Fernando Mires - PARAGUAY: ENTRE LA POLÍTICA Y LA DEMAGOGIA



 Ya esclarecida parte de los hechos que llevaron a la caída de Fernando Lugo, es posible afirmar –si vamos a hablar seriamente- que lo que tuvo lugar en Paraguay no fue un golpe de estado. Fue, en primera línea, una destitución institucional. Si además fue constitucional, no está resuelto. Esa, en cualquier caso, es la principal diferencia que separa el caso paraguayo con respecto al ocurrido en 2009 en Honduras en donde la destitución constitucional de Zelaya fue ratificada por un golpe de estado.
La diferencia entre destitución y golpe no es ociosa. Una destitución altera la continuidad política de una nación, pero no la rompe, como en el caso de un golpe militar. O dicho de modo escueto: si todo golpe implica una sustitución, no toda sustitución implica un golpe.
La diferencia entre golpe de estado y destitución no significa, por cierto, calificar a la segunda como positiva. Por lo tanto, frente a una destitución hay que preguntarse acerca de las condiciones de tiempo y lugar en que fue llevada a cabo. Eso lleva necesariamente a separar el juicio jurídico del político o, como han destacado algunos observadores, entre la legalidad y la legitimidad del acto. Y ahí, justamente ahí, reside el gran error de Federico Franco y su gente. Pues si bien la razón política se sirve de la razón jurídica, no son iguales.
La razón jurídica indica los motivos por las cuales un presidente puede ser destituido. La razón política indica “cuándo”, y  “cómo” puede ser destituido. La razón jurídica es automática. La razón política es reflexiva. La razón jurídica no requiere de la discusión. La razón política no existe sin discusión.
De ahí que en política no baste probar la legalidad de un acto para que éste obtenga inmediata aprobación. Eso quiere decir que si bien la destitución de Lugo, aunque realizada de acuerdo a leyes, desde el punto de vista político puede ser –y lo fue- un acto aberrante. Tanto o más si violó usos vigentes en el “occidente político”. Y una de esos usos dice: los presidentes han de ser elegidos y revocados mediante la voluntad popular. Es por eso que si Lugo hubiera clausurado la salida electoral, lo más probable es que los destituyentes –aún actuando en desacuerdo a leyes- habrían obtenido aplauso internacional.
Creo que ningún político latinoamericano ha sintetizado el tema de un modo tan sencillo y a la vez con tanta apostura de estadista, como el candidato de la oposición venezolana Henrique Capriles cuando dijo: "No estoy de acuerdo con esto de que existan juicios políticos a un presidente; es el pueblo el que elige y es el pueblo el que quita gobernantes”
Más claro que el agua: el procedimiento pudo haber sido legal –es el argumento de Capriles- pero al pasar por alto la voluntad popular “que es la que elige y quita”, es ilegítimo.
Lo dicho por Capriles contrasta con la actitud asumida por el gobernante de su país. Chávez, quien no se cansa de violar la Constitución (acaba de declarar que las fuerzas armadas venezolanas son de uso personal, es decir “chavistas”), ha usurpado el poder judicial, gobierna con leyes habilitantes; ha fabricado, pese a no poseer mayoría parlamentaria, un parlamento incondicional y controla el poder electoral. Y precisamente ese gobernante pretende erigirse como baluarte de la democracia paraguaya. Lo mismo –aunque en tono menor- ocurre con sus íntimos aliados. Correa, el peor enemigo de la libertad de prensa del continente. Ortega, un “ladrón de elecciones” (Dora Tellez). Y suma y sigue.
Son los que han concertado alianzas “estratégicas” con la dictadura de Siria, a la que aplauden cuando derrama la sangre de niños por las calles; los que reciben con honores a Ahmadineyah en cuyas cárceles padecen cientos de opositores.  
Afortunadamente hay gobiernos en América Latina que, condenando la ilegítima destitución de Fernando Lugo, se niegan a practicar una política internacional al servicio de intereses gobierneros. Dilma Rousseff –quien solidarizando con la suerte de tantas mujeres iraníes se negó a recibir a Ahmadineyah– ha condenado duramente la destitución de Lugo, pero no aplicará sanciones. Los gobiernos de Perú y Colombia también han condenado la destitución, pero en el marco de los usos políticos que corresponden al caso. Interesante y significativa fue la posición del gobierno chileno del cual, al ser “de derecha”, se esperaba una posición favorable a la destitución de Paraguay.
No ocurrió así; por el contrario, Piñera se pronunció en los siguientes términos:  “En nombre del gobierno de Chile, quiero expresar nuestra profunda preocupación por el juicio político al que fue sometido el ex Presidente de Paraguay, el señor Fernando Lugo, el pasado viernes 22 de junio. Estamos conscientes que la Constitución de Paraguay contempla el juicio político; que la cámara de diputados inicia ese juicio político y al senado le corresponde actuar como jurado. Sin embargo, estimamos que no se cumplieron ni se respetaron las normas del debido proceso y del legítimo derecho a defensa que están contempladas en la propia constitución de Paraguay y también el derecho internacional”
No se trata de expresar simpatías por un determinado gobierno (y con respecto al de Piñera, el autor de estas líneas no siente ninguna). La de Piñera podría haber sido también una declaración de Ricardo Lagos o de Michelle Bachelet. Pues esas son declaraciones que se enmarcan en la línea de continuidad de quienes, a través de experiencias con a veces díscolos vecinos, han logrado diferenciar entre una política de gobierno y una política de estado. A través de esas líneas, el gobierno chileno dejó muy claro que, condenando la destitución de Lugo, no se sumará al circo de los autócratas encabezados por Hugo Chávez.
Ojalá Fernando Lugo logre entender esa diferencia elemental que nunca entendió como gobernante: esa diferencia entre política y demagogia que, desgraciadamente para tantos, es todavía imperceptible.