Fernando Mires – América Latina: LAS MUJERES Y EL PODER

Publicado originariamente en POLIS el 06.12.2012
Podría ser un tema de comidilla dominguera o de simple boulevard. Pero tratado con cierta seriedad podría ser también un buen inicio para una discusión política o sociológica. Me estoy refiriendo al gran número de mujeres que en América Latina ha alcanzado las más altas cúspides del poder.
Desde Chile, donde Michelle Bachelet fue la primera presidenta electa de Sudamérica; desde la Argentina de Cristina viuda de Kirchner; desde el Brasil de Dilma Rousseff; desde ese Perú donde Keiko Fujimori estuvo a punto de llegar al gobierno y en donde la primera dama Nadine Heredia perfila actitudes presidenciables; desde Honduras donde asola la candidatura de la esposa del ex -presidente Zelaya, Xiomara Castro; desde Nicaragua donde la presidenta inoficial Rosario Murillo hace de las suyas, hasta llegar a la Costa Rica de Laura Chinchilla, en todas esas naciones las mujeres parecieran estar alcanzando un poder que en un pasado no muy lejano fue sólo atributo de hombres.
¿Son todos estos ejemplos (u otro que quizás se me escapa) señales que delatan como en América Latina el orden matriarcal está desplazando al patriarcal? ¿Es esa la muestra de una emancipación de género que supera a la Europa liberal y en cualquier caso a los EE UU donde las primeras damas no son más que eso: damas? ¿Estamos asistiendo a la feminización del poder, definitivo triunfo del feminismo radical?
Y bien; con cierto temor a lastimar sentimientos libertarios afirmaré que nada de eso está ocurriendo. Sostendré, además, la opinión de que el poder político patriarcal continúa incólume. Y por si fuera poco, sugeriré que el patriarcalismo pervive en América Latina gracias y no en contra de las damas presidenciales. Más todavía, y a riesgo de ser mal entendido por alguna feminista radical, resumiré lo dicho en una sola tesis:
Las mujeres que han alcanzado o están en vías de alcanzar la presidencia de repúblicas latinoamericanas, actúan, representan y continúan el nombre de algún hombre carismático. Ellas han sido ungidas, protegidas y enviadas al poder gracias al carisma de un padre o esposo que las antecede. En el sentido de Lacan, podríamos decir que ellas actúan no sólo de acuerdo “al” nombre del Padre sino, además, “en” nombre del Padre.
Como es sabido, el Nombre del Padre según Lacan, denota el acceso del niño al mundo simbólico representado por el Padre castrador. En el caso de las presidentas latinoamericanas, el traspaso del “muro maternal” significa también la entrada al mundo del Padre, pero -y eso es importante- “en nombre del Padre”. Ese Padre, al igual que en la teoría psicoanalítica, no es casi nunca el padre biológico. En algunos casos, tal como ocurrió en el Génesis bíblico, se trata sólo de un padre-esposo. En la mayoría, de un padre político. En ambas variaciones, la Eva-presidenta en versión latinoamericana ha sido construida con la costilla de algún Adán político, casi siempre un presidente antecesor.
Suele suceder entonces, como ocurrió a Cristina Fernández, que el esposo después de muerto se convierte en el padre totémico de toda la nación. Razón por la cual Cristina invoca el nombre de Él (así le dice, como si el pobre fuera Dios), comunicando así que ella es portadora de una energía viril que proviene de ultratumba. Pocas veces la palabra carisma en el sentido de Max Weber  (representación de un antepasado fundacional) ha encontrado tanta justificación como en el ejercicio argentino del poder.
Michelle Bachelet para no ser menos, tuvo dos padres carismáticos. Uno, su padre-natural: el general Bachelet, asesinado durante la dictadura de Pinochet. Otro, su padre político: Ricardo Lagos quien la ungió como sucesora. De acuerdo a la paternidad natural, y al igual que la primera presidenta de Latinoamérica, Violeta Chamorro -esposa del gran periodista y político Pedro Joaquín Chamorro, asesinado por Somoza- Michelle emergió como portadora de una mítica vindicación histórica. Pero al igual que Dilma Rousseff -quien alcanzó la presidencia ungida por Lula- o de Laura Chinchilla -continuadora del prestigioso Premio Nobel Presidente Oscar Arias- Michelle llegó a la presidencia para proseguir la obra democratizadora del entonces muy popular Ricardo Lagos.
Recién ahora, más emancipada del recuerdo de su padre mártir y del ya no tan popular Ricardo Lagos, podría Michelle Bachelet ser la primera latinoamericana que alcanzará el gobierno gracias a luces que dimanan de su propio carisma. El “progresismo chileno” al menos, necesita con urgencia de su extensa maternidad. Pues ella, guste o no, es la única persona que puede sentarse junto a comunistas y democratacristianos sin despertar celos ni rencores.
Cristina como presidenta fue esposa y ahora es hija espiritual de Nestor Kirchner. Michelle, Dilma y Laura  (y quizás Keiko alguna vez) tuvieron o tienen poderosos padres políticos. Hasta ahora todas han sido buenas hijas: las hijas de la obediencia. Ninguna de ellas ha tenido, como es el caso de muchos presidentes masculinos, un comportamiento edípico. Ninguna ha roto con nada ni se ha rebelado en contra de nadie. Todas han sido fieles continuadoras de sus amados padres. Lo mismo sucede al parecer con las esposas presidenciales.
El ejemplo más llamativo en estos momentos es el de Xiomara Castro, esposa del acaudalado terrateniente Manuel Zelaya. Impedido este último para presentarse como candidato, fue encomendada a su esposa la tarea de asumir en su nombre la candidatura, pero al precio de que ella pasara a transformarse en verdadera zombi política del defenestrado ex -presidente. Así, doña Xiomara no sólo representa a su marido; además, ha incorporado sus gestos y hasta la retórica del socialismo latifundista que popularizó Zelaya. Incluso se ha encasquetado el sombrero de Mel, tan parecido al que usaba John Wayne en sus películas de vaqueros. En fin, Xiomara es Zelaya convertido por gracia no divina en mujer.
En la vecina Nicaragua, otra mujer se erige como representante de su marido en el poder. Pero a diferencias de Xiomara Castro, Rosario Morillo ha asumido el rol de madrastra de la nación, rol encomendado a ella por el mismo Daniel Ortega. Cuentan las buenas lenguas que doña Rosario, después de haber merodeado en las oscuridades del poder, ha llegado a ser la verdadera presidenta, aunque los más indulgentes aducen que sólo co-gobierna. En uno u otro caso asume roles que no están garantizados por ninguna Constitución, sobre todo cuando reparte puestos públicos a diestra y siniestra entre amigos y familiares, o da curso libre a sus excentricidades estéticas. Pero ¿cuándo ha interesado la Constitución a la familia Ortega?
A primera vista similar, pero en segunda vista diferente, es el significado político alcanzado por Nadine Heredia en Perú, hasta el punto de que casi todos dicen en su país que ella ha demostrado más apostura presidenciable, mejor visión de estadista e incluso más inteligencia que su marido. Así se explica por qué no son pocos quienes buscan postularla como futura presidenta. Pero, aún si eso ocurriera, Nadine Heredia representaría sólo una versión mejorada de Humala; en ningún caso su negación.
Y para terminar, una aclaración necesaria: La dependencia del poder masculino tan propio a las presidentas latinoamericanas no significa en ningún caso menoscabar las dotes políticas que ellas poseen. Todo lo contrario. Se trata de mujeres inteligentes, políticamente talentosas, y en algunos casos, retóricamente brillantes. En muchos puntos ellas superan las cualidades de sus carismáticos progenitores. De ahí que lo único que se intenta remarcar en estas líneas sea que no existe ninguna razón para imaginar que la llegada de tantas mujeres a la presidencia tiene algo que ver con la emancipación femenina, con la feminización del poder o con nada parecido.
El poder latinoamericano, el gubernamental al menos, continúa siendo patriarcal, más allá de que ese patriarcado aparezca en la luz pública portando rostro de mujer.
Lacan habría dicho que la falencia de las presidentas latinoamericanas es fálica. Expresado en lenguaje más simple, eso significa que la apropiación material del poder no es lo mismo que su representación simbólica. Conclusión importante si se tiene en cuenta que la política es antes que nada una práctica simbólica.