Fernando Mires – MÁS ALLÁ DEL PSICOANÁLISIS



Sin deseo no hay amor, sin amor no hay culpa y sin culpa no hay psicoanálisis.
La tríada amor deseo y culpa se manifestó desde sus primeros años en la muy inteligente y sensible Christiana Morgan, “la tejedora de sombras” de la brillante novela de Jorge Volpi.
Hay personas que son así, y en un tiempo, digamos, hasta mediados del siglo veinte, cuando las convenciones sociales eran más estrictas que hoy, el amor, el deseo y la culpa inundaban los más tiernos corazones. Sobre todo los de mujeres jóvenes, quienes a diferencia de los hombres no encontraban objetos en donde depositar las emociones que las acosaban, o los deseos inconfesos o los sueños perturbadores que se ocultaban debajo de sus apretados corséts. Los hombres al menos frecuentaban prostíbulos, glorificaban con petulancia sus vicios y se mataban como bestias en guerras que cada cierto tiempo estallaban en el hoy ya pacificado occidente.
“Las nerviosas”, las llamó el joven Freud cuando comenzaron a atestar su consultorio para que las hipnotizara. “Esas encantadoras histéricas”, las denominó Charcot, inaugurando una terminología que haría escuela. Histéricas con inoportunos rictus, sonrisas que más bien eran muecas, labios temblorosos, algunas muy hermosas (deseadas) y casi siempre adineradas, iban en busca de algún consejo que las redimiera de inexistentes pecados que no se atrevían a mencionar en el confesorio del párroco.
Los primeros psicoanalistas asumieron entonces el papel de redentores. Unos como Ferenczi, acariciaban a sus “pacientas”. Otros, como Jung, las llevaban directamente a la cama. Pocos tuvieron la entereza profesional de Freud al intuir que cuando esas encantadoras criaturas le echaban los brazos al cuello no era por amor, sino porque no encontraban todavía el sentido del deseo que las impulsaba fuera de sí. Una de esas mujeres fue Christiana Morgan, enamorada de un amor clandestino e inmerecidamente obsequiado a quien después sería el conocido psicólogo norteamericano Henry Murray. Razón de más para que al comenzar a hojear el último libro de Jorge Volpi, y encontrando ahí el nombre de C. G. Jung, imaginara que iba a leer una novela “psicológica” al estilo de esas maravillas escritas por Irvin D. Yalom (“El día en que Nietzsche lloró” o  “Desde el diván”) Sin embargo, ya desde las primeras páginas entendí que el tema del libro debía ser buscado más allá del psicoanálisis, por lo menos más allá del “jungiano”.
El tema es el amor; un amor que me hizo recordar otras mujeres destruidas por indomables pasiones. Por ejemplo, no pude sino rememorar el conmovedor film de François Truffaut “La historia de Adela H” o la tragedia de Camile Claudel (dirigida por Bruno Nuytten), sucumbiendo de amor frente a Rodin En las dos películas, el rostro inolvidable de Isabelle Adjani transferido por mí, de modo inconsciente, a Christiana Morgan. Es decir, la historia de Jorge Volpi trata de un amor imposible, detalle que en el contexto de la narración es redundancia: pues el amor se hace posible en Christiana sólo gracias a su imposibilidad. ¿Habría deseado tanto Christiana a un Henry soltero y sin hijos? Probablemente no.
Cuando el deseo se realiza ya no hay deseo y sin deseo no hay amor, fue la máxima socrática que popularizó Platón, máxima verificada desde Romeo y Julieta hasta llegar a nuestros días. La misma que parte de un principio el que, pese a toda su sabiduría, no logró entender Jung cuando “analizó” a Christiana. Ese principio dice que el amor, al ser amor, busca su imposibilidad total: el amor absoluto. Principio que jamás será realizado sobre esa materia transitoria que somos todos. O en otras palabras: el amor total y absoluto, ese que se expande hacia el infinito, no se hizo para nosotros, los mortales. En el mejor de los casos –lo he dicho otras veces- podemos pre-sentirlo. Quizás en el arte, en la poesía, en la filosofía, e incluso, en casos excepcionales, en la religión
¿Qué propuso Jung a Christiana? Exactamente lo contrario de lo que como psicoanalista debió haber hecho: en lugar de ayudarla para que ella de acuerdo a sus visiones se articulara consigo misma, envió a Christiana a reencontrarse con “el toro y el indio, con el principio vegetal de la especie humana”; con el “huevo oscuro” que precede al principio jungiano de “individuación”. En fin, la instó a que destruyera su “yo” intelectual  en nombre de  ese “inconsciente fiero y tremendo que permanece secuestrado por fuerzas malignas” (sic). Fue efectivamente un milagro que Christiana no hubiera salido del consultorio de Jung más loca de lo que estaba.
Como se puede ver ni Volpi ni el autor de estas líneas parecen ser partidarios ardientes de la psicología jungiana. Mas, seamos justos. Si la psicología y el psicoanálisis no deben mucho a Jung, el pensamiento filosófico moderno debe a Jung mucho más de lo que se piensa, entre otras cosas porque Jung no tuvo la voluntad de entenderse a sí mismo como lo que nunca dejó de ser: un filósofo.
La psicología de Jung contiene efectivamente elementos que más que a la psicología corresponden a una ontología en algunos puntos cercana a las de Husserl y Heidegger. Eso significa que la verdad del ser, según Jung, debe ser buscada no en el ser mismo tal como se presenta, sino en otros lugares: en esas cavernas donde moran el “ánima” y el “animus”, o en esa prehistoria en donde se gestan “arquetipos” que no sólo nos anteceden; además, nos determinan.
Carl Gustav Jung –así logró mostrarlo Jorge Volpi- era antes que nada un profesor; si se quiere, un gran profesor y, como todo gran profesor, vanidoso y pagado de sí mismo. En su práctica analítica más que escuchar al paciente, Jung hacía que el paciente lo escuchara a él. En cierto modo lo que menos interesaba a Jung era la persona del paciente. A él no lo guiaba ese casi religioso amor al prójimo que de modo inconfeso impregnó a Freud y después, con más fuerza aún, a Lacan. El paciente de Jung debía comportarse como un buen alumno, nada más. Así, para Jung, Christiana no era Christiana sino la “femme inspirative”: “Una mujer que no ha nacido para tener hijos sino para fecundar a los hombres”, es decir, un objeto del deseo masculino, en este caso, del deseo de Jung. Luego, el amor descontrolado de Christiana hacia Henry no era para Jung más que “el deseo del “ánima” por encontrar a su “ánimus”. Y cuando Christiane cuenta un sueño de acuerdo al cual la esposa de Jung apareció como su madre, Jung dedujo rápidamente que ella, Christiana, lo deseaba a él como padre. Detalle que no pasó inadvertido a la inteligente Christiana: “Jung dice que es mi padre. ¿Será él quien desea mi cariño?”
Si Jung en lugar de despotricar en contra de Freud hubiera leído con atención los textos en los cuales el maestro explica el principio de transferencia, habría quizás entendido que el paciente de Jung no era Christiana sino el mismo Jung. Hecho que no pasó desapercibido a Christiana, no así a Harry, quien siempre siguió con fidelidad de creyente al gran gurú. Así Christiane se pregunta: ¿“Seré yo otra de las valquirias de Jung?” O también: “Jung ve unas cosas y yo otras”. Para terminar concluyendo: “las palabras de Jung me suenan apresuradas e insidiosas, demasiado pautadas por sus propias manías y obsesiones”.
Con una osadía de la que sólo son capaces los grandes escritores cuando saben que lo son, Jorge Volpi se permitió incluso tomar el pelo a Jung a través de Henry, el intelectual amante de Christiana. El párrafo en el cual Henry se pregunta a cual tipología jungiana corresponde su personalidad, es definitivamente delicioso. Cito:
“¿Era (Henry) reflexivo o intuitivo? ¿Emocional sensitivo o introvertido reflexivo, o introvertido emocional o introvertido intuitivo? ¿Extrovertido sensitivo o extrovertido sensitivo intuitivo? ¿Extrovertido reflexivo emocional, introvertido emocional intuitivo o intuitivo o extrovertido sensitivo y reflexivo ¿“A qué categoría pertenezco”? 
No obstante, independiente a cualquiera broma, el párrafo de Volpi contiene una acusación muy seria, una dirigida en contra de todos aquellos médicos para los cuales el paciente no es más que la representación de un diagnóstico, o la simple materialización de una tesis o, lo que es peor, de una peregrina teoría. En esas condiciones Christiana comprendió muy pronto que la verdad, si es que existía, debía buscarla más allá del psicoanálisis: en la imposibilidad de su propio amor. Paradoja que pagaría con la vida.
¿Cómo concebía  Christiana al amor? Como una “díada”. No como una dualidad, sino como una “díada”, es decir, no como el “uno en dos” sino como el “dos en uno”. Como unidad total. O en las palabras de Volpi, como “dos almas que se encuentran, dos mitades que se reconocen de milagro, dos fantasmas que se adivinan idénticos y descubren, luego de más años de angustia, que no se conciben separados”
Ese amor, está de más decirlo, no es humano. Es divino. Pero nosotros, los que morimos, no somos divinos. Ese amor nos queda grande; no es el nuestro. Tampoco es el que necesitamos para vivir. Es un amor religioso, uno del cual sólo Dios puede ser digno.
El humano -así lo ha relatado mi propia experiencia– está dotado de una tremenda capacidad de amar (y odiar). Ese amor que viene del deseo de ser, yace incrustado en el propio principio de vida y es la última clave de la existencia. Es el amor de la primavera, de las flores que estallan hacia el cielo, de la pro-creación y de la creación; es el que nos dieron para trascender a través del pensamiento a la materia y a-divinar desde el propio cuerpo la presencia del espíritu total. Es un amor que no se agota en lo que somos y, por lo mismo, sigue más allá, atravesando los patios lúgubres que yacen después de la muerte. Es un amor, dicho en breve, del cual cada ser humano no puede ser sino indigno, a menos que nos creamos dioses, o endiosemos a alguien. Y ese, y no otro, era el problema de Christiana. Ella vivía su amor como religión, su religión como psicosis, y su psicosis –otra vez- como religión.
Ese amor, para que exista, necesita de su imposibilidad del mismo modo como la sangre necesita de las venas. De tal modo, cuando el amor de Christiana a Henry, como consecuencia de la viudez de Henry -su esposa, Jo, murió de pena; así lo insinúa Volpi- se convirtió en algo mundanamente posible, Christiana continuó exigiendo su imposibilidad para que fuera posible. Y para que esa imposibilidad fuera posible, Christiana convirtió su amor en sacrilegio. Decidió que su amor fuera un Dios.
Siguiendo el mandato de su divino delirio, Christiana termina -en un tono bíblico del cual Volpi se apropia de modo magistral- elevando una oración a Henry:
Poema de Wona:
Mi amor es mi Dios y no tengo otro Dios sino él
Su palabra es mi ley, y por un año le obedeceré
Este es el año de mi gran sacrificio
Renunciaré a todos mis dioses por mi único amor
Mi Señor, - te ruego que me llenes el vacío.
Cuando pronunció su oración, Wona (Christiana) había llegado a los cincuenta. Flaca, desgreñada, sus pobres carnes colgando de sus huesos, alcohólica, macilenta, maloliente, con su cuerpo totalmente olvidado por su alma, espíritu más que materia, suplica a su amado un amor que ningún ser humano podía dar. Pero Henry -al fin, hombre común y corriente- no podía soportar el peso de ese amor terrible. De este modo, y aterrado ante la súplica de Christiana no pudo sino decirle
-Eres repugnante
Rechazada de este mundo, pero fiel a su amor del cual Henry era sólo un pre-texto, Christiana fue a buscarlo al único lugar en donde el texto de lo imposible podía ser posible: Más allá de la vida: en las aguas profundas, en el fondo del mar, entre caracolas marinas –siento el retintín de los versos de Alfonsina Storni-. Allí: donde todo lo que nace ha sido y todo lo que es y será, nace.

Jorge Volpi: LA TEJEDORA DE SOMBRAS,  Planeta – Casamérica 2012