A continuación cuato fragmentos sobre el tema de la pasión política
1. Max Weber: Política y pasión
Ante todo, la carrera política proporciona un sentimiento de poder. La conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder que se ejerce sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos históricos importantes, elevan al político profesional, incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo cotidiano. La cuestión entonces que se le plantea es la de cuáles son las cualidades que le permitirán estar a la altura de ese poder (por limitado que sea en su caso concreto) y de la responsabilidad que le impone. Con esto entramos ya en el terreno de la ética, pues es a esta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la historia.
Puede decirse que son tres las cualidades
decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la
responsabilidad y mesura. Pasión en el sentido de positividad, de entrega
apasionada a una "causa", al dios o al demonio que la gobierna. No en
el sentido de esa actitud interior que mi malogrado amigo Georg Simmel solía
llamar "excitación estéril", propia de un determinado tipo de
intelectuales, sobre todo rusos (no, por supuesto, de todos ellos) y que ahora
desempeña también un gran papel entre nuestros intelectuales, en este carnaval
al que se da, para embellecerlo, el orgulloso nombre de "revolución".
Es ése un "romanticismo de la intelectualmente interesante" que gira
en el vacío y está desprovisto de todo sentido de la responsabilidad objetiva.
No todo queda arreglado, en efecto, con la pura pasión, por muy sinceramente
que se la sienta. La pasión no convierte a un hombre en político si no está al
servicio de una "causa" y no hace de la responsabilidad para con esa
causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita (y ésta es la
cualidad psicológica decisiva para el político) mesura, capacidad para dejar
que la realidad actúa sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad,
es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. El "no
saber guardar distancia" es uno de los pecados mortales de todo político y
una de esas cualidades cuyo olvido condenará a la impotencia política a nuestra
actual generación de intelectuales. El problema es, precisamente, el de cómo
puede conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la
mesurada frialdad. La política se hace con la cabeza y no con otras partes
del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa sólo puede nacer
y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud auténticamente humana y no
un frívolo juego intelectual. Sólo el habito de la distancia (en todos los
sentidos de la palabra) hace posible el enérgico dominio del alma que
caracteriza al político apasionado y lo distingue del simple diletante político
"estérilmente agitado". La "fuerza" de una
"personalidad" política reside, en primer lugar, en la posesión de
estas cualidades.
Por esto el político tiene que vencer cada día y cada
hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga
mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura
frente a sí mismo.
(Max Weber, Politik als Beruf, Reclam,
Stuttgart 1992)
Los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse en su
sentido concreto y existencial; no como metáforas o símbolos; no entremezclados
y debilitados mediante concepciones económicas, morales o de otra índole; menos
todavía psicológicamente y en un sentido privado-individualista como expresión
de sentimientos y tendencias privadas. No son contraposiciones normativas ni
"puramente espirituales". El liberalismo, con su típico dilema entre
espíritu y economía (a ser tratado más adelante), ha intentado diluir al
enemigo convirtiéndolo en un competidor por el lado de los negocios y en un
oponente polemizador por el lado espiritual. Dentro del ámbito de lo económico
ciertamente no existen enemigos sino tan sólo competidores y en un mundo
absolutamente moralizado y ético quizás sólo existan adversarios que polemizan.
Sin embargo, que se lo considere — o no — detestable; y, quizás, que hasta se quiera ver un
remanente atávico de épocas bárbaras en el hecho de que los pueblos todavía
siguen agrupándose realmente en amigos y enemigos; o bien que se anhele que la
diferenciación desaparecerá algún día de la faz de la tierra; o que quizás sea
bueno y correcto fingir por razones pedagógicas que ya no existen enemigos en
absoluto; todo eso está aquí fuera de consideración. Aquí no se trata de
ficciones y normatividades sino de la realidad existencial y de la posibilidad
real de esta diferenciación (....)
El enemigo no es, pues, el competidor o el opositor en
general. Tampoco es enemigo un adversario privado al cual se odia por motivos
emocionales de antipatía. "Enemigo" es sólo un conjunto de personas
que, por lo menos de un modo eventual — esto es: de acuerdo con las
posibilidades reales — puede combatir a
un conjunto idéntico que se le opone. Enemigo es solamente el enemigo público, porque lo que se
relaciona con un conjunto semejante de personas — y en especial con todo un
pueblo — se vuelve público por la misma relación. El enemigo es el hostis, no el inmicus en un sentido amplio; el polemios,
no el echthros. El idioma
alemán, al igual que otros idiomas, no distingue entre el "enemigo"
privado y el político, por lo que se vuelven posibles muchos malentendidos y
falsificaciones. El tantas veces citado pasaje "amad a vuestros
enemigos" (Mateo 5,44; Lucas 6,27) en realidad dice: »diligite inimicos vestros« — agapate tous echtrous
hymon — y no diligite hostes vestros; por lo que no se habla
allí del enemigo político. En la
milenaria lucha entre el cristianismo y el islam jamás a cristiano alguno se le
ocurrió tampoco la idea de que, por amor, había que ceder Europa a los
sarracenos o a los turcos en lugar de defenderla. Al enemigo en el sentido
político no hay por qué odiarlo personalmente y recién en la esfera de lo privado
tiene sentido amar a nuestro "enemigo", vale decir: a nuestro
adversario. La mencionada cita bíblica no pretende eliminar otras
contraposiciones como las del bien y del mal, o la de lo bello y lo feo, por lo
que menos aun puede ser relacionada con la contraposición política. Por sobre
todo, no significa que se debe amar a los enemigos del pueblo al que se
pertenece y que estos enemigos deben ser apoyados en contra del pueblo proprio
(…)
La contraposición política es la más intensa y extrema de
todas, y cualquier otra contraposición concreta se volverá tanto más política
mientras más se aproxime al punto extremo de constituir una agrupación del tipo
amigo-enemigo. En el interior de un Estado — que como unidad
política organizada toma, por sí y como conjunto, la decisión sobre la
amistad-enemistad, — y además, junto
a las decisiones políticas
primarias y en defensa de la decisión tomada, surgen luego numerosos conceptos secundarios de lo "político". (…)
Esto puede verse diariamente en dos fenómenos fácilmente
verificables. En primer lugar,
todos los conceptos, ideas y palabras políticas poseen un sentido polémico;
tienen a la vista una rivalidad concreta; están ligadas a una situación
concreta cuya última consecuencia es un agrupamiento del tipo amigo-enemigo
(que se manifiesta en la guerra o en la revolución); y se convierten en
abstracciones vacías y fantasmagóricas cuando esta situación desaparece.
Palabras como Estado, república ,
sociedad, clase, y más allá de ellas: soberanía, Estado de Derecho, absolutismo,
dictadura, plan, Estado neutral o total, etc. resultan incomprensibles si no se
sabe quien in concreto habrá de ser designado, combatido,
negado y refutado a través de una de ellas . El
carácter polémico domina sobre todo, incluso sobre el empleo de la misma
palabra "político"; tanto si se califica al oponente de
"impolítico" (en el sentido de divorciado de la realidad o alejado de
lo concreto) como si, a la inversa, alguien desea descalificarlo denunciándolo
de "político" para colocarse a si mismo por sobre él autodefiniéndose
como "apolítico" (en el sentido de puramente objetivo, puramente
científico, puramente moral, puramente jurídico, puramente estético, puramente
económico, o en virtud de alguna pureza similar). En segundo lugar, en las expresiones
usuales de la polémica intra-estatal cotidiana, frecuentemente se emplea hoy el
término "político" como sinónimo de "político-partidario".
La inevitable "subjetividad" de todas las decisiones políticas — que
no es sino un reflejo de la diferenciación amigo-enemigo inmanente a todo
comportamiento político — se manifiesta aquí en las mezquinas formas y
horizontes de la distribución de cargos y prebendas políticas. La demanda de
una "despolitización" significa, en este caso, tan sólo una superación
del partidismo etc. (…)
(Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen,
Duncker&Humblot, Berlín 1993)
3. Chantal Mouffe, Democracia antagónica
Gran parte de
mi argumentación consistirá en examinar las consecuencias de la negación del
antagonismo en diversas áreas, tanto en
la teoría como en la práctica políticas. Considero que concebir el objetivo de la política democrática en
términos de consenso y reconciliación
no sólo es conceptualmente erróneo, sino que también implica riesgos políticos.
La aspiración a un mundo en el cual se haya
superado la discriminación nosotros/ellos, se basa en premisas erróneas, y aquellos que comparten tal
visión están destinados a perder de
vista la verdadera tarea que enfrenta la política democrática. Sin duda, esta ceguera respecto del
antagonismo no es nueva.
La
teoría democrática ha estado influida durante mucho tiempo por la
idea de que la bondad interior y la
inocencia original de los seres humanos
era una condición necesaria para asegurar la viabilidad de la democracia. Una visión idealizada de la
sociabilidad humana, como impulsada
esencialmente por la empatía y la reciprocidad, ha proporcionado generalmente el fundamento del pensamiento político democrático moderno. La violencia y la
hostilidad son percibidas como un fenómeno
arcaico, a ser eliminado por el progreso del intercambio y el establecimiento,
mediante un contrato social, de una comunicación transparente entre participantes racionales. Aquellos que
desafiaron esta visión optimista fueron
percibidos automáticamente como
enemigos de la democracia. Ha habido pocos intentos por elaborar el
proyecto democrático en base a una antropología que reconozca el carácter ambivalente de la sociabilidad
humana y el hecho de que reciprocidad y
hostilidad no pueden ser disociadas. Pero a pesar de lo que hemos aprendido a través de diferentes
disciplinas, la antropología optimista
es aún la más difundida en la actualidad. Por ejemplo, a más de medio siglo de la muerte de Freud, la
resistencia de la teoría política respecto
del psicoanálisis es todavía muy fuerte, y sus enseñanzas acerca de la imposibilidad de erradicar el
antagonismo aún no han sido asimiladas.
En mi
opinión, la creencia en la posibilidad de un consenso racional universal ha colocado al pensamiento democrático
en el camino equivocado. En lugar de
intentar diseñar instituciones que, mediante procedimientos supuestamente
“imparciales”, reconciliarían todos los
intereses y valores en conflicto, la tarea de los teóricos y
políticos democráticos debería
consistir en promover la creación de una esfera pública vibrante de lucha
“agonista”, donde puedan confrontarse
diferentes proyectos políticos hegemónicos. Ésta es, desde mi punto de vista, la condición sine qua non para un ejercicio efectivo de la democracia.
(Chantal
Mouffe, En torno a lo político, FCE, México 2007)
4. Fernando Mires, Política como representación y espectáculo
Para Weber, la
política alemana del segundo decenio del siglo XX se había convertido en una
actividad que se encontraba degradada con respecto a sus propios ideales. No sin
desilusión habla Weber de la falta de poder del parlamento (y para Weber, el
poder es la esencia de lo político). Las razones no las encuentra en la
ausencia de buenas leyes sino en la ausencia de cualidades conductoras en los
profesionales políticos. En ese punto hay una buena sintonía entre Weber y
Schmitt pues, para este último, ninguna política, como ninguna institución,
sistema o estructura podía ser mejor que las personas que las representan.
La despersonalización del parlamento que
constató Weber era un fenómeno consustancial a la despersonalización de una
vida política, cuyos actores, al rehuir la polémica, la deliberación y el
antagonismo se convierten en seres anodinos, simples empleados públicos que realizan
su oficio sin brillo, sin energía ni despliegue personal. La política
desantagonizada por una democracia liberal que teme a la polémica como un santo
al demonio no pasa de ser una actividad superficial, y sus funcionarios se
reducen, la mayoría de las veces, a simular antagonismos que no sienten o a
tramitar meros expedientes administrativos; en fin, a hacer una política
aburrida.
Efectivamente:
en determinados momentos, en particular en los de crisis social o política, no
hay nada más aburrido que la política y los políticos. Estos últimos, al no
defender con pasión y convicción sus posiciones y las de las personas que
representan, imposibilitan uno de los objetivos fundamentales del hacer
político: constituir foros públicos, en donde son transferidos los deseos, los
objetivos, los intereses y, no por último, las pasiones de los representados.
La política, no hay
que olvidarlo, vive de la representación y del espectáculo. El ciudadano paga
con sus impuestos a los políticos para que representen con tensa intensidad sus
opiniones y quiere ver un buen espectáculo al igual que cuando paga su entrada
en el teatro. Es que el político debe ser, por lo menos en parte, un actor. Y
un mal político como un mal actor no llega, con sus frases, al público. Algunos
abandonan en silencio el teatro; otros se quedan ahí, hasta el último bostezo.
No faltan, por supuesto, los defraudados que arrojarán tomates y huevos a los
actores. En la política como en el teatro, esas acciones se llaman protestas. Y no
siempre las protestas son revolucionarias; es decir, no exigen el fin de la
política sino, simplemente, un cambio de política que pasa, casi en general,
por un cambio de políticos. Muchas revoluciones podrían haber sido evitadas si
la política hubiese recuperado a tiempo su sentido dramatúrgico original; aquel
que le dio sentido y vida, justamente para que no hubiera guerras ni
revoluciones.
(Fernando Mires, Introducción
a la política, LOM, Santiago de Chile, 2004)