Fernando Mires -ESOS DERECHOS QUE SON TAN HUMANOS (un ensayo)



 
La Declaración de 1948 de las Naciones Unidas donde fueron inscritos los derechos humanos surgió en un espacio occidental como propuesta a las naciones. De ese origen ha sido derivada una infundada acusación que todavía sigue escuchándose monótonamente como una ordinaria crítica a los derechos humanos: el de ser universalistas e individualistas y por lo mismo no tomar en cuenta, en su debida magnitud, los derechos de pueblos, “sociedades” y culturas. Particularmente, esa acusación ha provenido de sectores políticos que subscriben ideologías a) comunistas b) culturalistas y b) religiosamente fundamentalistas.
De acuerdo a la ideología comunista, el ser humano, al ser una entidad social, no puede ser separado de las relaciones sociales a las cuales pertenece. Es por esa razón que cada conciencia individual es, según esa ideología, expresión de una conciencia de clase. Por lo tanto, los Estados socialistas, al establecer el primado de la conciencia de clase “proletaria” por sobre la “burguesa”, se encontraban autolegitimados para defender los derechos de la supuesta colectividad que representaban frente a las clases “enemigas”. De ahí que violar derechos individuales era para ellos una posición justa si se trataba de proteger y defender los llamados derechos sociales. De este modo, las dictaduras comunistas se arrogaron el derecho de asesinar a muchos disidentes, amparados en la doctrina de los derechos colectivos. Esta es por lo demás la esencia de la doctrina totalitaria, que aún en nuestros tiempos suscriben Estados como el chino, el coreano y el cubano.
De acuerdo a la ideología culturalista, esas entidades colectivas que son las culturas deben ser consideradas como unidades orgánicas, dotadas de vida propia, dentro de las cuales el individuo no es más que una minúscula parte de un todo cuya existencia no cuenta más que la de una hoja respecto a un árbol. Las ideologías culturalistas suponen, por lo mismo, que las culturas, al haber producido sus propios valores, no necesitan ni requieren de derechos políticos, y mucho menos extraculturales, y en ningún caso, extraestatales. Dicha doctrina es defendida por representantes de sistemas culturales cerrados que excluyen la existencia de, y por lo mismo la convivencia con otras culturas, o que establecen una relación de dominación y de represión sobre otras culturas. Curiosamente, más que en las unidades culturales, dicha posición ha tomado fuerza en círculos occidentales que buscan hacer de cada cultura una entidad sacra que no puede ni debe ser alterada, por el sólo hecho de ser una cultura. Dicha posición abarca un espectro relativamente amplio que va, desde un culturalismo que defiende reservados culturales de a veces supuestos aborígenes con la misma pasión con que los ecologistas radicales defienden la intocabilidad de los ecosistemas, hasta llegar a sectores que en nombre de la defensa de las culturas, incluyendo la occidental, postulan la marginación de otras culturas.
El fundamentalismo religioso a su vez, que en cierto modo puede ser considerado como un derivado de la posición culturalista, supone que los derechos humanos al haber surgido de un orden secular, no tienen nada que hacer en órdenes socioculturales que se rigen de acuerdo a un orden religioso. No sin cierta razón, plantean sus exponentes, en Occidente los humanos hubieron de inventar derechos políticos, nacionales e internacionales debido a que el fervor religioso no era en sí suficiente para ordenar la vida colectiva, esto supone que los derechos humanos deben ser considerados como el producto de una ausencia de espiritualidad colectiva. A partir de esa constatación, que, repito, no es totalmente errónea, algunos sectores islámicos plantean que hacer valer los derechos humanos por sobre aquellos derechos dictados por Dios en pueblos dotados de una profunda espiritualidad, significa una blasfemia que no pueden ni deben aceptar. Dicha posición no es abogada sólo por sectores fundamentalistas, sino incluso por representantes religiosos relativamente abiertos al “diálogo intercultural”.

Esa necesaria blasfemia

Precisamente hace algún tiempo escuché decir en un foro televisivo a un representante de la religión islámica que los pueblos islámicos no requieren de los derechos humanos, pues todo lo que dicen los derechos humanos ya se encuentra en el Corán. ¿Para qué suscribir unos derechos que no son sino la réplica de los nuestros?, se preguntaba, con cierta lógica. Sin embargo, por el sólo hecho de hacerse esa pregunta, ese representante del islam delataba el carácter narcisista de su visión religiosa, pues estaba hablando nada menos que en un programa televisivo de un país que no es musulmán, en un continente que no es musulmán. En esas condiciones si ese representante del Islam hubiera entrado en conflicto con el orden político del país en que estaba haciendo esas declaraciones, no habría podido recurrir, para defenderse, a la doctrina del Islam, por la sencilla razón de que no estaba en un país islámico. Para defenderlo sus abogados habrían debido recurrir a la legislación de ese país, y si ésta no era suficiente para defender sus derechos, quisiera o no, habría tenido que recurrir, en algún momento a la letra simbólica y secular de los derechos humanos. Por esa misma razón, cuando los derechos de los ciudadanos islámicos son atropellados en determinados países europeos aquellos reclaman sus derechos inalienables que como ciudadanos les garantizan las constituciones estatales, ya que como humanos tienen su representación en la Declaración. Pero en ningún caso recurrirían a la doctrina del Islam. Muchos trabajadores musulmanes que viven en países europeos no podían, objetivamente, estar de acuerdo con la tesis de ese religioso.
Los derechos humanos no surgieron en primera línea para reglamentar las relaciones al interior de las culturas, pueblos y naciones pues éstas ya están regidas por leyes, religiosas o jurídicas, pero sí, hay que convenir que uno de sus propósitos era codificar las relaciones entre culturas y pueblos, tanto al interior como al exterior de las diversas naciones. La aplicabilidad de los derechos humanos al interior de una entidad territorial, particularmente de una nación, sólo entra en vigencia cuando no existen leyes o normas particulares, o cuando éstas han perdido su vigencia como consecuencia del derrumbe de un orden constitucional, o cuando se aplican mal, o cuando no se aplican. En ningún caso los derechos humanos pueden substituir a la Constitución de un país; ni siquiera a sus leyes religiosas, sobre todo cuando éstas se encuentran en conformidad con la letra de la Declaración y son aceptadas por los miembros de una comunidad cultural o nacional. A la inversa, ninguna Constitución o código particular, mucho menos una doctrina religiosa, puede arrogarse la facultad de reemplazar la vigencia internacional de los derechos humanos, sobre todo cuando se trata de la regulación de intereses extranacionales y extraculturales.
Ese representante del Islam del citado ejemplo (podría haberlo sido de cualquiera otra religión) que decía no necesitar de la Declaración, bastándole sólo la letra del Corán, estaba revelando, sin darse cuenta, una de las razones por las cuales los derechos humanos son tan necesarios. Pues, las culturas al ser culturas son particularistas (o sino no serían culturas). Y cuando se declaran universales entienden por ello una universalidad que se deriva sólo de su propia particularidad. Eso significa, además, que al ser particularistas las culturas constituyen entidades autocentradas pues cada miembro de cada cultura supone que la cultura a la que se adscribe es mejor que las demás culturas pues si no fuera así no se adscribiría a esa cultura. De modo que cuando esas culturas se encuentran configuradas religiosamente, y casi todas las culturas lo están, suponen que el Dios que las representa en el más allá es el verdadero. El problema se agrava cuando la configuración religiosa de cada cultura se expresa en religiones misionales y expansionistas como son la cristiana y la islámica. Eso explica que cuando una cultura se establece como entidad hegemónica en un determinado espacio territorial, tienda a subordinar e incluso a tiranizar a las culturas minoritarias. En ese sentido habría sido interesante preguntarle al representante televisivo del islam que negaba la vigencia universal de los derechos humanos en función de una particularidad religiosa-cultural, si su opinión podía ser compartida por las minorías no islámicas que habitan en países islámicos, y por supuesto, si podía ser compartida por las minorías islámicas que viven en países no islámicos. Tanto las unas como las otras –y así sucede con todos los pueblos y culturas y religiones que constituyen minorías en determinadas unidades nacionales– tienen que aceptar, quieran o no, la inevitable blasfemia de que más allá, y a veces, por sobre el derecho divino o ideológico al que ellos adscriben, hay derechos humanos que son políticos, es decir, ni religiosos ni ideológicos, y que rigen para todas las naciones representadas en la ONU, y para todas las culturas que los requieran; y que si ellos no pueden o no quieren cometer esa blasfemia al interior de una cultura, sí tienen que aceptarla, por lo menos al exterior de ella. No tienen, por lo demás otra alternativa. Lo contrario significa caer en el infierno de los talibanes o en algo que se le parezca.
Es esa necesaria blasfemia la que les permite a las culturas seguir adscribiéndose a valores y a creencias de las cuales sus miembros no pueden separarse sin perder su identidad, como individuos y como pueblos. Es cierto que debe ser durísimo para quien cree en un derecho divino defender ese derecho mediante la recurrencia a un derecho secular de carácter universal y por si fuera poco, que pone al individuo como ser, y no a una cultura, en su centro.
En cierto modo la existencia de derechos humanos seculares (no religiosos) y universales erosiona la creencia en un orden social reglamentado por leyes divinas e ideológicas y obliga a determinados pueblos a hacer uso de medios que no existen al interior de sus propias culturas, en especial a medios políticos, que implica no sólo el reconocimiento de sus propios derechos, sino también de sus propios deberes frente a los demás. Por otra parte, las culturas y religiones, sobre todo cuando son minoritarias, no tienen en este mundo otro medio de defensa, y poco a poco, tanto musulmanes como tibetanos, cristianos como hinduístas, indios americanos como kurdos o armenios o albanos, y tantos más, han ido aprendiendo que sus derechos particulares sólo pueden ser defendidos si suscriben una universalidad de derechos que si bien no son en sí legales (sólo lo son cuando se inscriben en las instituciones nacionales, es decir, cuando los derechos humanos son convertidos en derechos ciudadanos) son cada vez más legítimos, porque, y ahí reside uno de los principales significados de los derechos humanos: su universalidad surgió no en contra sino en defensa de las particularidades. Hoy, en un mundo que antes de que aparecieran las teorías de la globalización ya era global, las particularidades sólo pueden existir sobre la base de la existencia de una universalidad.
En el caso de los derechos humanos, universalismo y particularismo no son dos términos antagónicos sino complementarios.
Lo mismo ocurre con la relación que se da entre derechos colectivos y derechos individuales.

Por la defensa del individuo

Los derechos humanos, para defender intereses colectivos, no podían haber sido planteados en un sentido colectivista, sino en uno individual. Pues toda colectividad tiene límites, y el límite más preciso de cada colectividad es otra colectividad. Suponer que los derechos humanos deberían haber establecido la primacía de lo colectivo por sobre lo individual significaría ni más ni menos adscribirse a la idea de que existe una suerte de principio colectivo que regula las relaciones de todas las colectividades, esto es, que existe una suerte de colectividad de colectividades. Ahora bien, lo único colectivo que tienen las colectividades entre sí son los individuos, pues no hay colectividades sin individuos, de modo que si se quiere defender los derechos de las colectividades hay que partir de lo que éstas tienen en común, los individuos, por mucho que hayan comunidades que nieguen la existencia del individuo como tal.
No obstante, debe ser destacado que el individuo de los derechos humanos no es una abstracción filosófica o antropológica. Es un individuo que tiene el derecho a tener derechos, y al tener ese derecho es tendencialmente un individuo integrado pues nadie puede tener derechos sólo con relación a sí mismo. Es decir, se trata de un individuo tendencialmente político. Dicha afirmación se prueba ya en el artículo 1 de la Declaración que dispone:
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
La dignidad asegura la integridad del ser humano como unidad existencial, y los derechos aseguran el mantenimiento de esa integridad con los demás humanos. La afirmación se prueba de modo más explícito en el artículo 2 de la Declaración que comienza así:
Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración ...
Y todavía más explícito es el artículo 6:
Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica.
Con lo que de hecho la Declaración acepta el desdoblamiento del individuo biológico en individuo jurídico, pues la personalidad jurídica es la carta que acredita a cada individuo no sólo ante sí mismo, no sólo frente a los más íntimos, sino frente a todos los miembros de una comunidad estatal y nacional.
Personalidad viene de persona y persona significa en griego máscara, que es a su vez la forma que asume la representación individual ante los demás, es decir, se trata de una identidad certificada no ya en máscaras, sino en papeles que prueban nuestra existencia jurídica (certificado de nacimiento, cédula de identidad, pasaporte, etc). A esa certificación tenemos derecho y a partir de ese derecho a otros derechos, pues por medio de esa certificación identificatoria nos convertimos en ciudadanos y, con ello, en seres potencialmente políticos. El individuo de la Declaración es entonces un individuo en disposición política, lo cual quiere decir: un individuo en relación con los demás.
Y aunque el individuo como tal no existiera –o sólo existiera como ficción jurídica, pues cada uno de nosotros es portador de múltiples experiencias y tradiciones colectivas, es decir, cada individuo es a la vez una entidad cultural (incluso multicultural)– las colectividades necesitan de sus individuos para comunicarse entre sí. Pero, por lo mismo, la defensa del individuo, aunque ese individuo sea sólo una ficción jurídica (que después de todo no es tan ficticia porque este ensayo lo estoy escribiendo yo y no mi vecino) no es inseparable de la defensa de una colectividad; incluso es necesaria a ella.
Los derechos de una sola colectividad pueden ser defendidos prescindiendo de sus individuos. Pero no ocurre así con los derechos de todas las colectividades, y los Derechos humanos no serían tales si favorecieran a unas comunidades en contra de otras.
Pero no sólo en nombre de una arcaica idea de colectividad han sido socavados los derechos de otras culturas. En países occidentales el menosprecio a las llamadas minorías culturales ha pretendido muchas veces ser fundamentado en la noción supuestamente liberal del derecho de acuerdo a la cual  por sobre la autonomía de grupos, pueblos y culturas, ha de primar la autonomía individual. Dicho trasfondo supuestamente liberal que toda democracia moderna contiene suele ser interpretado como dicotomía insalvable entre derechos individuales y culturales. Pero esa dicotomía no existe. No hay individuo en esta Tierra que no haya sido formado en contextos culturales precisos y concretos. De modo que la subvaloración de las culturas en nombre de la valoración del individuo, significa desvalorizar los fundamentos formativos de cada individuo, vale decir, al individuo mismo.
No se puede decir a nadie: "A ti te valoro, pero no a la(s) cultura(s) que representas". Porque cada uno de nosotros –se repite la idea– es representación individual de contextos culturales. La protección del individuo es protección a su, o a sus, culturas, o, para decirlo con Habermas: "La identidad de cada uno está acoplada con identidades colectivas y sólo puede estabilizarse en una red cultural, que es propiedad personal de cada uno del mismo modo que el lenguaje materno" (1996, op.cit.p.258).
Quitar valor a unas culturas en nombre de la superioridad dudosa de otras es desvalorizar a los individuos que la forman, algo equivalente a violar el fundamento individual propio a toda democracia moderna. Eso no significa considerar a las culturas como compartimentos cerrados a los cuales hay que conservar como ocurre con determinadas especies, o con sistemas ecológicos. La protección a las culturas es en primera línea protección a las personas que las constituyen. Es en ese punto en donde se afirman los principios liberales consustanciales a toda democracia moderna. Si atentar contra culturas es atentar en contra de individuos, limitar derechos individuales en nombre de determinadas adscripciones culturales, significa atentar en contra del propio proceso de desarrollo cultural.
Porque las culturas, valga la paradoja, son procesos de formación cultural.

Los individuos son universales

Por otra parte es mucho más procedual y lógico defender a las culturas o sistemas sociales a través de los individuos que las representan que a los individuos por las culturas o sistemas sociales por la que esos individuos son representados. Si ocurre lo último los derechos humanos tendrían obligatoriamente que tomar partido por unas culturas en contra de otras, o por unos sistemas de gobierno en contra de otros, y con ello perderían aquella parte no pequeña de legitimidad que proviene de su neutralidad formal frente a todas las culturas, pueblos, naciones y estados.
No hay que olvidar que cada individuo es una entidad concreta. Las culturas y las ideologías, en cambio, son entidades abstractas, como son casi todas las unidades colectivas. Si en un país islámico las mujeres son apedreadas por supuestos delitos, sería improcedente poner en el banquillo de los acusados al Islam porque, como se sabe, en la gran mayoría de los países islámicos, las mujeres no son apedreadas.
Ahora bien, si esto vale para los pueblos culturalmente (es decir, religiosamente) organizados, con mucha mayor razón ha de valer para las colectividades, particularmente, para las naciones ideológicamente organizadas. Porque tales naciones tienen en común con las culturas la rigidez del pensamiento y la recurrencia a los ritos y a los dogmas. Sólo con la diferencia de que las ideologías carecen de la, a veces muy profunda, espiritualidad de las culturas. Por cierto, si en un país que se autodenomina socialista sus enemigos internos son fusilados, los derechos humanos, si optaran por la aplicación colectiva de su vigencia, no pueden condenar al socialismo como doctrina y sistema (independientemente de que en su nombre hayan sido cometidos crímenes horrorosos), pero sí al dictador (un individuo) que en nombre de una ideología se permite asesinar a sus enemigos. Pero, a la vez, una campaña de denuncia por los casos de apedreamiento a las mujeres en el caso de una nación religiosamente fanatizada, o por los fusilamientos de enemigos políticos, en el caso de una nación donde gobiernan tiranos ideológicamente fanatizados, al mismo tiempo que defiende la integridad, es decir, los derechos humanos más elementales de individuos, cuestiona, necesariamente el orden cultural o social, aún sin nombrarlo, donde se cometen tamañas barbaridades. En estos casos se demuestra el carácter esencialmente político de los derechos humanos. Porque lo político opera en el espacio de lo simbólico (simbólico no quiere decir irreal; todo lo contrario: todo símbolo es símbolo de una realidad) que es también el de las representaciones. Cada delito, vejación, asesinato, cometido contra un individuo en un determinado orden social, cultural y/o religioso, significa un punto en contra de ese orden.
Defender en nombre de los derechos humanos a una mujer apedreada es defender al mismo tiempo a todas las mujeres que han sido y serán apedreadas en nombre de supuestos dioses en uno o en varios países. Protestar en nombre de los derechos humanos por los fusilamientos que tienen lugar bajo una dictadura militar (socialista o fascista; o ambas cosas a la vez, aquí eso no tiene importancia) es protestar por todos los fusilamientos que han ocurrido y ocurrirán bajo dictaduras militares. Es decir, los derechos humanos están ahí para que se hable en su nombre y por lo mismo para que sean establecidas marcas en ese camino sin fin que es el de la libertad humana.
En resumen: los derechos humanos perderían toda autoridad moral y con ello su legitimidad, si en nombre de intereses colectivos, callaran sobre la violación de los derechos elementales que en diversos lugares de la Tierra les son negados a los individuos. Sólo defendiendo a los individuos pueden alcanzar los derechos humanos la dimensión universal que hoy poseen. Por esa razón no son tanto individuos aislados sino los pueblos y culturas oprimidas quienes, cada vez, y de modo más creciente, recurren al amparo de esos derechos que son de todos, y que al mismo tiempo, no tienen ningún dueño.

Los derechos y los límites

Quienes critican a los derechos humanos su carácter universal o universalista, olvidan que es precisamente ese universalismo el que limita las pretensiones universalistas que dimanan de diversas culturas u órdenes sociales. En especial las culturas que por estar avaladas religiosamente (y casi todas las culturas lo son) poseen, como ya se ha dicho, una tendencia narcisista, es decir, se consideran ellas mismas como las mejores y las más verdaderas.
Para insistir en el caso de las culturas hay que repetir que se trata de entidades autocentradas, basadas en un sistema de jerarquías donde la religión y sus instituciones, la tradición y la autoridad, configuran su mundo interior. Por lo mismo, casi todas las culturas poseen una pretensión universalista frente a las demás culturas, y las tendencias de cada una de ellas están basadas en el principio de autoafirmación, lo que suele realizarse en contra de sus miembros disidentes y de otras culturas. Por eso, en un mundo pluricultural como el que vivimos, las culturas necesitan de instancias externas a ellas que les pongan límites. Cuando por ejemplo en el período totalitario de la revolución chiíta en Irán, ayatolá Jomeini ordenó a todos los musulmanes asesinar al escritor disidente Salman Rushdie, lo hizo con la mayor naturalidad del mundo pues en su concepción universalista del islam suponía que le estaba permitido dictaminar sobre la vida o la muerte de personas que vivían muy lejos, en otros países, y que se encontraban bajo el amparo de otra Constitución muy diferente a la que regía en Irán. Fue como consecuencia de la enorme movilización “derechohumanista” que provocó el dictamen del fanático gobernante que los demás ayatolás se vieron obligados a reconsiderar el caso, y ajustar su soberanía a los límites geográficos en donde ellos habían implantado el dictado de la sharia, o ley política del islam.
El caso del dictamen de Jomeini es muy interesante pues lo hizo en su triple calidad de representante de una cultura, de una religión y de un Estado. Ese caso demostró, y de modo muy preciso, que el carácter universal de los derechos humanos tiene entre sus tareas principales la de limitar, y no la de propagar, el universalismo que tiende a surgir de las entidades particulares colectivas. En cierto modo, y valga la paradoja, el universalismo de los derechos humanos es un universalismo antiuniversalista.
En el mismo sentido las tiranías seculares (ideológicas) que se establecen en diversos países, al mismo tiempo que carecen de los límites internos que impone la moral religiosa, carecen de los límites externos, pues toda ideología, aún más que la cultura, es ilimitada, y tiende, por ser ideología, a la grandiosidad y a la omnipotencia. Así se explica que cada tirano que manda a asesinar a sus súbditos cree actuar en nombre de toda la humanidad, y son los primeros en sorprenderse cuando desde fuera son criticados, incluso a veces por quienes alguna vez fueron sus amigos, quienes confrontados con el mundo en que viven, donde mal que mal imperan esos incómodos derechos humanos, tarde o temprano se apartan guiados por el propio espíritu de los derechos humanos que les dice: “Hasta aquí no más; hasta aquí no más se llega”.
Hay, en efecto, dictaduras que debido al momento romántico en que surgieron (una revolución, por ejemplo) cautivan el corazón de muchos intelectuales. Así ocurrió una vez con Mussolini, al que muchos intelectuales socialistas e incluso comunistas apoyaron en sus primeros momentos. La calidad moral de esos intelectuales se midió no cuando apoyaron al dictador sino cuando llegó el momento de apartarse de él. Muchos lo hicieron. Otros no. A estos últimos no los recuerda nadie. Pero aún incluso esos intelectuales cómplices merecen hoy cierta comprensión. En ese tiempo no existía la Declaración de los Derechos Humanos. Ellos podían escudarse al menos en la ignorancia de una legitimidad que sólo se encontraba moralmente prescrita en mandamientos y máximas. Hoy en cambio esos derechos rigen en el universo político, tanto en el simbólico como en el real. Nadie puede hoy alegar ignorancia, y quien justifica un crimen en nombre de esto o aquello, no puede recurrir a ninguna legitimación que no sea ideológica.
En efecto, suele ocurrir que muchas dictaduras han surgido de un pasado revolucionario, y por lo mismo tienen una proveniencia legítima. Pero la legitimidad de origen no es causa de legitimidad permanente. Suponer lo contrario es un absurdo jurídico, político y moral.

Una lista interminable de derechos

El problema es mucho más evidente si se considera que el mundo ideológico de cada dictador no sólo es narcisista como es el caso del mundo cultural de las teocracias, sino, además, autista. Cada dictador imagina que es el centro del mundo y cree actuar en nombre de una verdad supuestamente universal. Los derechos humanos, que si bien pueden no derrocar a las dictaduras (no fueron hechos para eso), son al menos un límite frente al universalismo que cada una de ellas imagina representar. Son, si se quiere, la protesta estridente de la realidad exterior que hace llevar a los dictadores, sean estos ideológicos o religiosos, sino a la cordura (eso es imposible) por lo menos a cierta limitación.
Pero no sólo dictaduras y teocracias se ven obligadas a reajustar las normas que provienen de su legalidad interna a esa legitimidad externa configurada por los derechos humanos. Incluso las democracias deben ajustarcada cierto tiempo su legalidad a esa legitimidad exterior a ella representada por los derechos humanos. Porque en ninguna democracia está excluída la violación de los derechos humanos, incluso su violación por medio de la legalidad, como es el caso de la pena de muerte en EE UU o del trato vejatorio a que han sido sometidos los trabajadores extranjeros en países europeos.
Casi en ningún país de la tierra existe un acoplamiento exacto entre legalidad y aquella legitimidad inscrita en los derechos humanos, de modo que siempre hay un campo de tensión entre la una y la otra. Pero es precisamente esa tensión el hecho que permite a tantos humanos luchar por sus derechos. Y el verbo luchar debe ser entendido en su pleno sentido político. Porque no se lucha por lo que se tiene sino por lo que no se tiene, o por aquello que se tiene pero está amenazado de no tenerse. La importancia política de los derechos humanos no reside tanto en que ellos se cumplen, sino en el hecho de que muchas veces no se cumplen. Esto significa que los derechos humanos no son un regalo de los dioses, sino un objetivo por el cual siempre se ha de luchar, lo que implica además ir incorporando nuevos derechos a un listado que tiene que ser interminable, pues el día en que todos los derechos humanos se cumplan en todas partes y, por lo mismo, no sea más necesario tener nuevos derechos, habremos llegado al reino de los cielos. Pero en el cielo no reinan los vivos sino las almas de los muertos. En los reinos de esta tierra habrá que seguir denunciando y luchando por esos derechos que no tienen fin.
No obstante esos derechos nunca habrían surgido si es que previo a su escritura no hubieran sido configurados en códigos, máximas y mandamientos, las líneas que separan “lo bueno” de “lo malo”, configuración que ha sido además transcrita en diversas constituciones de diferentes países de la Tierra. De modo que para volver al caso del representante del islam que argumentaba no necesitar los derechos humanos pues le bastaba la letra del Corán, habría que haberle contestado que esos derechos que él desconocía no habrían sido nunca posibles sin la existencia previa del Corán, de la Biblia o de la Tora, o de tantos otros libros sacros. En resumen, en esos derechos se encontraba la realización política y universal de una moral, religiosa o no, acumulada en siglos de experiencias. Y esa es precisamente una razón para aceptar esos derechos; y no para desconocerlos.
Los derechos humanos transcriben en un lenguaje universal múltiples derechos particulares del mismo modo que su lectura debe ser traducida –no solo idiomática, también culturalmente– a muchas realidades particulares. Pues al fin y al cabo la palabra particularismo no existiría si no hubiese universalismo (y viceversa).
Es que esos derechos que son humanos no los necesitamos porque los tenemos; más bien ocurre lo contrario: los tenemos porque los necesitamos.

Derechos humanos y democracia política

De acuerdo al sentido universal de la Declaración de los Derechos Humanos puede deducirse entonces que su lugar de realización es y debe ser un régimen democrático y por lo mismo, los derechos humanos impulsan y favorecen a la democracia. Y en ese sentido, no hay que especular mucho. La Declaración establece expresamente en su artículo 21.3:
La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento que garantice la libertad del voto.
El artículo 21.3 dice literalmente que no basta con que el poder público diga representar la voluntad del pueblo, sino que esta voluntad debe ser periódicamente expresada de acuerdo al sufragio universal cuando cada ciudadano hace uso secreto de su voto. Es decir, el artículo estipula el derecho a elegir a quien nos representa. Y es evidente que si no hay libertad de elegir a quien nos representa, no hay mucha posibilidad de hacer política, pues política, en los tiempos modernos es, en gran medida, representación. Elegir entre uno u otro significa que por lo menos hayan dos opciones frente a las cuales tengo que tomar una decisión de acuerdo a mi opinión. Por lo tanto, el derecho a elegir presupone el derecho a informarme acerca de quién es uno y quién es el otro por lo cual requiero de  libertad de información. Esa libertad puede estar garantizada por una prensa libre, por una parte, y por la posibilidad de discutir mi opinión con otras personas, pues para elegir ya sea a uno, ya sea al otro, tengo que formarme una opinión, y eso no puede ocurrir si es que yo, o las otras personas, no están dotadas del derecho a expresarse libremente. Es por esa razón que es congruente que el derecho a opinión se encuentre estipulado en la Declaración antes que el derecho a elegir, y no en uno, sino en dos artículos.
Artículo 18: Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión y de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.
Artículo 19: Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

La opinión y el pensamiento

Es interesante constatar el hecho de que los redactores de la Carta hubieran inscrito en un sólo artículo la libertad de pensamiento y la libertad de opinión como derechos inalienables a cada individuo. Porque si bien la libertad de pensamiento no es en sí un derecho ciudadano, pues cada uno puede albergar pensamientos ocultos, es decir no públicos, la libertad de emitir esos pensamientos sí es un derecho ciudadano. Pensar no es en sí político. Emitir pensamientos, en la forma de opiniones es, en cambio, un acto potencialmente político.
Más interesante aún es constatar que la libertad de pensamiento precede en el citado artículo a la libertad de opinión. Y desde el punto de vista de una lógica formal los redactores de la Carta tenían plena razón. El pensamiento precede a la opinión pues nadie puede opinar sobre lo que no ha pensado. Mediante el acto de pensar establecemos la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo necesario y lo superfluo. No obstante, lo que desde una perspectiva antropológica es formalmente lógico no lo es siempre desde una perspectiva política. Y esto es así porque el pensamiento ciudadano no siempre antecede a la libertad de opinión sino que es también su resultado. En la filosofía política moderna quien más ha destacado esa vinculación inseparable entre pensar y opinar ha sido sin dudas Hannah Arendt a quien cito a continuación: “Libertad de expresión implica el derecho a hablar públicamente y ser escuchada, y en tanto la razón humana no sea infalible, será esa libertad el fundamento de la libertad de pensamiento. Libertad de pensamiento sin libertad de palabra es una ilusión. Libertad de asociación sin libertad de expresión es además el fundamento para la libertad de acción, que ningún ser humano, por sí solo, puede realizar” (Arendt 2000, p. 248).
La libertad de expresión, es decir, el derecho a hablar públicamente y ser escuchado en forma oral o escrita, es una de las condiciones que garantiza la lucha por otras libertades. Se incluye dentro de ese derecho, naturalmente, no sólo el de la palabra sino también el del silencio. Sólo allí, donde existe derecho a la palabra tenemos también derecho a callar. El derecho a la palabra, sin su contrapartida, el del silencio, deja de ser derecho y se transforma en obligación. A la inversa también. Un sistema que obliga siempre a pronunciarse, a hablar sin cesar, es tan infame como el que obliga a callar. Pero para tener derecho al silencio hay que poseer primero el derecho a la palabra. El silencio es, si así se quiere, un resultado de la palabra. Para que las palabras callen necesitamos que existan.
Nótese entonces cuáles son las razones por las que Hannah Arendt pone en primera línea a la palabra sobre el pensamiento y la acción. Porque un pensamiento que no puede ser hablado (o escrito) no tiene sentido político. Porque lo que se habla o escribe es condición para la acción política. Porque esa libertad, esencialmente política, es la base sobre la cual pueden ser libradas otras múltiples luchas a las que pertenecen la cuestión social y hoy otras cuestiones, como la nacional, la de comunidad, la ecológica y, no por último, la de género. Brevemente, la libertad de expresión –en lugar de producir anarquía como siempre imaginan esos enemigos declarados de la palabra del otro que son los dictadores y los intelectuales que conceptualmente los amparan– jerarquiza, organiza y politiza la realidad en la cual vivimos. Mediante la palabra política introducimos finitud allí donde sin ella sólo existiría una aterradora infinitud.
Gracias a la libertad de palabra accedemos a la limitación de una realidad que si no es hablada o escrita puede multiplicarse indefinidamente al interior de la mente de cada uno en imágenes y asociaciones que no tienen más límites que la fantasía de cada cual. Por medio de la libertad de expresión es, en cambio, si no reprimida, por lo menos regulada la anarquía imaginativa de cada ser humano. Ese sinfín del desborde imaginativo adquiere así límites semánticos colectivamente regulados y el pensamiento, a su vez, adquiere contornos y por lo mismo tiempo o historicidad. No se puede decir todo lo que se quiere a la vez, ni en privado ni en público. Por eso cada palabra busca su tiempo de expresión sobre el vacío de indecibilidad que la rodea. De este modo las palabras estructuran y jerarquizan el tiempo en que vivimos.
Esa relación estrechísima entre expresión palábrica, temporalidad y política, ya en su tiempo la había descubierto Hobbes a quien Arendt sigue en muchos aspectos. 
Para Hobbes la función principal del lenguaje era transmitir en palabras –“o en serie de palabras”– “secuencias de pensamientos” a fin de que se cumplan dos objetivos: el primero, inscribir los pensamientos para volver a recordarlos gracias a la ayuda de nuestra memoria. Ese es un objetivo histórico narrativo sin el cual nadie sabría de dónde viene ni hacia adónde va, y la propia actividad política, donde el presente se confunde con el pasado o, como ocurrió muchas veces durante el siglo XX, con un imaginado futuro, sería una imposibilidad total. El segundo objetivo según Hobbes es organizar el orden y los contextos entre diversas personas que hablan el mismo lenguaje, de modo que cada uno pueda representar ante el otro sus conceptos, pensamientos, deseos, preocupaciones. “En ese sentido –agrega Hobbes– las palabras serán denominadas signos” (Hobbes 2000, p. 26).
La lucha por las necesidades, para volver a la idea de Arendt, no lleva a solucionar el problema de las libertades. Pero sí la lucha por la libertad, que es, en primer orden, libertad de expresión, de palabra y de silencio, -es decir, libertad del discurso- es condición para politizar el tema de las necesidades. Pero entiéndase bien, para politizar no para solucionar automáticamente. Hay que escuchar, en ese punto la voz inteligentemente pesimista de Hannah Arendt: “Es muy importante no pasar por alto que la miseria no puede ser derrotada por medios políticos, que todos los testimonios de revoluciones pretéritas –si hemos aprendido a leer bien de ellas– prueban más allá de toda duda que cada intento de solucionar la cuestión social mediante medios políticos, lleva al terror y que el terror es aquello que lleva a las revoluciones al colapso” (ibíd, p. 249). Y eso significa que aquella coartada a la que han recurrido todas las dictaduras, de izquierda o de derecha, militares y totalitarias –al posponer la libertad de opinión, y con ello, la de pensamiento, y por supuesto, la de elegir a nuestros representantes– cuando argumentan que es necesario suprimir estos derechos en aras de un bienestar económico superior, o lo que es igual, a suprimir el reino de la libertad bajo el imperio de la necesidad, no tiene sentido ni lógica. No olvidemos que durante Stalin disminuyó notablemente la tasa de analfabetismo en la Unión Soviética y que durante Hitler se creó en Alemania el mejor sistema de seguro social europeo, y que bajo Pinochet, aumentaron las exportaciones en Chile. De acuerdo a quienes están dispuestos a subordinar las libertades establecidas en los derechos humanos bajo necesidades supuesta o realmente superadas, las peores dictaduras del mundo deberían ser legitimadas. No es ése el sentido de los derechos humanos y eso lo sabe cualquiera.

Derechos políticos y derechos sociales

Desde luego, en el listado de los derechos humanos se han ido agregando a los derechos políticos los llamados derechos sociales y como ya ha sido planteado hay algunos de esos derechos que han sido parcialmente realizados bajo dictaduras y otros que han sido de igual manera realizados parcialmente bajo democracias. Hay derechos, por ejemplo, que pueden ser realizados sin importar el regimen ideológico, religioso o político en que tienen lugar. Así, en el artículo 23.2 se lee por ejemplo:
Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual.
O en el 23.3:
Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social.
Incluso no hay que descartar la posibilidad de que una dictadura, que prohibe a los habitantes de un país reunirse, formular opiniones y elegir a sus representantes, acentúe la garantía de ese tipo de derechos sociales con el objetivo de estabilizar mediante sistemas de compensaciones salariales y económicas el monopolio que ejerce sobre el poder político. En las dictaduras comunistas, por ejemplo, el derecho al trabajo se encontraba mucho más asegurado que el derecho a la libertad de expresión. Es por esa razón que concientes del sentido esencialmente político que tienen los derechos humanos, sus redactores agregaron, en el mismo artículo dedicado a los derechos sociales una claúsula que casi nunca puede ser cumplida por las dictaduras.
23.4 Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses.
Con lo que queda muy claro que cuando un derecho es regalado al pueblo por una dictadura, pero sin la participación de ese pueblo, el derecho ya no es un derecho. Es una simple dádiva, o en algunos casos, un medio de compromiso que busca la dictadura para mantenerse en el poder. Hay que convenir entonces que los derechos humanos están ahí no para que sean regalados, sino para que se luche por ellos. Y mucho menos, para que algún dictador magnánimo que imagina ser propietario de esos derechos los otorgue a sus súbditos con el propósito de excluir otros derechos. Ningún derecho pude ser usado como coartada para suprimir otro derecho. Ese no es el espíritu ni el sentido de los derechos humanos. Los derechos humanos no son excluyentes, son sumativos; y eso es muy diferente.
Por cierto, hay quienes guiados por el propósito de proteger a regímenes dictatoriales plantean una supuesta antinomia entre los derechos sociales respecto a los políticos. A estos últimos los califican de liberales, individualistas, universalistas, a diferencia de los derechos sociales que serían igualitarios, particularistas, colectivistas. Es decir, habrían derechos que seguir y otros que perseguir. Esa, para decirlo en pocas palabras, es una falacia antipolítica y no tiene otro objetivo que desactivar la legitimidad de los derechos humanos en su conjunto, en función de determinadas representaciones ideológicas. Los derechos humanos, si los queremos respetar, tenemos que entenderlos como una unidad de texto y de sentido donde ningún derecho excluye al otro. Los derechos humanos no son una torta donde cada comensal puede sacar para sí la parte que más le guste. Quien los entienda de ese modo está hablando de cualquier cosa menos de derechos humanos. Los derechos sociales que contiene la Declaración no pueden ni deben usarse en contra de las libertades políticas. Hacerlo es una simple artimaña. Por eso es que previendo esa posibilidad, los redactores de la Carta estipularon al final de ella en su artículo 30:
Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración.
Naturalmente los derechos humanos, al ser políticos, no son un dogma, y en caso de que en algún momento se presentara una colisión de derechos habría que –mediante el curso de una discusión que sólo puede ser garantizada por un orden que permita la libertad de opinión– reinterpretarlos. Pues esos derechos, como todos los derechos, pueden y deben ser interpretados para que sean transmitidos al interior de las diversas configuraciones culturales donde deben hacerse entendibles. Pero, para que tengan validez, hay que considerarlos como una unidad de acuerdo a la cual ninguna disposición es inseparable de la otra, de modo que ningún derecho puede ser convertido mediante malabarismos ideológicos en antagónico respecto al otro pues si se niegan mutuamente la Declaración pierde su carácter universal.
Para que se entienda mejor la tesis debe ser remarcado que universal no es lo mismo que absoluto, error en que han incurrido muchos intérpretes, sobre todo aquellos defensores del “relativismo cultural y político” que imaginan que cada cultura y sociedad debe regirse por los derechos que quiera con independencia de las demás culturas y sociedades. Más aún: si esos derechos fueran absolutos dejarían de ser universales puesto que jamás podrían agregarse nuevos derechos, y el universo, en la medida que cambia, siempre exigirá nuevos derechos.
Hay que destacar por último que si los derechos sociales pueden ser inscritos en la lista de los derechos humanos es porque éstos contenían una fundamentación moral que ya estaba dada en esos derechos individuales y políticos que garantizan las libertades básicas. Al revés nunca habría podido ser posible pues de los derechos sociales no pueden deducirse derechos políticos individuales.
Los derechos humanos, es cierto, no pueden obligar a nadie a seguirlos ya que los únicos instrumentos de ejecución que reconoce son los diversos Estados de la Tierra los que a su vez son soberanos para adoptarlos o rechazarlos. Incluso, si los derechos humanos estuvieran dotados de mecanismos ejecutivos su imposición obligatoria iría en contra del espíritu que rige a estos derechos. Como ciudadanos nos regimos por constituciones y leyes y no por la declaración de 1948. Pero esos derechos inscritos en constituciones y leyes han sido adoptados por la gran mayoría de las repúblicas que forman este mundo. Algunas veces en términos reales, otras veces en términos formales. Pero habiéndolos ya adoptados no podemos hablar en su nombre y al mismo tiempo rechazarlos. Aceptarlos cuando nos conviene, y otras veces olvidarnos de ellos. Aplicarlo a algunos regímenes, y defender o justificar su violación en otros. Instrumentalizarlos en lugar de usarlos. Denunciarlos como liberales, capitalistas y burgueses, y recurrir a su protección cada vez que nos sintamos amenazados o perseguidos. En fin, los derechos humanos no implicitan ningún contrato pero quien los reconoce y acepta debe ser al menos leal, sino con los demás, por lo menos consigo mismo.

Los derechos humanos no son neutrales

Es posible argumentar, empero, que si los derechos humanos toman partido a favor de la democracia eso significaría que no son políticamente neutrales. La verdad es que exigir de los derechos humanos, como de cualquier conjunto de derechos, una neutralidad absoluta, imposible puesto que esos derechos son políticos, y política siempre implica, tarde o temprano, tomar partido. Por lo tanto, con relación a formas de gobierno la Declaración mantiene una neutralidad más bien relativa. Para ser más preciso: frente a diversas culturas, esos derechos tienen que ser neutrales puesto que no pueden valorar a ninguna como superior o inferior a otra; y si asi así lo hicieran, dejarían de ser universales. Pero frente a formas de gobiernos no pueden ser tan neutrales puesto que necesariamente tienen que privilegiar de modo positivo aquellas donde los derechos humanos encuentran mayores posibilidades de realización o cumplimiento. O lo que es igual: aquellos gobiernos que no los cumplen, habiéndolos subscrito e incorporado a sus leyes se exponen al peligro de la desligitimación universal. Las culturas, en cambio, no pueden subscribir contratos como si fueran Estados, ni reales ni ficticios. Ahora bien, ¿significa entonces que los derechos humanos toman partido en contra de todos los regímenes que no son democráticos? Quizás sí, de modo implícito; pero no, de un modo explícito, y lo que importa en un derecho, por más simbólico que sea, es su explicidad.
Aunque por definición toda dictadura desconoce una gran parte de los derechos humanos hay algunas que desconocen más derechos que otras. Por lo tanto los derechos humanos no llaman a derrocar dictaduras pero sí otorga a quienes luchan contra ellas, una plataforma política que permite exigirles el cumplimiento de derechos que ellas mismas han subscrito. Nada más, nada menos. Por supuesto, no puede haber dictadura que realice el cumplimiento de todos los derechos humanos, pero eso no ocurre sólo con las dictaduras, sino también en algunas democracias. No obstante, hay dictaduras que frente al peligro creciente que implica la pérdida de su legitimidad, hacen concesiones a los derechos humanos y permiten su cumplimiento parcial y reducido. En cierta medida los derechos humanos al mismo tiempo que otorgan a quienes han sido privados de ellos una plataforma adicional que les permita orientar sus luchas, ofrecen a las dictaduras, aunque parezca una ironía cruel, la posibilidad de ejercer su radio de acción en el marco de determinados límites.

Maximalismo versus minimalismo

Precisando: Al ser universales, los derechos humanos tienen que ser, en su formulación, necesariamente maximalistas; pero al ser políticos tienen que ser necesariamente minimalistas. Es muy posible, y ha ocurrido, que muchas dictaduras han sido derribadas por no ajustarse a la letra de los derechos humanos, pero hay que consignar que en la lista de los derechos no hay ninguno que llame a derribar a las dictaduras. Por el contrario. En el preámbulo de la Declaración, aparece estipulada la siguiente premisa:
Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión y la opresión.
Y eso significa: que para que no hayan rebeliones que llevan a la opresión, los derechos humanos se ofrecen como un medio de regulación de conflictos, de acuerdo al cual, tanto la parte hechora como la parte que se siente víctima intentan ajustar sus acciones a la letra que proviene de un derecho universal, y por lo mismo, lograr compromisos que si bien pueden no satisfacer a ninguna de las partes evitan al menos que se llegue a un enfrentamiento destructivo. Esto significa a su vez, que la Declaración no llama a posponer conflictos sino a que estos sean dirimidos de acuerdo a su letra. Y en este sentido los derechos humanos, si bien objetivamente no privilegian a las víctimas porque lo son o crean serlo, les da una oportunidad para que ajusten su práctica, antes de acudir a la “última ratio” que es la rebelión, en el marco de un orden legitimatorio que es el que se desprende de su texto. Pues no hay ninguna ley que diga que las víctimas, sólo porque lo son, respetan a los derechos humanos, y la historia está llena de rebeliones cuyos actores han violado, durante y después de la rebelión, los derechos humanos de modo más flagrante aún que aquel régimen que destruyen. Más todavía, la rebelión implica por serlo suspensión de derechos, tanto de los constitucionales como de los humanos, de modo que sería incomprensible que algún sistema de derecho, aunque sea sólo simbólico como el de la Carta, pueda abogar por su suspensión.
Así se entiende por qué los derechos humanos tienen que ser en su aplicación, necesariamente minimalistas. Eso quiere decir que no implican ningún llamado a la rebelión pero sí un llamado a que esos derechos se cumplan; y si este cumplimiento no es total, por lo menos debe ser parcial. Y si de su incumplimiento resulta una rebelión, ese no es un tema de los derechos humanos sino de una práctica que se desajusta, a veces necesariamente, de todo derecho.
Podría afirmarse que es precisamente la formulación universal maximalista de los derechos humanos la base que hace posible su práctica política minimalista. La Carta no entrega un proyecto a realizar. Por eso no estipula modos ni plazos. Esa es tarea de las partes en conflicto. Si ese proyecto, en cambio, fuese minimalista en su formulación, no habría lugar para compromisos parciales ni luchas puntuales. Mientras más amplio el proyecto, más lugar hay para la práctica minimalista. Y la práctica política –eso lo sabía Max Weber cuando hablaba de ese horadar en duros tableros que es la política– es por lo general, minimalista (1999). Eso significa, para volver al caso de una dictadura, que si bien ninguna dictadura puede ser al mismo tiempo una democracia, sí es posible que al interior de una dictadura se desarrollen procesos de democratización del mismo modo que la paz tiene que venir necesariamente desde dentro de la guerra, pues si no fuera así no tendría desde donde venir. Y si se quiere ejemplificar habría que remitirse a aquellos procesos, a veces muy largos, que tuvieron lugar en los países comunistas, que permitieron  que las disidencias fueran creando espacios de civilidad cada vez más amplios; o habría que remitirse a esos otros procesos que tuvieron lugar en algunos países de América Latina, cuando iglesias, defensores de los derechos humanos, familiares de desaparecidos y mujeres, iban ensanchando cada vez más el espacio opositor, obligando a las dictaduras a hacer concesiones a esos derechos que los cuestionaban cada vez más.
De la misma manera, en países democráticos suelen formarse nichos autoritarios e incluso totalitarios, sobre todo cuando se trata de realizar un tránsito desde un régimen dictatorial. Incluso, se puede dar la situación, y se da, que al interior de una nación jurídicamente democrática se formen unidades culturales que niegan, en nombre de su propia cultura, la Constitución del país. En uno como en otro caso los derechos humanos ofrecen una doble perspectiva. Por un lado aparecen como medio de regulación legitimatoria de conflictos particulares. Por otro lado aparecen como medio de lucha e incluso, en algunos momentos, como causas de conflicto, pues muchos pueblos y naciones luchan por esos derechos cuando los conocen y, por lo mismo, cuando saben que no han sido cumplidos.

¿Morales, jurídicos o políticos?

Esa doble perspectiva consustancial a los derechos humanos ha llevado a una polarización de opiniones referentes al lugar exacto que ellos ocupan. A un lado, aquellos que sostienen que son más morales que jurídicos (Tugendhat 1998). Al otro lado, quienes sostienen que son más jurídicos que morales (Habermas 1999).
La tesis que afirma que los derechos humanos son en primer lugar morales, y sólo en segundo lugar jurídicos, se apoya en el hecho real de que esos derechos reinan en el espacio de la legitimidad y no en el de la legalidad, y la legitimidad cuando no tiene naturaleza legal posee una naturaleza moral, es decir, esos derechos preceden a la ley. 
La tesis que afirma que los derechos humanos son en primer lugar, jurídicos, y sólo en segundo lugar morales se apoya en el hecho también real de que tales derechos sólo pueden ser efectivos si están representados por instituciones, en primer lugar por los Estados de la Tierra, de los que en algunas de sus juridicciones se inspiró originariamente la Declaración, la que al mismo tiempo es refundamentada por la existencia reconocida de las Naciones Unidas. Aquí, en cambio, y en oposición a esas dos tesis, se subscribe una tercera, a saber: aquella que postula que si bien los derechos humanos bordean los espacios de la moral y del derecho, son antes que nada políticos (Ignatieff 2002). Pero políticos no significa que no sean ni morales ni jurídicos sino que a veces son más lo uno, y otras veces más lo otro; e incluso lo uno y lo otro a la vez. Políticos significa, además, que se encuentran situados “en algún lugar” indeterminado entre la moral y el derecho.
Ahora bien, ese indefinido “en algún lugar” significa seguramente un escándalo para moralistas y constitucionalistas. Para los moralistas la moral no ofrece lugares imprecisos. Por el contrario, la moral tiene representación en códigos e incluso en mandamientos. De acuerdo a los constitucionalistas, el carácter de las leyes anida por definición en una Constitución y nadie puede permitirse asumir otros derechos que estén sobre o por debajo de la Constitución. Ni la moral ni el derecho pueden hacer gala de imprecisión o ambigüedad, y eso es fácilmente comprensible.
No así, empero, para la política.
Imprecisión y ambigüedad son inclus, condiciones para el desarrollo de la práctica política, pues ésta sólo actúa casi siempre frente a hechos nuevos e imprevisibles. En el caso de los derechos humanos eso significa que las formas que asumen las articulaciones del antagonismo son decisivas en la ubicación de ese “en algún lugar” que no puede estar dado antes de la aparición del antagonismo sino que se deducen del antagonismo mismo. Ese “en algún lugar” no es, por lo tanto, ni un punto medio, ni un punto arquimédico. Es un lugar que debe ser políticamente encontrado. Es por eso que a lo largo del listado de los derechos humanos encontramos un hilo que los recorre de punta a cabo: el de la aceptación de las diferencias. Y es claro: sin diferencias no hay antagonismos, sin antagonismos no hay política, y sin política no necesitaríamos derechos: ni humanos ni extrahumanos. De esas diferencias surgen las opiniones, y de las opiniones los discursos, que en su desarrollo determinan el campo y el momento de aplicabilidad de los derechos humanos.

La aceptación de las diferencias

Hay que precisar, además, que de acuerdo a su génesis los derechos humanos surgieron en un momento y en un espacio democrático de tal modo que entraron en la escena pública mundial portando las marcas de su origen. Puede afirmarse entonces que la declaración original conlleva una fuerte impronta antitotalitaria y antidictatorial, no sólo porque frente a los derechos de las totalidades favorece a los derechos individuales, sino porque además postula la aceptación de las diferencias de las unidades colectivas, sean éstas culturales o sociales. El derecho de los pueblos no aparece en la declaración como algo diferente a los derechos de los individuos, sino como prolongación de los derechos humanos individuales hacia las unidades colectivas, sobre todo cuando tales unidades constituyen minorías al interior de una nación, sociedad o cultura. Esa separación, casi siempre antojadiza, entre derechos humanos individuales y colectivos no podía darse en el momento fundacional de la Carta cuando todavía sus redactores estaban bajo la impresión del crimen sin nombre cometido contra los judíos, tanto en su caráter de individuos, así como de pueblo.
Es por eso mismo que los derechos humanos apuntaban desde un comienzo hacia un objetivo preciso: la aceptación de las diferencias, la que puede tener lugar de modo más expedito en un espacio democrático que en otro que no lo es. Pero, en ese sentido, del mismo modo como los derechos humanos no privilegian una cultura sobre otra, tampoco se pronuncian explícitamente (implícitamente toman, como ya se dijo, partido por la democracia) acerca de las bondades o déficits de los diversos regímenes políticos. La opción democrática que se desprende de la Carta ocurre sin nombrar la palabra democracia, es decir, surge no como producto de la presencia sino de la no presencia de democracia, ya sea dentro de una dictadura, ya sea al interior de una democracia en donde los derechos humanos son violados. Repitiendo una idea: los derechos humanos cobran relevancia, no cuando son cumplidos, sino cuando no son cumplidos; y eso significa que aquello que liga a esos derechos con la realidad es, en primera línea, el acto que lleva a su incumplimiento.
Dicha deducción, esto hay que reiterarlo, no excluye que tales derechos no puedan ni deban seguir siendo impulsados al interior de regímenes que pueden ser considerados como democráticos, o que en una democracia los derechos humanos no sean violados sólo porque se trata de una democracia. 
Que un régimen sea considerado como democrático no significa la adquisición de una visa legitimatoria para que, aunque sea en nombre de la defensa de la democracia, los derechos humanos puedan ser cuestionados o vulnerados. Los derechos apuntan al reconocimiento de las diferencias, y que el reconocimiento de éstas alcanza su mayor posibilidad en un lugar democrático que en otro que no lo es, es una interpretación, que como tal, es siempre subjetiva (lo que no quiere decir que sea incorrecta). En ese contexto se entiende la interesante, pero muy radical formulación de Köhler: “la democracia se encuentra al servicio de los derechos humanos, pero los derechos humanos no se encuentran al servicio de la democracia” (Köhler p.113). En términos menos radicales eso significa que la Carta no llama a instaurar un sistema particular de gobierno, pero sí llama a que sus derechos sean cumplidos por todos los sistemas de gobierno aunque, objetivamente, donde mejor puedan ser cumplidos sea al interior de una democracia.

Derechos humanos y civilidad política

Incluso afirmar que la democracia es un espacio de realización de derechos humanos no es una deducción absolutamente impecable. Pues, democracia en sentido lato, significa gobierno del pueblo, y por lo mismo, gobierno de la mayoría del pueblo. Esto significa además, que la democracia como forma de gobierno es siempre,una democracia numérica. Y desde Aristóteles, pasando por Kant y Locke hasta llegar a Tocqueville, los grandes filósofos políticos se han pronunciado en contra de una democracia puramente numérica pues ésta puede transformarse de gobierno de las mayorías en tiranía de las mayorías por sobre las minorías. Hoy en día, sin embargo, la idea de democracia ha ido agregando nuevos elementos a los puramente numéricos, de modo que cuando se habla de democracia, se sobreentienden además elementos delegativos, participativos, discursivos y, no por último, ciudadanos y/o cívicos.
Es debido a la insuficiencia que ofrece el término democracia como gobierno de la mayoría que la filosofía política de nuestro tiempo ha ido recurriendo a una denominación complementaria como campo de realización de derechos: el de la sociedad civil. El término por cierto, no es unívoco, y se ha dido reconfigurando a sí mismo a partir de distintas experiencias históricas.
En la filosofía hegeliana se entiende como sociedad civil aquel espacio no definitivamente absorvido por el Estado, pero que ya ha creado formas y medios de autorreproducción mediante la lucha que realizan los humanos en función de su reconocimiento de modo que ese espacio se forma sólo a partir de la ausencia de reconocimiento. El concepto fue utilizado, posteriormente, por una fracción de la ideología marxista, particularmente la gramsciana, que postulaba que la sociedad civil debía ser el lugar donde las clases luchaban culturalmente por la hegemonía antes de que se produjese un salto revolucionario en dirección hacia el Estado. El concepto fue relegado durante mucho tiempo al olvido, hasta que fue rescatado por los movimientos disidentes en Europa del Este, particularmente en Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Para los disidentes antitotalitarios la sociedad civil era el espacio donde la población civilmente organizada arrancaba terrenos políticos al Estado, impidiendo así que el totalitarismo fuese definitivamente total. El mismo concepto comenzó a ser utilizado paralelamente por las iniciativas antidictatoriales latinoamericanas, pero entendido como sinónimo de democratización de la sociedad. Hoy el término parece haber alcanzado, gracias a la influencia de teorías ecológicas, una nueva dimensión, en especial en algunos países de Europa occidental en los cuales bajo la idea de sociedad civil se entienden relaciones sociales de tipo horizontal, que en la forma de redes comunicativas, otorgan autosostenibilidad al conjunto social, más allá incluso de la acción del Estado.
Como es posible observar, independientemente a todas esas connotaciones, la sola recurrencia a la idea de sociedad civil señala la insuficiencia de la noción democrática para explicar por sí sola la articulación y desarticulación de los antagonismos. En otros casos, a la democracia como mayoría, o como forma de gobierno, se agregan distintos atributos (republicana, deliberativa, delegativa, discursiva, etc). Todos estos atributos tienden a otorgar a la democracia una cualidad adicional que sobrepase a la pura decisionalidad mayoritaria, lo que significa que el tema de las minorías es un problema constante de cada formación democrática. Por cierto, hay quienes suponen que para que las diferencias que se producen entre mayorías y minorías sean reguladas, basta una buena institucionalidad, amparada en buenas leyes. No obstante, una democracia institucionalizada asegura cuando más el funcionamiento correcto de los procedimientos legales, no siendo suficiente para encarar conflictos que se plantean, antes que en términos de legalidad, en los de legitimidad. Es por ejemplo el caso de las culturas minoritarias que deben coexistir con las mayoritarias en el marco de una misma nación.
Hay que tener en cuenta que en tanto la Constitución representa los intereses de un Estado en la Nación, (casi) siempre habrá un excedente de no- representación total de diferencias, excedente que sí es muy grande, es decir, que si no asegura la convivencia de múltiples diferencias al interior de una nación, obliga a los no representados a buscar otras razones de legitimidad de la que durante siglos carecieron antes que, en un gesto de buena ocurrencia, los humanos hubieran descubierto que los derechos que suscribe el Estado, y que sólo garantizan la legitimidad de la legalidad, no son en sí suficientes, requiriéndose la invención de otros derechos que incluso puedan, alguna vez, estar en condiciones de legalizar la legitimidad. Estos derechos no se encuentran, naturalmente, por sobre los derechos que representa o que se adjudica el Estado pues surgieron sobre la base de diferentes derechos nacionales y estatales establecidos. Pero a la vez, los derechos del Estado, desde que fueron inventados esos derechos humanos universales y no estatales, basados no sólo en la legitimidad de la legalidad, sino en la legitimidad a secas, deben, por el sólo hecho que los subscriben como Estados al ingresar a las Naciones Unidas, ajustar la legalidad que poseen a esa legitimidad extraestatal, por muy simbólica que ella sea y por muy escasa que sea su ejecutavilidad. Esa constatación tiene consecuencias políticas: significa que la Carta de los Derechos Humanos establece una vinculación con dos campos que puede que en una nación ideal coincidan pero que en la mayoría de las naciones se encuentran desfasados. Estos son el campo de la legitimidad y la legalidad. Un movimiento social, minoritario o no, puede ser ilegal, pero legítimo. A la inversa, también.
No porque las leyes sean leyes han de ser siempre legítimas, pues como es sabido, hasta las dictaduras promulgan leyes. Incluso, una democracia puramente numérica, es decir, basada en el sobrepeso de una mayoría, puede promulgar sin problemas leyes en contra de determinadas minorías las que al no estar representadas en esas leyes se encuentran frente a la disyuntiva de, o someterse a leyes que las niegan, o rebelarse en contra de una legalidad que consideran ilegítima. Fue esa segunda posibilidad la que hizo a pensar Kant, después de los sangrientos espectáculos que ofrecía la revolución francesa, que hay momentos en que es preferible aceptar leyes injustas a vivir sin leyes (1795, p. 37). Con seguridad Kant tenía razón en su tiempo, cuando la única legitimidad posible era la que derivaba de la legalidad; y fue por ese mismo motivo que los humanos hubieron de buscar nuevas fuentes de legitimidad que no dependieran exclusivamente de las leyes, a veces arbitrarias, que construían los Estados nacionales.
Desde una perspectiva formal sería fácil concluir que los derechos humanos en tanto no están enclavados en ninguna “Constitución Planetaria” que asegure su vincuvilidad, son más simbólicos que reales y, por lo tanto, pertenecen más al campo de la legitimidad que al de la legalidad. Pero por otra parte hay que tomar en cuenta que casi cada Estado, sobre todo si se trata de un Estado democrático, es portador legal de la legitimación derecho- humanista, y que proceder en favor de un movimiento no legal pero legítimo significaría actuar en contra del propio medio transmisor y ejecutor  de los derechos humanos que no puede ser sino el Estado. Este dilema, con el que cada persona que se ocupa de derechos humanos se ha visto enfrentada alguna vez, no es posible resolverlo en abstracto sino a partir de las propias experiencias que aparecen en un lugar determinado, con lo que se refuerza la posición relativa a que los derechos humanos son en primer lugar, políticos, y esto trae por consecuencia, que, a través del juego político deben ser ubicados en un lugar que antes de ese juego político aparece como algo absolutamente indeterminado. Y aceptar esta tesis lleva definitivamente a borrar la imagen de un conjunto de derechos que son aplicables de modo automático a todas las circunstancias de acuerdo a medidas matemáticas más o menos exactas. Eso quiere decir, por una parte, que los movimientos de minorías no siempre pueden contar con el apoyo de los derechos humanos sólo porque son legítimos y que, por otra parte, tampoco los Estados pueden contar permanentemente con el apoyo de esos derechos, sólo porque son legales. 
Los derechos humanos no están en condiciones de entregar soluciones puras a las partes en conflicto; lo más que pueden ofrecer, en algunas ocasiones, son líneas de acción para que los conflictos sean regulados sin que llegue el momento de destrucción de alguna, o de ambas partes.

Esos derechos están en “algún lugar”

La llamada sociedad nacional (o política), más allá de las abstracciones que implica el uso del término, no puede ser separada de su proceso de autoconstitución, que es (tautología intencional) siempre político. La civilidad de una nación no se mide entonces, como suponen teóricos legalistas, sólo por una mayor cantidad de buenas leyes. Las buenas leyes pueden haber sido obtenidas por adopción, como fue el caso de muchas repúblicas latinoamericanas que antes de constituirse civilmente ya habían introducido en sus constituciones principios derivados del Derecho Romano y del Código Napoleónico. Es que si bien la sociedad nacional, en tanto formación ética, hace a la ley, la ley no hace, de por sí, a esa sociedad. Se requieren entonces otros medios, si no alegales, por lo menos prelegales, para que pueda tener lugar el proceso de constitución de esa sociedad. Estos, o son medios militares, o son medios políticos.
Así como la violencia es un medio pre-político, las leyes son post-políticas pues señalan con su promulgación el punto (teórico) en que se supone que un conflicto ha sido dirimido. Hay por supuesto leyes que son preconflictuales o preventivas. Pero en su origen han surgido alguna vez de experiencias conflictuales.
Pero a la vez los derechos humanos surgieron de nociones democráticas ya establecidas, tanto jurídica como políticamente. Luego, esos derechos ordenan la acción de grupos sociales, y no por último, de pueblos que no tienen derechos ciudadanos o los han perdido, o están amenazados de perderlos. Pero, por otra parte, la iniciativa de recurrrir al amparo regulativo de los derechos humanos, presupone el conocimiento de la existencia de esos derechos, conocimiento que no es puramente jurídico, pues basta saber que en este mundo, por el sólo hecho de existir, tenemos derechos elementales que claramente se ven, –y esto es una sutil paradoja– no cuando estamos en posesión de ellos sino cuando no los tenemos, y muy particularmente cuando las leyes de un Estado no garantizan su cumplimiento.
Las reservas de civilidad que hacen posible que en determinadas naciones sus habitantes cuestionen a gobiernos antipolíticos –como son entre otros los dictatoriales– no sólo anidan en el pasado, sino también, gracias precisamente a que llegaron a existir una vez diferentes órdenes democráticos, son posibles de ubicar en un lugar supranacional, geográficamente indeterminado, más allá de todo Estado. Esos derechos humanos jamás hubieran surgido si no hubieran existido Estados pero, a la vez, no son la simple representación de los Estados, y en muchos casos son y han sido un arma legítima usada en contra de la legalidad de Estados ilegítimamente constituidos.
El momento ideal de una formación democrática ocurriría entonces cuando ésta ha alcanzado una fase que podríamos llamar de autoregulación, vale decir que, aún en ausencia parcial de un estamento político, puede seguir funcionando políticamente. De más está decir que esa fase no ha sido alcanzada todavía por ningún orden social. Es una idea platónica. Y mientras esa fase no sea alcanzada tenemos que proveernos de medios morales, jurídicos y políticos para seguir viviendo socialmente de un modo relativamente digno. Entre estos últimos medios se encuentran los derechos humanos.
Por lo demás, sólo fragmentos de este mundo han alcanzado un mínimo estadio de politicidad. Independientemente de que las naciones estén organizadas en repúblicas y Estados, la fase de la autorregulación política se encuentra todavía sólo dibujada en el más lejano de los horizontes. Fue precisamente esa condición apolítica de la humanidad la realidad que llevó a Hobbes en su tiempo a imaginar ese Leviatán que pusiera fin a la condición humana prepolítica: la de la guerra de todos contra todos. Hoy, en medio de la modernidad, algo hemos avanzado. En lugar de un Leviatán ha sido inventada una instancia situada “en algún lugar” entre el derecho y la moral, y que es al mismo tiempo jurídica y moral, es decir, política. Y ese invento contiene la esperanza de que alguna vez estos derechos sean interiorizados por los sujetos para quienes fueron creados: los humanos.
La autorregulación política es más excepción que regla. Y no todos los órdenes políticos que pueblan este mundo son capaces de resistir la ausencia de entidades gobernantes leviatánicas. Todavía vivimos en una realidad que en muchas naciones sigue siendo hobbesiana. Hay naciones cuya formación política es extremadamente precaria y en las que faltando el gobernante leviatánico quedan sus habitantes paralizados, mirando con ojos atónitos hacia el cielo en espera que ocurra un milagro que los salve de la orfandad.
En órdenes no políticos el poder no sólo es extremadamente personalizado, sino que el mecanismo de participación se da por adhesión cuasi personal. Basta recordar los saqueos masivos que tuvieron lugar en Bagdad cuando las tropas norteamericanas derrocaron a Husein. Sin el tirano en la cúspide, no había ningún orden posible (salvo en las regiones controladas por los chiítas). En ese sentido tenemos que contar con el hecho de que la mayoría de las naciones que forman parte de las Naciones Unidas, independientemente de que hayan firmado acuerdos democráticos, no son naciones democráticas. Eso quiere decir que si los habitantes de un país no se encuentran protegidos por sus propios Estados requieren por lo menos de una protección extraestatal que, si es necesario, los proteja, aunque sólo sea simbólicamente, de sus propios Estados.
Este y no otro fue el espíritu que dio forma a la Declaración de los Derechos Humanos y es por eso que tales derechos son en primer lugar políticos y sólo en un segundo lugar, democráticos. Pues esos derechos no nacieron de las excelencias sino de las propias deficiencias de los habitantes de esta Tierra. Si fuéramos más perfectos de lo que somos, no necesitaríamos de tantos derechos.
¿Para qué?



Referencias:
Arendt, Hannah Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Futuro) Piper, München  2000
Habermas, Jürgen Die Einbeziehung des Anderen (La Inclusión del Otro), Suhrkamp, Frankfurt 1996
Habermas, Jürgen Der interkulturelle Diskurs über Menscherechte (El discurso intercultural sobre los derechos humanos) en Brunkhorst, Hauke y otros (compiladores) Recht auf Menschenrechte, Suhrkamp, Frankfurt 1999
Hobbes, Thomas Leviathan, Reclam, Stuttgart  2000
Ignatieff, Michael Die Politik der Menschenrechte (La política de los derechos humanos), Europäische Verlagsanstalt/ Sabine Groenewold Verlage, Hamburg 2002
Kant, Immanuel 1795 Zum ewigen Frieden (Hacia la paz perpetua) Werke 6, Könemann, Köln 1995
Köhler, Wolfgang R. Das Recht auf Menschenrechte (El derecho a los derechos humanos) , en  Brunkhorst, op. cit
Tugendhat, Ernst Die Kontroverse um die Menschenrechte (La controversia sobre los derechos humanos) en Gosepath, Stefan y Lohmannn, Georg (compiladores)  Philosophie der Menschenrechte Suhrkamp, Frankfurt 1998
Weber, Max Politik als Beruf (Política como Profesión), Reclam, Stuttgart 1999