Sin deseo no hay amor, sin amor no hay culpa y sin culpa no hay psicoanálisis.
La tríada
amor deseo y culpa se manifestó desde sus primeros años en la muy inteligente y sensible
Christiana Morgan, “la tejedora de sombras” de la brillante novela de Jorge
Volpi.
Hay personas
que son así, y en un tiempo, digamos, hasta mediados del siglo veinte, cuando
las convenciones sociales eran más estrictas que hoy, el amor, el deseo y la
culpa inundaban los más tiernos corazones. Sobre todo los de mujeres jóvenes,
quienes a diferencia de los hombres no encontraban objetos en donde depositar
las emociones que las acosaban, o los deseos inconfesos o los sueños perturbadores que se
ocultaban debajo de sus apretados corséts. Los hombres al menos frecuentaban
prostíbulos, glorificaban con petulancia sus vicios y se mataban como bestias
en guerras que cada cierto tiempo estallaban en el hoy ya pacificado occidente.
“Las
nerviosas”, las llamó el joven Freud cuando comenzaron a atestar su consultorio
para que las hipnotizara. “Esas encantadoras histéricas”, las denominó Charcot,
inaugurando una terminología que haría escuela. Histéricas con inoportunos
rictus, sonrisas que más bien eran muecas, labios temblorosos, algunas muy
hermosas (deseadas) y casi siempre adineradas, iban en busca de algún consejo
que las redimiera de inexistentes pecados que no se atrevían a mencionar en el
confesorio del párroco.
Los primeros
psicoanalistas asumieron entonces el papel de redentores. Unos como Ferenczi,
acariciaban a sus “pacientas”. Otros, como Jung, las llevaban directamente a la
cama. Pocos tuvieron la entereza profesional de Freud al intuir que cuando esas
encantadoras criaturas le echaban los brazos al cuello no era por amor, sino
porque no encontraban todavía el sentido del deseo que las impulsaba fuera de
sí. Una de esas mujeres fue Christiana Morgan, enamorada de un amor clandestino
e inmerecidamente obsequiado a quien después sería el conocido psicólogo
norteamericano Henry Murray. Razón de más para que al comenzar a hojear el
último libro de Jorge Volpi, y encontrando ahí el nombre de C. G. Jung,
imaginara que iba a leer una novela “psicológica” al estilo de esas maravillas
escritas por Irvin D. Yalom (“El día en que Nietzsche lloró” o “Desde el diván”) Sin embargo, ya desde las
primeras páginas entendí que el tema del libro debía ser buscado más allá del
psicoanálisis, por lo menos más allá del “jungiano”.
El tema es el
amor; un amor que me hizo recordar otras mujeres destruidas por indomables
pasiones. Por ejemplo, no pude sino rememorar el conmovedor film de François
Truffaut “La historia de Adela H” o la tragedia de Camile Claudel (dirigida por
Bruno Nuytten), sucumbiendo de amor frente a Rodin En las dos películas, el
rostro inolvidable de Isabelle Adjani transferido por mí, de modo inconsciente,
a Christiana Morgan. Es decir, la historia de Jorge Volpi trata de un amor
imposible, detalle que en el contexto de la narración es redundancia: pues el
amor se hace posible en Christiana sólo gracias a su imposibilidad. ¿Habría
deseado tanto Christiana a un Henry soltero y sin hijos? Probablemente no.
Cuando el
deseo se realiza ya no hay deseo y sin deseo no hay amor, fue la máxima
socrática que popularizó Platón, máxima verificada desde Romeo y Julieta hasta
llegar a nuestros días. La misma que parte de un principio el que, pese a toda
su sabiduría, no logró entender Jung cuando “analizó” a Christiana. Ese
principio dice que el amor, al ser amor, busca su imposibilidad total: el amor
absoluto. Principio que jamás será realizado sobre esa materia transitoria que
somos todos. O en otras palabras: el amor total y absoluto, ese que se expande
hacia el infinito, no se hizo para nosotros, los mortales. En el mejor de los
casos –lo he dicho otras veces- podemos pre-sentirlo. Quizás en el arte, en la
poesía, en la filosofía, e incluso, en casos excepcionales, en la religión
¿Qué propuso
Jung a Christiana? Exactamente lo contrario de lo que como psicoanalista debió
haber hecho: en lugar de ayudarla para que ella de acuerdo a sus visiones se
articulara consigo misma, envió a Christiana a reencontrarse con “el toro y el
indio, con el principio vegetal de la
especie humana”; con el “huevo oscuro” que precede al principio jungiano de
“individuación”. En fin, la instó a que destruyera su “yo” intelectual en nombre de ese “inconsciente fiero y tremendo que permanece secuestrado por
fuerzas malignas” (sic). Fue efectivamente un milagro que Christiana no hubiera
salido del consultorio de Jung más loca de lo que estaba.
Como se puede
ver ni Volpi ni el autor de estas líneas parecen ser partidarios ardientes de
la psicología jungiana. Mas, seamos justos. Si la psicología y el psicoanálisis
no deben mucho a Jung, el pensamiento filosófico moderno debe a Jung mucho más
de lo que se piensa, entre otras cosas porque Jung no tuvo la voluntad de
entenderse a sí mismo como lo que nunca dejó de ser: un filósofo.
La psicología
de Jung contiene efectivamente elementos que más que a la psicología
corresponden a una ontología en algunos puntos cercana a las de Husserl y
Heidegger. Eso significa que la verdad del ser, según Jung, debe ser buscada no
en el ser mismo tal como se presenta, sino en otros lugares: en esas cavernas
donde moran el “ánima” y el “animus”, o en esa prehistoria en donde se gestan
“arquetipos” que no sólo nos anteceden; además, nos determinan.
Carl
Gustav Jung –así logró mostrarlo Jorge Volpi- era antes que nada un profesor; si
se quiere, un gran profesor y, como todo gran profesor, vanidoso y pagado de sí
mismo. En su práctica analítica más que escuchar al paciente, Jung hacía que el
paciente lo escuchara a él. En cierto modo lo que menos interesaba a Jung era
la persona del paciente. A él no lo guiaba ese casi religioso amor al prójimo
que de modo inconfeso impregnó a Freud y después, con más fuerza aún, a Lacan.
El paciente de Jung debía comportarse como un buen alumno, nada más. Así, para
Jung, Christiana no era Christiana sino la “femme inspirative”: “Una mujer que
no ha nacido para tener hijos sino para fecundar a los hombres”, es decir, un
objeto del deseo masculino, en este caso, del deseo de Jung. Luego, el amor
descontrolado de Christiana hacia Henry no era para Jung más que “el deseo del
“ánima” por encontrar a su “ánimus”. Y cuando Christiane cuenta un sueño de acuerdo al cual la esposa
de Jung apareció como su madre, Jung dedujo rápidamente que ella, Christiana,
lo deseaba a él como padre. Detalle que no pasó inadvertido a la inteligente
Christiana: “Jung dice que es mi padre. ¿Será él quien desea mi cariño?”
Si Jung en
lugar de despotricar en contra de Freud hubiera leído con atención los textos
en los cuales el maestro explica el principio de transferencia, habría quizás
entendido que el paciente de Jung no era Christiana sino el mismo Jung. Hecho
que no pasó desapercibido a Christiana, no así a Harry, quien siempre siguió
con fidelidad de creyente al gran gurú. Así Christiane se pregunta: ¿“Seré yo
otra de las valquirias de Jung?” O también: “Jung ve unas cosas y yo otras”.
Para terminar concluyendo: “las palabras de Jung me suenan apresuradas e
insidiosas, demasiado pautadas por sus propias manías y obsesiones”.
Con una
osadía de la que sólo son capaces los grandes escritores cuando saben que lo
son, Jorge Volpi se permitió incluso tomar el pelo a Jung a través de Henry, el
intelectual amante de Christiana. El párrafo en el cual Henry se pregunta a
cual tipología jungiana corresponde su personalidad, es definitivamente
delicioso. Cito:
“¿Era (Henry)
reflexivo o intuitivo? ¿Emocional sensitivo o introvertido reflexivo, o
introvertido emocional o introvertido intuitivo? ¿Extrovertido sensitivo o
extrovertido sensitivo intuitivo? ¿Extrovertido reflexivo emocional,
introvertido emocional intuitivo o intuitivo o extrovertido sensitivo y
reflexivo ¿“A qué categoría pertenezco”?
No obstante,
independiente a cualquiera broma, el párrafo de Volpi contiene una acusación
muy seria, una dirigida en contra de todos aquellos médicos para los cuales el
paciente no es más que la representación de un diagnóstico, o la simple
materialización de una tesis o, lo que es peor, de una peregrina teoría. En
esas condiciones Christiana comprendió muy pronto que la verdad, si es que
existía, debía buscarla más allá del psicoanálisis: en la imposibilidad de su
propio amor. Paradoja que pagaría con la vida.
¿Cómo
concebía Christiana al amor? Como una
“díada”. No como una dualidad, sino como una “díada”, es decir, no como el “uno
en dos” sino como el “dos en uno”. Como unidad total. O en las palabras de
Volpi, como “dos almas que se encuentran, dos mitades que se reconocen de
milagro, dos fantasmas que se adivinan idénticos y descubren, luego de más años de angustia, que no se
conciben separados”
Ese amor,
está de más decirlo, no es humano. Es divino. Pero nosotros, los que morimos,
no somos divinos. Ese amor nos queda grande; no es el nuestro. Tampoco es el que necesitamos para vivir. Es un amor
religioso, uno del cual sólo Dios puede ser digno.
El humano
-así lo ha relatado mi propia experiencia– está dotado de una tremenda capacidad
de amar (y odiar). Ese amor que viene del deseo de ser, yace incrustado en el
propio principio de vida y es la última clave de la existencia. Es el amor de
la primavera, de las flores que estallan hacia el cielo, de la pro-creación y
de la creación; es el que nos dieron para trascender a través del pensamiento a
la materia y a-divinar desde el propio cuerpo la presencia del espíritu total.
Es un amor que no se agota en lo que somos y, por lo mismo, sigue más allá,
atravesando los patios lúgubres que yacen después de la muerte. Es un amor,
dicho en breve, del cual cada ser humano no puede ser sino indigno, a menos que
nos creamos dioses, o endiosemos a alguien. Y ese, y no otro, era el problema
de Christiana. Ella vivía su amor como religión, su religión como psicosis, y
su psicosis –otra vez- como religión.
Ese amor,
para que exista, necesita de su imposibilidad del mismo modo como la sangre
necesita de las venas. De tal modo, cuando el amor de Christiana a Henry, como
consecuencia de la viudez de Henry -su esposa, Jo, murió de pena; así lo
insinúa Volpi- se convirtió en algo mundanamente posible, Christiana continuó
exigiendo su imposibilidad para que fuera posible. Y para que esa imposibilidad
fuera posible, Christiana convirtió su amor en sacrilegio. Decidió que su amor
fuera un Dios.
Siguiendo el
mandato de su divino delirio, Christiana termina -en un tono bíblico del cual
Volpi se apropia de modo magistral- elevando una oración a Henry:
Poema de
Wona:
Mi amor es mi
Dios y no tengo otro Dios sino él
Su palabra es
mi ley, y por un año le obedeceré
Este es el año de mi gran
sacrificio
Renunciaré a
todos mis dioses por mi único amor
Mi Señor, - te
ruego que me llenes el vacío.
Cuando
pronunció su oración, Wona (Christiana) había llegado a los cincuenta. Flaca,
desgreñada, sus pobres carnes colgando de sus huesos, alcohólica, macilenta,
maloliente, con su cuerpo totalmente olvidado por su alma, espíritu más que
materia, suplica a su amado un amor que ningún ser humano podía dar. Pero Henry
-al fin, hombre común y corriente- no podía soportar el peso de ese amor
terrible. De este modo, y aterrado ante la súplica de Christiana no pudo sino
decirle
-Eres
repugnante
Rechazada de
este mundo, pero fiel a su amor del cual Henry era sólo un pre-texto,
Christiana fue a buscarlo al único lugar en donde el texto de lo imposible
podía ser posible: Más allá de la vida: en las aguas profundas, en el fondo del
mar, entre caracolas marinas –siento el retintín de los versos de Alfonsina
Storni-. Allí: donde todo lo que nace ha sido y todo lo que es y será, nace.