Quienes esperaban que de las revoluciones árabes de 2011
surgirían como por encanto democracias laicas, se sienten naturalmente
desilusionados. La desilusión estaba por cierto programada.
Periodistas compulsionados por vender
noticias con titulares rimbombantes inventaron en los inicios de las revueltas
la leyenda de la “primavera árabe” según la cual el Oriente Medio se
convertiría en un “Medio Occidente”. Son los mismos que ahora inventan la
leyenda de gobiernos “islamistas”, fanáticos dominados por la “dictadura
implacable de la Sharia”. Afortunadamente las dos leyendas no son más que eso:
leyendas.
Afortunadamente también, la historia no la hacen los
periódicos aunque –y ahí reside el problema- con la imposición de sus
significantes falsos distorsionan la realidad. Por ejemplo, va a ser difícil,
pese a su radical inexactitud, sacarse de encima el término “primavera árabe”.
Más difícil todavía será eliminar el oprobioso término “islamista”.
El termino “islamista” –no está de más recordar- fue acuñado
después del 11.09.2001. Su objetivo era designar a las fracciones pro-
terroristas del Islam, a saber, a las más antioccidentales, a las que no
reconocían la vigencia de los estados nacionales, a las que intentaban
restaurar el califato como forma “natural” de gobierno, en fin, a las que
aplaudían a Bin Laden y a los suyos.
Islamismo era un significante que designaba a una suerte
de “fascismo islámico”, minoritario en la región. Sin embargo, hoy, para la
gran mayoría de los publicistas occidentales, todos los musulmanes son
“islamistas”. El significante es por lo
demás muy vejatorio. Para que se entienda mejor, imagine un cristiano que de
ahora en adelante será “cristianista”. Imagine un judío que de ahora en adelante
será “judaísta”. Duele ¿no?
El problema no sólo es semántico. Es muy político; y lo
es porque entre otras cosas la extensión del significante “islamismo” oculta
el principal legado de las revoluciones árabes. Este no es otro que el de las
divisiones políticas que hoy cruzan a la región. En efecto, en todos aquellos
países en donde han vencido movimientos
antidictatoriales, ha habido elecciones libres entre partidos, algunos
formados durante las mismas rebeliones. Esto significa, en pocas palabras, que
el mundo árabe ya está políticamente “partido”. Más importante todavía es señalar
que en ninguna elección han triunfado los partidos radicales, es decir, los
auténticos “islamistas”.
Sin embargo, para no pocos comentaristas, todos los
políticos que profesen la religión islámica son “islamistas”. No importa que el
Ennadah de Tunesia sea un partido islámico moderno, con netos perfiles
occidentales. Ni que en Libia haya triunfado una coalición democrática con
predominios laicos. Ni que la fracción política islámica que comanda Mohamed
Morsi esté librando una batalla doble en contra de los sectores religiosos
fundamentalistas y en contra del “partido militar” post-Mubarak.
Tampoco importa que el término “islamismo” dificulte
entender la formación del eje Egipto–Turquía, al cual se agregará más temprano
que tarde Siria, para dar conducción a un espacio islámico moderno que
terminará por aislar a la teocracia persa, por una parte, y a las tiranías
pseudoreligiosas que imperan en Arabia Saudita y en los emiratos, por otra.
El mundo islámico, no sólo en la región árabe, se esta
convirtiendo lentamente en un mundo político. Que ello es así, lo demostró la
porfiada realidad durante el encuentro de los “países no alineados” (29-31 de
Agosto del 2012)
Los “no alineados” son, como es sabido, una de esas
inservibles antiguallas legadas por la Guerra Fría.
Los “no alineados” estuvieron durante la Guerra Fría
alineados en torno del imperio soviético. Cuando el yugoeslavo Tito intentó
transformar la organización en una entidad independiente le cayó encima todo el
peso del stalinismo. También Fidel Castro, durante su periodo antisoviético,
buscó convertir a los “no alineados” en una plataforma al servicio de su
homicida proyecto destinado a incendiar al mundo. Pero en términos generales los “no alineados” siguieron siendo un foro de los peones post-coloniales de la
Nomenklatura. Ahí, entre otras, tuvieron activa participación las dictaduras
militares árabes derribadas por las rebeliones de 2011. Hoy dicha
organización no tiene la menor importancia política.
Los “no alineados” son sólo un fantasma del viejo
pasado. Aunque hay quienes intentan resucitarlo, entre otros la dictadura
persa. En ese sentido la reunión de Teherán estaba planificada para que como
siempre fuese clausurada con una declaración conjunta en contra “del sionismo y
del imperialismo”. Detrás de Ahmadineyah se encuentra, por supuesto, la mano
siniestra de Putin.
Ante la felicidad de los ayatolás, el presidente egipcio
Mohamed Morsi también concurrió a la cita de Agosto. Como invitado de honor le
fue reservado un asiento al lado de Ahmadineyah. De ahí que la sorpresa de
Ahmadineyah debe haber sido muy grande cuando Morsi hizo uso de su palabra,
denunciando en primer lugar las masacres cometidas en Siria, llamando a aislar
a la dictadura de ese país, el aliado más estrecho de la dictadura persa. Los
delegados sirios, en protesta, abandonaron el recinto. Ahmadineyah no sabía
donde meterse.
Así, con un solo discurso, Morsi demostró al mundo que de
ahora en adelante las reglas del juego han cambiado, y no sólo en Egipto.
Mohamed Morsi sabe, además, que no está solo. Lo apoya la
mayoría de la ciudadanía egipcia, los gobiernos post-dictatoriales de la
región, los rebeldes armados de Siria, diversos gobiernos europeos y, no por
último, la política internacional de Barack Obama.
La democracia, con sus formas siempre imperfectas, con su
andar de tortuga vieja, difusa y contradictoria como debe ser, llegará también
al mundo islámico. Ya está llegando. Y, ante el estupor de los expertos, está
llegando en nombre de Allah. Hegel habría dicho entonces que estamos frente a
otra “astucia de la historia”.