Bandidos con aviones y con moros,
bandidos con sortijas y duquesas,
bandidos con frailes negros bendiciendo
venían por el cielo a matar niños,
y por las calles la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños
bandidos con sortijas y duquesas,
bandidos con frailes negros bendiciendo
venían por el cielo a matar niños,
y por las calles la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños
Hay ciudades que se convierten
en símbolos. Madrid del 1936 por ejemplo. Todavía, a pesar de los años, resuena la voz de la
Pasionaria: “No pasarán”. Palabras que conmovieron esos tiempos tan
sangrientos. De ahí que comunistas, anarquistas, liberales, y demócratas del
mundo, se identificaron con la voz de La Pasionaria. Y la hicieron suya.
Pero pasaron.
Pasaron, fusilaron, masacraron,
violaron. Pasaron a través de esa brecha que dividía a la resistencia madrileña. Unos, los que no querían una
España republicana sino
comunista. Otros, los que no querían una España comunista sino republicana. Frente a esos bandos
unidos sólo por el presente, pero separados hacia al futuro, triunfó el pasado
siniestro, fanático, eclesial, medieval y militar que representó durante tantos
años el franquismo.
Pocos sabían que Madrid sólo
había sido un dado con el que jugaban las potencias de la época.
Aún más de veinte años después, en los sesenta, la
caída de Madrid, convertida en leyenda, hizo que muchos nos identificaramos con los comunistas españoles.
Hasta en las lejanas calles de Santiago de Chile, recuerdo, hacíamos filas para
ver “Morir en Madrid”, el conmovedor filme de Frédérik Rossi, cuyas
documentadas visiones nos hacían salir del cine entonando con el puño en alto las canciones de la
revolución española. O en las
tardes, con renovada indignación, leer a Neruda.
“Venid a ver la sangre por las calles; venid a ver la sangre por las calles”.
“Venid a ver la sangre por las calles; venid a ver la sangre por las calles”.
“Venid a ver la sangre por las
calles”. Fue la frase que tantos años
después me encogió el alma al ver las imágenes televisivas mostrando a
los niños muertos a lo largo
del barrio de Bab Amro, en Homs. Y, sólo un momento después, escuchar el
malvado veto de China y Rusia mediante el cual, bloqueando a la Liga Árabe,
Bashar el Asad obtuvo “licencia para matar”.
Homs es hoy el Madrid de la
revolución árabe. Los rebeldes de los demás países árabes saben que si cae
Homs, el carnicero Bashar El Asad, con la autorización de China y Rusia y la
cobardía de gobiernos como el de Brasil, podrá mantenerse en el poder y desde
ahí comenzar la marcha de la contrarrevolución. Quiero decir: Homs, como el
Madrid de 1936, ocupa un lugar decisivo en la configuración de la geometría
mundial.
China es el problema menor. En
cierto modo China es consecuente con una doctrina que sigue desde muchos años: la de la no intervención.
Doctrina que corresponde con un tema de seguridad interior el que en pocas
palabras puede expresarse así: “déjennos masacrar estudiantes, minorías étnicas
y monjes tibetanos cuando nos dé la gana y ustedes contarán con nuestro
silencio cuando hagan algo parecido en sus respectivas naciones”. O sea, liberalismo puro: “matar y dejar
matar”. Distinto es el caso de Rusia.
¿Qué se juega Rusia al apoyar
genocidios como los de Homs? Los periodistas más superficiales aducen que se
trata sólo del negocio de venta de armas. Algunos más inteligentes advierten
que, al igual que China, Rusia no puede permitirse aplastar violentamente a la
oposición y subyugar a minorías étnicas en su propio espacio, para condenar
después los mismos hechos en espacios ajenos. Pero hay, además, otras razones.
A Rusia sólo le restan dos
aliados en el mundo islámico: Irán y Siria. Si cae Siria, la tríada Rusia-
Siria- Irán se vendrá al suelo como porcelana fina. Rusia pasará a ser entonces
lo que fue en los tiempos de los zares: un simple imperio central-asiático,
sin relevancia internacional y con pocas chances para postular su hegemonía en
un nivel mundial.
La posibilidad de un Islam
republicano en abierto diálogo con una Europa Unida, con Israel incluso, y por
supuesto, con los EE UU, no deja de ser una visión aterradora para el Kremlin.
Mérito de la política
internacional de Obama ha sido, por lo tanto, haber invertido los roles. Pues
no hay que olvidar que muchos dictadores del mundo árabe, Gadafi, Hussein o
Hafez El Asad, entre varios, fueron en su tiempo líderes revolucionarios que
llegaron al poder aclamados por sus pueblos. En ese proyecto contaron con el
apoyo de la URSS, potencia que, manipulando los nobles objetivos del
anticolonialismo, logró aumentar su esfera de influencia, y con ello, la
extensión del imperio.
Hoy, en cambio, los EE UU y
Europa apoyan a las luchas democráticas en los países árabes e islámicos y
Rusia aparece como aliada de las más execrables dictaduras.
Pero más allá de todo resultado,
perviven esas imágenes que nadie honesto podrá quitar de sus cabezas
después de haberlas visto: la de los niños muertos en las calles de Homs. Hoy, frente a esos niños tan niños y tan muertos como los del Madrid de los años treinta, siento de nuevo
resonar la voz gangosa del gran poeta: “Venid a ver la sangre por las calles”.
“Venid a ver .....