimos ahorros para emprender el camino hacia la tierra prometida, y visitar, como hacen los musulmanes por lo menos una vez en la vida, la ciudad de la Mekka. Quienes supieron resistir las seducciones de la religión estalinista (y fascista) de la época fueron extrema minoría: Karl Jaspers, Hanna Arendt, Raymond Aron, Albert Camus, para nombrar algunos. Pero las peregrinaciones que después siguieron realizando algunos intelectuales de izquierda a la Cuba de Castro, al Chile de Allende, a la Nicaragua sandinista, al Chiapas del subcomandante Marcos (el Zorro en versión política), e incluso a la militarista Venezuela de Chávez, no son nada comparable con la devoción con que durante los años veinte sus padres espirituales emprendían el ansiado viaje a Moscú: el lugar de la utopía realizada. Algunos de esos viajeros dejaron testimonios. Entre varios hay que nombrar los de Bertrand Rusell, André Gidé, Arthur Koestler, Lion Feuchtwenger, Bertold Brech y, por supuesto, Walter Benjamin. A tanto llegaba el fervor religioso que, una vez, al llegar el tren a Moscú, Clara Zetkin exigió a los intelectuales que la acompañaban que se sacaran los zapatos porque el suelo que pisaban era «sagrado» (Ryklin, 2008:58).

Los más fanáticos de esos intelectuales, es decir la mayoría, no vieron lo que no querían ver, y como a Neruda, Picasso, Siqueiros, Aragón y Sartre y cientos más, no les inmutó que mucho de sus homólogos rusos fueran asesinados o enviados a Siberia por cualquier delito, entre ellos el de pensar. Para esos artistas e intelectuales regía el lema de los grandes fanáticos religiosos: los hombres pueden equivocarse, la Iglesia (El Partido) jamás. Recordemos que hasta hace poco en la ex República Democrática Alemana los niños cantaban en las escuelas un himno que en una de sus estrofas decía: «El Partido tiene siempre la razón».

Pocos de esos artistas e intelectuales socialistas fueron tan lúcidos u honestos como Benjamin. Después de su viaje a Moscú, donde comprobó que lo que veía no era lo mismo en que creía, cayó Benjamin en la más profunda tristeza. Su amada Lacis fue enviada, como tantos otros revolucionarios que él había conocido personalmente, a un campo de concentración soviético. Si el suicidio de Benjamin en Port Bou tiene que ver con la monstruosidad nazi o con la monstruosidad comunista, o con ambas a la vez, no estoy muy seguro. Pero quien todavía tiene esperanzas no se suicida. De eso estoy profundamente convencido.

El comunismo fue vivido no como la verdadera religión, sino como la religión verdadera. Sin haber sido jamás una religión, y quizás por eso mismo, fue la religión más perfecta de todas. Al igual que la religión capitalista de Benjamin, rendía culto al culto, pero era mucho más que culto (a la bandera, al Estado, al líder). Además poseía una estricta dogmática que se representaba en catecismos como el manual de marxismo-leninismo de Otto Kussinen, o el Libro Rojo de Mao.

Por supuesto, como toda religión, la comunista poseía una arrolladora mística, muy similar a la fascista: los pioneros con sus pañuelos rojos al cuello o «los héroes» del trabajo (los últimos fueron los condecorados semicadáveres de Chernobyl). No olvidemos ese ejercicio hermenéutico que permitió a los bonzos rusos arrancar a Marx de su lugar de origen: la filosofía alemana y europea, para convertirlo en una «cosa» aislada que se explica sin Fichte, Hegel, Feuerbach, Darwin, Ricardo o Schmidt, esto es, en esa caricatura asiática de Marx que fue el «marxismo soviético»: un marxismo que tenía tanto que ver con Marx como el Opus Dei con Cristo.

Y de rituales, ni hablemos; basta ver hoy todavía las fotos de los jerarcas enchapados de medallas, o los apasionados besos en la boca que se propinaban Honnecker y Breschnew, signos de una comunión espiritual que habría envidiado el apóstol Pablo. Por supuesto, había una moral comunista, y era más puritana y pacata que la de la reina Victoria. Un arte comunista: obreros musculosos, torpedos, dínamos, locomotoras, en fin, toda esa ferretería que, entre otros, pintó Siqueiros. A esa religión comunista sólo faltaba un dios. Pero, ¿para qué? ¿No bastaban los ídolos? En vez de Dios, Marx. Como apóstoles, Lenin y Stalin. O mejor, la santísima trinidad restaurada: Marx-Engels-Lenin: el padre, el hijo y el espíritu santo. Trotzki en el lugar de Judas.

Pocas religiones, quizás ninguna, ha alcanzado el grado de perfección que alcanzó el comunismo como religión. Efectivamente, el comunismo llegó a ser una verdadera religión aunque nunca pudo ser una religión verdadera. Y la razón es muy simple: una religión, para que sea verdadera, debe ser imperfecta.

La imperfección de las religiones verdaderas deriva del hecho de que el sentido que ellas tienen es el de alcanzar a Dios, sentido que nunca se cumple, pues toda religión es terrenal y sus fieles son mortales. De ahí viene la imperfección radical de cada religión verdadera. Una verdadera religión, en cambio, no es más que el simple simulacro de una religión verdadera. La imitación soviética fue tan perfecta con respecto al original como el rostro de una estatua perfecta con respecto a un rostro humano, que para ser humano debe ser siempre imperfecto. O como la momia de un Lenin purificado como si fuera un ángel de la muerte, con respecto al Lenin sifilítico pero vivo, momia que no era otra cosa que un intento fallido de simular una eternidad ahí donde ya no había más que huesos y gusanos.

11.
La persistencia de lo religioso en lo político es uno de los puntos claves que explica la admiración que sentía Benjamin por uno de los más notables pensadores de su tiempo, el jurista Carl Schmitt; según mi opinión, junto a Hannah Arendt, el más grande filósofo de «lo político» después de Maquiavelo y Hobbes. Que había puntos de encuentro entre esos dos intelectuales, aparentemente tan diferentes, lo dio a conocer el propio Benjamin en la dedicatoria de su trabajo «El origen de la tragedia alemana» que obsequió un día a Schmitt.

Pero no sólo era un punto de convergencia el hecho de que los dos autores estaban de acuerdo en que la política moderna arrastra consigo gran parte de la tradición religiosa desde donde la política proviene –eso podría haber sido subscrito por cualquier weberiano sin ningún problema–. Lo central es que ambos –Benjamin, el judío amigo de Buber y Scholem; y Schmitt, el católico ultramontano y romanista seguidor del monarquismo de Donoso Cortés– captaron que aquello que lo político recibe de lo religioso es la lucha existencial que tiene lugar entre la idea del bien y la del mal.

Lo que diferenciaba a ambos, Benjamin y Schmitt –y no mucho– era el objeto del mal que cada uno eligió. Para Benjamin el mal era el capitalismo, y frente a ese mal, el socialismo, durante un breve periodo, apareció como la alternativa que representaba el bien (la redención y la salvación). Schmitt, ultracatólico al fin, identificó el mal con el comunismo, pero no como el comunismo en sí, sino como la continuación del capitalismo industrialista, liberal y ateo bajo forma comunista (Schmitt, 2008). En ese sentido, el anticapitalismo de Schmitt no se diferenciaba mucho del de Benjamin. La gran diferencia residía en que mientras para Benjamin el comunismo era la alternativa al capitalismo, para Schmitt el comunismo era la continuación del capitalismo, pero en formato político-religioso. En ese punto la historia ha concedido razón a Schmitt.

La segunda diferencia residía en que mientras la alternativa al capitalismo se encontraba para Benjamin en la realización del comunismo en un ignoto futuro, para Schmitt se encontraba en el pasado precapitalista, cuyo mundo político agrario se regía por el poder de Dios representado en el monarca absoluto. En fin, mientras Benjamin era (o quería ser) revolucionario, Schmitt – y lo tenía a mucha honra– era, en el exacto sentido del término, un reaccionario.

Sin tener en cuenta la reacción de Schmitt en contra de la alianza histórica producida entre el jacobinismo heredado de Francia, el liberalismo proveniente de Inglaterra, y el bolchevismo ruso, es imposible entender no sólo la compleja teología política de Schmitt sino, además, su noción de «lo político» concebido como restauración de la lucha entre el bien y el mal, lucha que se representa en la historia entre dos fuerzas antagónicas que se repelen y excluyen entre sí en el marco de un espacio común de agónico enfrentamiento (Schmitt, 1996).

Ni la amistad, ni el amor, pero sí el antagonismo y la contradicción, asumidos hasta las últimas consecuencias, confieren, según Schmitt, sentido a la política. Privada de esa línea divisoria entre dos campos enemigos, la política se transforma, según él, en una simple entretención, en una actividad «poco seria», en algo puramente banal. Esa radicalidad política existencial es la que une a Benjamin con Schmitt, más allá de las posiciones políticas que cada uno asumió en su vida. Y en efecto, ninguno de los dos supo conservar esas mínimas distancias tan necesarias que separan la vida intelectual de la puramente política. Así, mientras Benjamin abrazó, durante un breve periodo, la causa estalinista, Schmitt, también por un breve periodo, se convirtió en jurista de la dictadura hitleriana. Hoy, alejados de esos escenarios, resultaría muy cómodo emitir juicios morales en contra de los actores que los vivieron, y yo no lo voy a intentar. La razón es que en el marco de una historia los hechos son distintos a cuando son vividos antes de que esa historia exista. Muchos podríamos testimoniar esa fatalidad con datos extraídos de nuestras propias biografías.

Lo que importa en estas líneas es subrayar el sentido teológico subyacente en la práctica política según Schmitt. Ahora, más allá de la secularización, el sentido de lo político está marcado para Schmitt a través de una línea de continuidad que proviene de la noción de soberanía. La soberanía política, a su vez, se encuentra en la capacidad que tiene un determinado actor político para suspender la política y volverla a su punto de comienzo mediante el establecimiento de un Estado de excepción. La suspensión de la política es, desde una perspectiva existencial, el atributo que signa la condición del soberano prepolítico (Schmitt, 1978).

La dictadura, que es el momento prepolítico de retorno por medio de la suspensión de la política, es también el momento donde el poder de Dios se desliga de múltiples mediaciones terrenales para retornar a su punto de partida, que es aquel donde cristaliza la noción de soberanía absoluta. Luego, la política no sólo es lucha por el poder, como afirmaba Weber; no sólo es lucha por la hegemonía, como postuló Gramsci, no sólo es la conquista de la mayoría, como sugería Arendt, sino, sobre todo, es la lucha por el ejercicio de la soberanía, la que sólo es posible realizar en sus términos más definitivos bajo una dictadura plebiscitaria.

Pero no se trata, entiéndase bien, en Schmitt, de una apología a la dictadura en tanto forma ideal de gobierno, como ha sido tan mal interpretado. Se trata sí, de mirar hacia un horizonte que es el que da razón y sentido a la lucha política, y este reside en ese lugar donde fuerzas antagónicas presionan para llegar a ocupar el lugar de la soberanía; lugar que, según él, ha sido bloqueado por el exceso parlamentarista y por una concepción liberal que, al negar las líneas divisorias entre los enemigos políticos, termina por negar la verdadera fuerza de atracción que es emitida desde el poder hacia el espacio donde los contrincantes se juegan su existencia política. De ahí la admiración negativa que sintió Schmitt por Lenin.

Lenin era el adversario político más digno posible, la representación de la enemistad absoluta, alguien que proclamaba sin tapujos la necesidad de una dictadura con el objetivo de suprimir al enemigo, alguien, en fin, que no escondía sus intenciones negativas, como solían hacer los parlamentarios de los países europeos. En cierto modo Schmitt reconoce en Lenin ese principio casi religioso de la vida, esa impronta heroica que admiraba en el cristianismo medieval, esa decisión de darlo todo en contra del enemigo fundamental, decisión de la que carecía la gran mayoría de los políticos de su tiempo, envilecidos según él por la corrupción burocrática, por el juego inútil de poderes no antagónicos, y por la discusión intrascendente que signaba las prácticas parlamentarias de la época. Para Schmitt Lenin era, definitivamente, y varias veces lo dijo, el Anti-Cristo. El demonio que necesitan los cristianos para luchar a favor de Dios.

Schmitt, evidentemente, se dejó regir por una máxima: ni en la guerra ni en la política uno elige a sus aliados. Los aliados los elige el enemigo. Porque sin enemigos no hay amigos. Que el amigo pueda ser un peor enemigo que los enemigos fue el detalle que pasó por alto al elegir al nazismo como plataforma de lucha en contra del comunismo. Pero, a fin de cuentas, tampoco hay que olvidar que Estados Unidos e Inglaterra habían aceptado la alianza con Stalin para destruir a Hitler. No tenían, por lo demás, otra alternativa. Fue esa una alianza cien por ciento político-militar. Ahora, que Schmitt no haya visto al enemigo en el amigo –como vio más Churchill que Roosevelt a Stalin– no obliga a plantear que la lógica amigo-enemigo sea políticamente falsa.

Chantal Mouffe defiende incluso la noción política de Schmitt debido a que, según ella, asumir el carácter conflictivo de la política puede ser también un punto de partida para visualizar los objetivos de una política democrática (Mouffe, 2005:21). Y así es: una política democrática supone una permanente lucha en contra de los enemigos de la democracia aun corriendo el riesgo de que la democracia sea temporalmente suspendida. La democracia –es mi agregado– no puede existir sin política, pero la política puede existir sin democracia, y eso era lo decisivo para Schmitt: rescatar el sentido político de la lucha por el poder aunque eso tuviera que ocurrir, excepcionalmente, en contra de la propia democracia.

Sila lucha por y en la democracia tiene lugar, como decía Schmitt, en un «mundo sin política», la democracia no tiene como ser sostenida sobre sí misma. Porque así como el planeta Tierra se sostiene gracias a su rotación y traslación, la democracia, que es una forma de la política, se sostiene gracias al movimiento de la política, movimiento que sólo puede estar asegurado por su agonía (lucha). Así ocurre también con el sentimiento religioso de la vida, según Schmitt. Para sentirlo hay que pre-sentir la muerte.

Quien es religioso y cree que su religión no sólo es una verdadera religión sino la religión verdadera, no tiene más alternativa que vivir en lucha en contra de los enemigos de esa religión. La política de la religión es la de Dios en contra del Mal. De la misma manera, la lucha política sólo adquiere sentido cuando tiene lugar en el mismo borde de la política, en ese límite que la separa de la guerra, de la religión y de la muerte. Luego, la relación entre política y religión era para Schmitt no sólo analógica: en el fondo se trata de realizar a través de ambas la lucha del ser contra el no-ser. El motivo de la lucha será siempre el mismo: derrotar al enemigo.

No se trata tampoco, como suponía Clausewitz, de que la política sea la continuación de la guerra por otros medios. Se trata sí, de la verdadera guerra, la que, además, puede ser puesta en forma política o en forma religiosa. La política –y ya no estamos hablando de acuerdo a los registros de Schmitt, sino a los de Claude Lefort– para que exista, debe ser siempre «puesta en forma». La política obedece, por lo tanto, a una tautología, que es la puesta en forma política de la guerra arcaica entre el bien y el mal. Ese, y no otro, es el legado que lo político recibe desde el universo de lo religioso.

12.
La política ha de ser puesta en forma simbólica, pero también puede ser puesta en forma ideológica o en forma religiosa, y así ha sucedido ya tantas veces. Esa es una de las tesis centrales de Claude Lefort, como también uno de sus aportes fundamentales al pensamiento político de nuestro tiempo (Lefort, 1999:39).

A través de la diferenciación (y no de la separación) entre lo simbólico, lo ideológico y lo religioso, Lefort rebate dos tesis: la primera de modo implícito y la segunda de modo explícito. Una es la tesis liberal según la cual la política no es más que un derivado de la necesidad de regular entre diversos intereses económicos y sociales, de modo que si estos no existen, la política no tendría ninguna razón de ser. La otra es la tesis marxista que catapulta la política hacia el espacio de las puras representaciones, al espacio donde habita una supuesta superestructura ideológica que no reconoce ninguna diferencia entre simbología, ideología y religión, consideradas estas tres instancias como simples formas de enajenación respecto a la verdadera naturaleza social, que sería, en última instancia, la económica.

Aunque Lefort no lo dice, la relación entre lo simbólico, lo ideológico y lo religioso es, en parte, una extrapolación de la tríada lacaniana formada por lo simbólico, lo real y lo imaginario. Como es sabido, lo simbólico en la nomenclatura lacaniana es el mundo de la llamada normalidad, aquel en que vivimos la mayor parte del tiempo si es que no estamos soñando o enloquecemos. Lo imaginario, a su vez, es el espacio que surge de la presión del deseo que busca rebasar el límite de lo simbólico para realizarse en la figura sin nombre de un objeto presentido. Y lo real es lo que no sabemos ni conocemos porque como mortales nos está vedado saber y conocer y que, sin embargo, al ser real, nos atrae con esa fuerza magnética que está más allá de todo deseo y que en el fondo es lo que más desea el deseo. Lo real, sin embargo, no está situado en «otra parte», ajena a lo simbólico. Lo real, más bien, atraviesa, altera y sobrepasa el orden simbólico del discurso por intermedio del lenguaje del inconsciente. Es, en cierto modo, la energía de la materia que no es materia, pero que para seguir siendo energía necesita de la materia de la misma manera que el «ser» de Heidegger requiere del «estar» (ser ahí) para ser.

Por lo tanto, puedo afirmar, siguiendo las sugerencias de Lefort, que así como Freud dijo «ahí donde hay Ello debe haber Yo», la fórmula política más precisa debería ser: «allí donde hay ideología, allí y sólo allí debe ser restituido el orden de lo simbólico-político». La ideología, en este caso, debe ser entendida como esa barrera que se interpone entre la posibilidad del discurso y su lugar ignoto de proveniencia: ese «más allá» del discurso que está fuera de todo símbolo pero sin el cual no podría nacer ningún símbolo. Ese es, en cierto modo, el sentido del imperativo de Lefort: «poner en forma a la política».

Poner en forma política lo que no es político (lo social, lo económico, lo militar, lo ideológico) significa para Lefort traducir el lenguaje del inconsciente en el orden simbólico del discurso a través de la formación de un nosotros que se opone a un vosotros, que es, en el fondo, la misma idea de Schmitt. Lo importante, y esta es la posición de Lefort, es que esos tres niveles (llamémoslos así) no se presentan de modo separado sino enlazados el uno al otro, y hasta el punto que resulta imposible desunirlos. Para volver a una tesis sugerida al comienzo de este trabajo, tesis que dice que cuando pensamos resulta imposible renunciar totalmente al mundo de las representaciones ideológicas (y que no es deseable que eso ocurra), por muchas más razones no podemos renunciar al universo religioso al que Lefort llama «lo teológico», entre otras cosas porque de allí provenimos. Es por eso que el texto de Lefort que comentamos no se llama «la permanencia de lo teológico en lo político», sino que, en clave de pregunta, dice así: ¿Permanencia de lo teológico-político?* Es decir, lo teológico y lo político constituyen para Lefort una unidad indivisible, tan indivisible como lo es un alma respecto a un cuerpo. Pero cuidado: no estamos frente a ninguna nueva visión antropológica universal, válida para todo tiempo y lugar.

El análisis de Lefort no tiene pretensiones universalistas. Se refiere, exclusivamente a cómo lo político-teológico se articula entre sí en un determinado momento histórico: el periodo de la Revolución francesa, de acuerdo a la lectura de historiadores y cronistas como Tocqueville, Quinet y Michelet. Se trata, en fin, de realizar un fino trabajo de reconstrucción histórica. Esa es la razón por la cual Szankay y Scheule (1999:14) ven en Lefort –a través de lo que ellos llaman «re-politización del tiempo»– una suerte de negación de todo teoricismo universalista, posición que evidentemente Lefort comparte con Schmitt, para quien los portadores del antagonismo político no son representaciones de ninguna idea universal, ni mucho menos representantes de principios derivados de una supuesta humanidad («humanidad es bestialidad», es el conocido dictamen de Schmitt).

En fin, no es que el humano, como consecuencia de una «esencia natural», sea portador de una suerte de principio religioso universal, sino, lo que es muy diferente, que los hombres que hicieron la Revolución francesa no podían actuar, aun en el momento de la decapitación del monarca, sino de acuerdo a un legado que, dada las condiciones de tiempo y lugar, tenía que ser teológico y político a la vez. Eso no impide, sin embargo, que Lefort suponga que hay determinados procedimientos que pueden ser aplicados en diversas situaciones históricas; entre otros, el tener en cuenta que en lo político no podemos dejar de lado la dimensión ideológica ni la religiosa que acompaña a cada cadena de acontecimientos en el marco de una sola narración. Esa es una constancia. Ahora, la forma como esa constancia se articula entre sí es lo circunstancial, o si se quiere, lo histórico propiamente tal, es decir: lo que hay que des-cubrir para entender. Como escribe el mismo Lefort a través de un ejemplo que presenta como simplificación extrema de su postulado:

Lo que el pensamiento filosófico no puede hacer propio sin traicionar su ideal de la inteligibilidad es la afirmación de que Jesús es el hijo de Dios. Pero lo que el pensamiento filosófico debe tomar para sí es el sentido del advenimiento de la representación del Dios hecho hombre, pues ahí se entiende una modificación en la cual la apertura de la humanidad se realiza de nuevo sobre sí misma –y en los dos significados que hemos mencionado–. (1999:46).

El de Lefort es un postulado de indivisibilidad, el de la indivisibilidad de lo teológico con lo político, constatación que no niega la existencia de lo uno y de lo otro, del mismo modo –para seguir con el ejemplo– que la noción del «hijo de Dios» no niega la del «hijo del Hombre», que es así como se llamaba Jesús a sí mismo. En ese sentido lo político propiamente tal se encuentra situado en un «intermedio» –noción socrática–, justo ahí, en ese hueco imaginario que aparece entre el orden de lo simbólico y lo real. Y ese «lo real», en el trabajo de Lefort, tenía, en la Francia prerrevolucionaria, un doble significado: lo real de la «otra» realidad y lo real del Rey. El Rey, eso es lo que descubrió Lefort siguiendo la historia de la revolución según Michelet, es el representante de lo real (de Dios, en este caso) pero hecho hombre, y, por otra parte, de lo real-monárquico. En ese razonamiento, como vemos, Lefort no se diferencia en nada de Schmitt, para quien también el Rey era la representación del poder de Dios. La diferencia aparece recién después de esa constatación.

Para Schmitt se trata de restituir el poder de Dios, ya sea través de un Rey, ya sea a través de una dictadura soberana. Para Lefort, en cambio, aquello que deja la muerte del Rey tras de sí es un trono vacío. No un vacío de poder, sino un poder vacío, lo que no es lo mismo. Así se entiende la fina diferencia que hace Lefort entre el Rey y la monarquía. Eso significa que la muerte del Rey no lleva automáticamente a la desaparición del principio de la monarquía. Por el contrario, ese principio continúa vigente, pero señalando un lugar vacío de Rey, mas no de trono. O dicho de otra manera: la persistencia de lo real en lo simbólico se hace presente a partir de ese trono vacío que es la insondable presencia de una ausencia que no por ser ausencia deja de ser presencia. Ese, el lugar vacío del poder, no pertenece a nadie. Y para precisar más, agrega Lefort: «no pertenece a ninguno de nosotros» (1999:50). Con ese «nosotros» indica que la lucha por el poder viene de un nosotros políticamente constituido, nosotros que recién aparece frente al trono vacío pero que, a la vez, hace visible la presencia del trono sin el Rey.

Si lo decimos como Schmitt, el lugar del soberano ha sido vaciado, crimen que lleva a la lucha por la ocupación de la soberanía, que eso, al fin, es el sentido íntimo de la política. Quiere decir también: el pueblo no es por naturaleza ni por decreto un soberano. Sólo es soberano cuando en el espacio de la lucha política el pueblo se constituye como soberano («nosotros somos el pueblo»). La soberanía, puedo agregar, no es algo que se tiene; es algo que se obtiene. El medio de la obtención es la política, o lo que es igual, la lucha por ocupar el lugar de la soberanía: el del trono vacío que, para que exista la posibilidad de la soberanía, debe permanecer siempre vacío.

Y aunque Lefort sólo pensaba en Francia mientras escribía, y a riesgo de traicionar la intención del filósofo, no puedo evitar mirar hacia el lugar del poder en otras naciones que me rodean. En algunas de ellas ha sido restituida la idea, mas no la realidad de la monarquía, o lo que es parecido: no ha sido restituida la monarquía; pero sí la realeza, que es lo mismo que decir, un soberano sin soberanía. En otras, imitando inconscientemente al monoteísmo precristiano, ha sido puesto sobre el trono un libro: el Libro de la Ley; si no una Biblia o un Corán, por lo menos una Constitución. En otras, sus pueblos han decidido conservar el trono vacío, pero poniendo delante del trono una pequeña silla hacia la cual, cada cierto periodo, alguien es enviado a sentarse, para que la silla, mas no el trono, permanezca ocupada. O lo que es parecido: para que nadie intente ocupar el trono, será al menos permitido ocupar una silla.

Quien se sienta en una silla adelante del trono es, concluyo: el Pre-sidente. Y la etimología latina de la palabra «presidente» es: el hombre que se sienta adelante; el hombre-silla (Chairman), el que pre-side. Hay incluso naciones tan presidencialistas que han decidido sacar la silla y en su lugar han puesto un sillón: el sillón presidencial, que es lo que más se parece a un trono. Por cierto, tampoco han faltado los presidentes que han confundido el sillón con un trono y persisten en seguir sentados ahí hasta el fin de sus días. Sin embargo, el trono sigue vacío y si la lucha política se define por la intención de ocupar el trono vacío, el trono vacío es a la vez –esa es la idea de Lefort– la condición para que la lucha continúe, pues de esa lucha no sólo depende la permanencia de lo político. Depende, además, la forma política que hemos elegido en Occidente para representarnos a nosotros mismos: la democracia. La democracia –es mi deducción– vive de la quimera de una unión trascendental e imposible con el infinito.

Ese, el trono vacío, iluminado apenas por un tenue rayo de luz que nadie sabe de dónde viene, es el sitio de Dios, exista o no exista Dios.

Notas:

* Lefort, 1999. Versión en español: «¿Permanencia de lo teológico-político?”, en C. Lefort, La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Esteban Molina, ed., trad., y prólogo, España, Anthropos Editorial, 2004, pp. 52-129. N. del C.




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