Es difícil contradecir a algunos teóricos post-marxistas
(Laclau y sus continuadores, por ejemplo) cuando al analizar el fenómeno del
populismo afirman que éste surge como producto de la articulación de demandas
no equivalentes las cuales al representar a muchas diferencias terminan
transformándose en significantes cada vez más vacíos. Es difícil porque ésta no
sólo es una de las características del populismo sino de la política moderna la
que, como consecuencia de la ampliación de los espacios democráticos es, o ha
llegado a ser, política de masas. Dicha articulación ocurre por lo demás en
cada proceso electoral.
Un candidato quiere ganar y para hacerlo ha de lograr el
mayor número de adhesiones aunque estas no sean equivalentes. De este modo
equivalencias que no pueden darse entre fracciones de la masa votante se
tornarán equivalentes en el discurso simbólico del candidato. Así, mientras más
ambiguo (simbólico) sea ese discurso, mayores serán las posibilidades de
articulación de esas demandas en torno a la figura populista. En fin, sin
representación simbólica no hay política y eso lo sabía muy bien Berlusconi: un
populista redomado.
Los símbolos que permitieron a Berlusconi ser elegido tres veces primer ministro, son evidentes. Por de pronto ha sido candidato de la
anti- política en un país en el cual la política es una de las más
desacreditadas profesiones. En cierto modo él –hombre del statu quo- representó
la revuelta plebeya en contra del statu quo.
Como propietario de medios de comunicación, Berlusconi
supo proyectar hacia el público facetas de una ficticia personalidad. Su
supuesta virilidad, sus gastos dispendiosos, su mentada generosidad, su
audacia, y sobre todo, su amor por A C Milán en una Italia en la que el fútbol
ha desplazado al catolicismo como religión, lo convirtieron durante un tiempo
en ídolo de multitudes. Ha recibido el apoyo de grandes empresarios del norte y
de las mafias del sur, pero también del pueblo pobre y de clases medias en
decadencia. Los primeros vieron en Berlusconi la resurrección post-moderna de
Cesar Borgia. Los segundos, el regreso pacífico del Duce, una especie de Mussolini
light: Il Cavaliere
Por supuesto, las clases cultas, los profesionales, la
gente decente, lo detestan. Pero en Italia y en ningún otro país esos sectores
son mayoría. La política, nos guste o no, es una actividad cada vez más
plebeya. Por eso no puede extrañar que Berlusconi haya perdido el poder no en
contra de una voluntad mayoritaria sino frente a las sólidas instituciones de
la república. En un país con instituciones más débiles, Berlusconi habría
seguido de largo y se habría convertido si no en dictador, por lo menos en
autócrata, o quizás en el primer falócrata del siglo XXl. Pero a pesar de todos
los pesares, Italia, la bella Italia, no es Bielorrusia.
La autonomización del líder populista –este es el
fenómeno nunca analizado por los teóricos post-marxistas- ocurre allí donde el
líder ávido de poder encuentra un espacio sin instituciones o cuando logra
traspasar la valla institucional. Luego, el problema para una democracia no es
el populismo “en sí”, sino el populismo cuando arrasa con las instituciones o,
lo que es peor, cuando éstas se convierten en instrumentos del líder de
ocasión. Berlusconi lo intentó y perdió.
De todas maneras el problema subsiste. ¿Cómo es posible
que en un país como Italia hubiera surgido un populista obsesionado por
convertir el poder que le había conferido la nación en un asunto de uso
personal?
¿Qué impulsó a un gobernante multimillonario a robar a un
Estado cuyo dinero pertenece a todos los ciudadanos? ¿Qué lo llevó a celebrar
orgías con putas adolescentes ante los ojos ávidos de la publicidad? La
respuesta sólo puede ser una: el poder: el deseo no sólo de tener poder sino de
exhibir sus símbolos más arcaicos (dinero y sexo) a fin de ser admirado,
envidiado o, lo que es casi igual: amado por los demás.
Berlusconi no necesitaba los millones de dólares que robó
a la nación. Tampoco mostrar ya cerca de los ochenta una virilidad que no tuvo
a los treinta. Las razones de sus delitos hay que buscarlas entonces más allá
de la política. Tal vez en un deseo de poder consustancial al humano, un ser
que, de acuerdo a la filosofía de Friedrich Schelling, se encuentra desde el
nacimiento hasta la muerte en un estado de permanente expansión la que, sin
límites que la contengan, se transformará en irrefrenable locura. “El complejo
de Dios”, así llamaba Alfred Adler al delirio de omnipotencia de sus pacientes.
Lo que quiero decir es que Berlusconi no es distinto a
muchos. La diferencia es que él ocupó un lugar en el cual imaginó no había
ningún límite que contuviera su deseo de poder. O dicho de modo drástico: sin
límites contenedores muchos seríamos parecidos a Berlusconi.
Pero tenemos límites. En la niñez, nuestros padres. En la
escuela y en la universidad, los maestros. Después las leyes, y más adelante
los prójimos a quienes nos debemos, y cuando todo eso falta, el límite de
nuestra propia conciencia cuando indica a qué debemos renunciar, o donde está
el fin de un goce que puede resultar, si nadie lo detiene, mortal. No obstante
hay quienes poseídos por el poder buscan un lugar sin límites.
Algunos han creído encontrarlo en las finanzas, en el
lujo, en la ostentación. Pocos lo buscan en el arte, en la filosofía o en la
religión. La política, quizás está de más decirlo, se presta para la búsqueda
infructuosa de la des-limitación.
Por una parte el político ha elegido su profesión porque
desea el poder. Si no fuera así no sería político. Pero por otra, deberá
enfrentarse a los límites de un poder que es de muchos más que de pocos. Ese es
el sentido de la separación de los poderes públicos según Montesquieu. Poderes
que no existen de modo paralelo sino vigilándose el uno al otro a fin de evitar
(contener) el pecado de los pecados de cada ser: la transgresión del poder
asignado. Quienes traspasan esos límites –así ocurrió con Berlusconi– deberán
ser castigados. Y si no lo son, se enfrentarán más temprano que tarde con otro
límite frente al cual todos somos impotentes: el límite de la vida: la muerte.
La muerte convierte en iluso y vano cualquier poder
alcanzado en esta tierra. O para decirlo con las inolvidables palabras de Jorge Manrique ante la tumba de
su padre
Nuestras vidas son los ríos /que van a dar en la mar,/que es el morir; /allí van los señoríos /derechos a se acabar /e consumir; /allí los ríos caudales, /allí los otros medianos /e más chicos;/ i llegados, son iguales /los que viven por sus manos /e los ricos.
El día 27 de Octubre de 2012 la noticia circuló en los periódicos. Silvio Berlusconi -33 procesos judiciales en su contra- fue condenado a cuatro años de prisión. Sólo entre 2002 y 2003 Berlusconi evadió por intermedio de la firma televisiva Mediaset más de 18 millones de dólares. Este sólo es el comienzo. Falta todavía el proceso por delitos sexuales cometidos a menores de edad.
Probablemente las condenas serán conmutadas. Hay mucho dinero en juego. Pero eso ya no importa. El populismo mediático de Berlusconi está llegando (quizás) a su fin. Y –lo decisivo- él no pasará a la historia ni como un gran político ni como un gran estadista. Su nombre será recordado como el de un delincuente encaramado en las cimas más altas del poder. Se ha hecho justicia.
Sobre el tema ver también:
Fernando Mires: BERLUSCONI: EL SEXO Y EL PODER
.
.