La historia tuvo lugar en los años cuarenta en los EEUU, en el barrio judío Weequahic en Newark, donde el joven Bucky Cantor, atlético y muy corto de vista instructor deportivo de los niños del barrio ve con impotencia como sus alumnos mueren uno a uno como consecuencia de una epidemia de polio (parálisis infantil) en contra de la cual todavía no había sido inventada la vacuna.
En su melancólica
novela Némesis, Philip Roth recrea de modo implícito la historia del Libro de
Job quien al ser sometido a terribles sufrimientos se levantó desafiante ante
el poder absoluto de la divinidad increpando a Dios por lo que él consideraba
una injusticia sin nombre cometida a su persona.
El sentido bíblico
del enojo de Job revela la relación gramática del humano con Dios, relación
propia al judaísmo y radicalizada por el cristianismo a través de múltiples
“oraciones”. Ese dialogo se inicia con el mismo Moisés quien escuchó la
revelación que venía de la “boca” de Dios: “Yo soy el que soy”, vale decir, ese
ser que no requiere explicación ninguna para ser más allá del tiempo. El ser
que está al comienzo, en el medio y al final de todo, en el más interminable
más allá como también en el más microscópico más acá.
Philip Roth, judío
no observante, habiendo alcanzado esa edad en la cual estamos muy cerca del fin
de la vida, plantea a Dios a través del joven Cantor una pregunta similar a la
de Job. Dios, ¿cómo pudiste permitir la maldad cometida en el cuerpo de esos
pobres niños paralíticos?
La pregunta de Job
nos la hemos hecho muchos. Ha sido también esa pregunta sin respuesta la razón
por la cual tantos han decidido negar –y yo digo, desde un punto de vista
formal, con razón- la existencia de Dios. Pues, si Dios fuera Dios no debería
permitir tanto dolor en este mundo.
La ira de Job
frente a Jehová es la misma que nos conmueve cuando vemos películas sobre el
Holocausto, o cuando desde la tranquilidad de nuestros hogares miramos en la
televisión a esos niños africanos acosados por el hambre, el SIDA, las moscas.
Niños que nunca han hecho mal a nadie y que, sin embargo, ante la vista
impertérrita del Todopoderoso, mueren sufriendo lo indecible en esas tierras
sin árboles, arrasadas, malditas.
O cuando frente a
esos golpes arteros que nos propina la vida, sumidos en el dolor sin límite que
sentimos ante la agonía del ser querido, no queda, aún al más creyente, otra
posibilidad que no sea la de dudar de la bondad de Dios y, en algunos casos
-costumbre inveterada en algunos pueblos- injuriarlo, maldecirlo, e incluso,
como hacen algunos españoles, putearlo.
Recuerdo por
ejemplo que yo, eximio en el uso de las más malas palabras, quedé helado cuando
leí en esa gran novela de Arturo Pérez Reverte titulada “El Asedio”, la
siguiente frase pronunciada por un alguacil: “Me cago en Dios y en la puta que
lo parió”. Y sin embargo, aún ese insulto terrible, digno de excomunión,
contiene un cierto trasfondo piadoso. Pues para “cagarse” en Dios hay que
suponer que Dios existe. Eso quiere decir: el alguacil de Pérez Reverte había
perdido el respeto, pero no su fe en Dios. Algo parecido ocurrió con el Job
bíblico.
La tradición de Job
la continuó el mismo Jesús quien poco antes de morir miró al cielo desesperado
preguntando: ¿Señor, por qué me has abandonado? Jesús, siguiendo a Job, no negó
a Dios, pero cuestionó, cara a cara, de Hijo a Padre, su sagrada injusticia.
El joven instructor
Cantor de la novela de Philip Roth fue más allá que Job, que el alguacil de
Pérez Reverte y que el propio Jesús. Calificó a Dios de criminal y, al sentirse
abandonado por Dios, decidió abandonarlo, cosa que no hizo Job. Pero, y no
estoy seguro si ese fue el propósito pedagógico de Philip Roth, Cantor, al
abandonar a Dios, no tuvo a quien culpar o maldecir durante el resto de su
vida. Así, él quedó solo, con su tremenda desgracia.
En las páginas
finales del libro, Philip Roth muestra un Bucky Cantor entrado en años:
inválido como consecuencia de la polio que el mismo adquirió de sus alumnos,
negado a la vida y a sus placeres, consumido por injustificadas culpas,
expiando un crimen que nunca cometió. Inevitable fue, en ese momento, pensar:
“Si Dios no existe es necesario que exista para por lo menos culpar a alguien
de todos los males de esta tierra”. Alguien que pueda asumir todo el dolor del
mundo, la culpa de ser como somos, abandonados por Él a nuestra propia suerte.
Esa soledad, esa vida sin sentido que no sólo embarga a los no creyentes,
también a quienes más han creído en Él como Job o Jesús. O en la novela de
Roth, al joven Bucky Cantor.
Dios –digámoslo
así- acostumbra a dejarnos solos frente a nuestro destino. No obstante, si
queremos seguir creyendo no queda más que afirmar: “sus razones tendrá”.
La razón, empero,
es una propiedad de la condición humana, no de la divina. Eso no quiere decir
por cierto que Dios sea irracional. Solo quiere decir que las razones de Dios
no pueden ser las nuestras. De otra manera seríamos dioses y de eso, no cabe
ninguna duda, estamos muy lejos. Esa fue una de las tesis formuladas por ese judío
y cristiano – y a la vez, ni lo uno ni lo otro- llamado Baruch de Spinoza. La
tesis central de su “Breve tratado sobre Dios” (1677) dice: nuestra
racionalidad no es suficiente para alcanzar a la de Dios.
A partir de una
primera lectura la tesis de Spinoza se parece mucho a la concepción islámica de
Dios, a la vez tan similar a las corrientes calvinistas y luteranas, como captó
muy bien Max Weber. De acuerdo a esa percepción Dios es inescrutable,
impensable, inimaginable. Dios al ser Dios no existe a la medida del hombre. La
Biblia nos dice, en cambio, que Dios creó al humano a su imagen y semejanza, es
decir, Dios, no se hizo hombre -aunque en la percepción cristiana se hizo a sí
mismo en Jesús- pero nos dio algo suyo que nos permite merodear alrededor de su
cercanía. ¿Qué es lo que nos dio? Lo dijo Jesús: la fe y la esperanza; ambas
–no lo dijo Jesús sino Platón- hijas del pensamiento.
Pero para el
cientista Baruch de Spinoza, Dios no nos dio nada, con la excepción de un
simple “modo de ser en el mundo”.
Dios, en clave
spinoziana es esencia absoluta y eterna: La sustancia única que se manifiesta
en infinitos modos de ser de los cuales nosotros, los humanos, sólo somos uno.
Luego, siguiendo de nuevo a Spinoza, los humanos somos incapaces de pensar a Dios
más allá de “nuestro modo de ser”. Por lo mismo, el personaje Cantor de la
novela Némesis fracasó al intentar entender a Dios de acuerdo a la medida
humana, y eso lo llevaría a fracasar en su propia vida.
Ahí entonces es
cuando, de modo inevitable, surge la pregunta: ¿podemos entender a Dios de otra
manera que no sea de acuerdo a la medida humana? La respuesta de la mayoría de
los teólogos cristianos es afirmativa: Cristo es Dios hecho a la medida humana
y Cristo es el portador de un amor que trasciende los límites de nuestra
existencia. Eso significa que, de acuerdo al don del pensar, el que nos fue
dado para que buscáramos la verdad aunque nunca la encontremos (Sócrates)
podemos trascender los límites de nuestra propia humanidad. Ese fue también el
motivo por el cual Spinoza, siguiendo no una idea cristiana sino platónica,
llegó a pensar que en las ciencias y en el arte podemos acercarnos más a Dios
que en el simple seguimiento de los rituales de cualquiera religión. No
obstante, Spinoza no se detuvo ahí.
De acuerdo a la
premisa de una sustancia indeterminable pero determinante, Spinoza llegó a
postular que si Dios es todo –y no puede ser sino todo- incorpora en sí a su
propia negación, es decir, a su ausencia. Eso significa que Dios cuando no se
hace presente se hace de todos modos presente. ¿Cómo? La respuesta de Spinoza
es muy lógica: a través de su ausencia. La ausencia de Dios –utilizo un término
spinoziano- es también un “atributo” de Dios del mismo modo como la nada es un
“atributo” del todo.
La presencia de esa
ausencia fue, por lo tanto, lo que no pudo entender Bucky Cantor, el héroe
negativo de la novela Némesis. De acuerdo a una concepción materialista de su
religión, Cantor imaginó que Dios era una especie de director de un instituto
de beneficencia pública. Nunca, en su orfandad, se le ocurrió pensar que Dios
no estaba afuera de él sino, como dijo Cristo al beber su buena copa de vino
tinto, en su propia sangre. Luego, la ausencia de él en Dios no era más que la
ausencia de Dios en él. Eso es al fin lo que demostró –no sé si fue su
propósito- Philip Roth. La parálisis del cuerpo se había convertido en la
parálisis de Dios en el alma de Bucky Cantor.
Por cierto, como
todo gran filósofo Spinoza es deudor de Platón/Sócrates. Ya en el Banquete, Sócrates
había dejado claro que el ser humano vive en condición “mediocre” (intermedia)
y por lo mismo busca a través de la expansión del espíritu en su ser la verdad
que no nos es dada en nuestra simple materialidad. Luego, el deseo de ser –idea
que tomarían muy en serio Freud y Lacan- habita en el espacio del “no tener”,
que es a la vez la guarida del “inconsciente”.
Es decir, para Sócrates, la presencia del espíritu viene de la
conciencia de su ausencia (“la falta”, según Lacan). O dicho en las palabras de
Jesús cuyas parábolas no sólo vienen del espacio judío sino, también, del
griego: sólo la pobreza de espíritu puede llevar a la búsqueda del espíritu. De
tal modo que para entender la bienaventuranza: “Benditos sean los pobres de
espíritu, que de ellos será el reino de los cielos” hay que entender primero a
Sócrates; o de otra manera no entendemos nada.
Sólo la ausencia de
Dios lleva a su búsqueda, pero no a su encuentro. Así lo entendió también desde
una perspectiva temporal San Agustín cuando intuyó que el ser humano puede
llegar a situarse en vida, no en el tiempo eterno (para eso hay que morir) sino
en el cruce de los tiempos, esto es, desde la mortalidad del cuerpo pre-sentir
la inmortalidad de Dios. En sentido agustino, la conciencia de la finitud lleva
a a-divinar (divinizar) el tiempo infinito, que es el de Dios, o lo que es lo
mismo, a partir de nuestra radical ausencia de eternidad, pre-sentir el deseo
de no morir después de muertos.
Sin embargo, hubo
de pasar muchísimo tiempo después de Agustín para que en ese aciago siglo XX,
un tal Martin Heidegger devolviera a la filosofía el pensamiento pre-teológico
de los griegos reconstruyendo en términos laicos la unidad trinitaria (que ya
existía potencialmente en el judaísmo) a partir de su clásica tríada
ontológica: “Ser” (El Padre, el ascendiente) “ser” (el Hijo, el descendiente) y
la existencia que sólo es fluyendo en tiempo gerundio: el “Seiendes”, ese
ser-siendo que nos une a todos en un “somos”(El Espíritu Santo). Nadie, pienso
yo, ha hablado tanto de Dios sin haberlo nombrado casi nunca, como hizo Heidegger.
¿Será esa la razón
por la cual la filosofía judía -que a diferencia de la no judía no hace
diferencia entre teología y filosofía- ha logrado recepcionar y continuar el
pensamiento de Heidegger de un modo mucho más intenso que la filosofía laica de
los no judíos? Porque si uno lee a Arendt, Buber, Strauss, Levinas, Zarader,
Derrida, tropieza a cada minuto con Heidegger. Pero ese –aunque muy
interesante- es ya otro tema.
Lo que por el
momento cabe destacar es que en cualquiera de los casos mencionados la
condición no divina del ser origina ese deseo de divinidad que cuando no
aparece lleva, como ocurrió al Bucky Cantor de Philip Roth, si no a la muerte
en el alma (Sartre) por lo menos a su parálisis.
De la experiencia
de Bucky Cantor, y de acuerdo a la narración de Philip Roth, podemos extraer
entonces la siguiente conclusión: Como todos nosotros Bucky Cantor era un
hombre libre: libre de buscar a Dios sin encontrarlo y libre de negarlo sin
buscarlo. Como muchos, Cantor hizo uso de su libertad y, apelando a muy buenas
razones, eligió negar a Dios. Pero también pudo haber elegido –pienso yo- la
otra alternativa. Es que en cierto modo ese es el dilema fundamental de la
condición humana.
Ese dilema lo intuí
de modo nítido al leer en la interesante “Biografía de Jesús” escrita por Peter
Seewald, una cita – más bien una anécdota- narrada por Anthony de Mello. Esa
anécdota da cuenta del dilema mencionado de modo más explícito que un tratado
de filosofía. Dice así:
En la calle encontré a una pequeña niña hambrienta,
temblando de frío, sin esperanzas. En ese momento me invadió la ira y grité a
Dios: ¿Cómo puedes permitir eso? ¿Por qué no haces nada en contra? No recibí
ninguna respuesta. Pero en la noche soñé que Dios hablaba conmigo y me decía:
“Sí; yo hice algo en contra; te he creado a ti”.
Pienso que esa
respuesta de Dios tiene, además, y entre otras cosas, una gran importancia
política. ¿O me equivoco?
27.05.2012
27.05.2012
Philip Roth, Némesis,
Mondadori, Madrid 2011