Fernando Mires: Margot Honecker, LA MUJER DETRÁS DEL “PANZER”


Nadie esperaba ese día 2 de Abril de 2012 que Margot Honecker dijera frente a las cámaras algo diferente a lo que dijo, de ahí el desgano inicial con que me apresté a ver el excelente reportaje realizado por Eric Frieder desde Chile. “La Caída” (Der Sturz) es –pude comprobarlo- un documento histórico de primer orden.
Pero pese a que nadie esperaba que la esposa del fallecido dictador dijera algo nuevo, millones de espectadores siguieron con enorme atención cada una de sus palabras. Y al final el sentimiento fue casi unánime. Quién mejor lo expresó fue una mujer, víctima de la dictadura quien, al escuchar a Margot referirse con tanto odio a los que padecieron bajo el régimen, exclamó con perplejidad: ¿Qué clase de mujer es esa?
Sí, reitero: nadie esperaba que Margot dijera algo distinto a lo que dijo, pero quizás, algunos, entre los que me cuento, esperábamos que lo hubiera dicho de otro modo. ¿Más reflexivo? ¿Menos enfático? ¿Más humano? ¿Menos cruel? ¿Con alguna inseguridad? Ninguna palabra es la exacta, pero la idea de lo que quiero sugerir creo que se entiende. En todo caso, lo que dijo Margot, lo dijo porque en todos sus cabales así lo cree.
Margot Honecker a sus 84 años dista de ser una mujer senil. En cada una de sus expresiones despliega viveza y racionalidad. Su retórica política -muy superior a la de quien fue su burocrático marido– se mantiene intacta. Sus ojos, aún brillantes, delatan a quien una vez fue: una mujer, según ciertos gustos, bella. Quizás en su juventud fue una especie de Camila Vallejo, aunque en versión germana.
El film, con mucha fineza, muestra pasajes de la joven y agraciada Margot cuando con emoción, pañuelo rojo al cuello y puño en alto, glorificaba a Stalin. Como otros comunistas Margot hizo también de una teoría una ideología y de una ideología una religión. Su partido y su vida se unieron en sagrada comunión. En esa religión cree todavía Margot y para defenderla todo está permitido: incluso el crimen.
En un punto, sólo en un punto, me recordó Margot al retrato que hizo Hannah Arendt del nazi Adolf Eichmann en su controvertido libro “Eichmann in Jerusalen”. Debo reiterar por tercera vez: “sólo en un punto”, pues en muchos otros Margot es la antípoda de Eichmann. Eichmann, por ejemplo, a diferencias de Margot, no sustentaba una visión dicotómica de la historia, una que dividiera de modo tajante a los buenos y a los malos.
Según Eichmann el mundo se divide entre quienes dan ordenes y quienes las obedecen, ubicandose el mismo en la segunda categoría. En cambio Margot era, efectivamente, “la dictadora”. Ella era la que determinaba lo que los jóvenes debían leer, a cuales padres había que quitarles sus hijos para que recibieran una “educación socialista” (hay testimonios verídicos), cuales programas debían ser transmitidos en televisión y, seguramente, quienes debían ser deportados o encerrados en inmundas celdas. Fue ella también quien, horas antes de la caída del muro, intentó convencer a su esposo para que, siguiendo el ejemplo de la Plaza de Tiananmen en China, diera orden de masacrar a los manifestantes en las calles.
Desde otra perspectiva, Eichmann fue responsable directo de la ejecución de millones de seres humanos y, aunque Margot nunca dudó en la legitimidad de los crimenes de Stalin, no hay pruebas, solo sospechas e indicios, de que ella misma ordenara cometer asesinatos en la RDA. Es decir, las diferencias entre ambos personajes son muy grandes.
Desde un punto de vista cualitativo, la responsabilidad de Margot era superior a la de Eichmann. Desde uno cuantitativo, la culpa de Eichmann es infinitamente superior. Esa es la razón por la cual Eichmann fue ejecutado y Margot Honecker goza de absoluta libertad de pensamiento, de movimiento, de asociación y de opinión –es decir, todo lo que ella negó a los habitantes de su país- en ese Chile post-dictatorial al que ella seguramente define como “capitalista y neoliberal”. Recibe, además, desde Alemania, la “nación enemiga”, una pensión de 1.500 Euros mensuales, más de lo que recibe un eficiente empleado después de 35 años bien trabajados. Nada que ver entonces con Eichmann, salvo en un punto.
Ese punto lo marcó con precisión la misma Margot Honecker durante la entrevista. Ocurrió cuando dijo que frente a toda crítica ella tenía un “Panzer” (un tanque) que la protegía. Esa, la palabra “Panzer” fue –y recién ahí me dí cuenta- la que faltó a Hannah Arendt para definir el caracter de Adolf Eichmann.
Lo que más horrorizó a Hannah Ahrendt en Eichmann fue su enorme incapacidad de sentir, si no una culpa, por lo menos alguna duda. Según Arendt, Eichmann podría haber sido un excelente funcionario en cualquier empresa. La criminalidad de Eichmann no se expresaba por lo tanto en una monstruosidad ostensible, sino en la frialdad con que contabilizaba cadáveres, como si se tratara de simples productos industriales. El doble crimen de Eichmann residía entonces -según Arendt- en su complicidad directa en el Holocausto y, luego, en la radical banalización del mal cometido. Entre su alma, si es que la tenía, y sus palabras, había algo más que un muro: Un “Panzer” que lo protegía de la realidad, tanto de la interna como de la externa.
Fue Donald Winicott, uno de los más sensibles psicoanalistas, quien formuló la idea relativa a que la linea divisoria -esa que separa lo conciente de lo inconciente, lo humano de lo animal, la infancia de la adultez, al pasado del presente- no sólo es constitutiva (Freud) sino, además, necesaria a la condición humana. En ese sentido Winicott nos habla de un verdadero y de un falso “self” (cuya traducción al español es innecesaria e incómoda).
El falso “self”, según Winicott, cumple la tarea de proteger al verdadero “self” ya sea de sus amenazas internas como externas. Esas amenazas vienen del y con el pensamiento. Hannah Arendt, a su vez, al analizar a Eichmann, y siguiendo una línea heideggeriana, pudo percibir que de lo que más carecía el verdugo alemán era –como ella misma formuló- de “capacidad de pensar”.
De acuerdo con Heidegger, Arendt diferenciaba la capacidad de entender de la capacidad de pensar. Pensar, en ese sentido, es la actividad que une al ser material con el ser espiritual, o en las palabras poéticas de Arendt, a la tierra con el cielo. Es la propiedad del “ser” que nos permite diferenciar a lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo bello de lo que no lo es. Pensar es reflexionar, dudar, arrepentirnos, rectificar, y no por último, amar. No obstante, no sólo somos pensantes; somos además, dice Arendt, actuantes.
Entre el “ser del ser” y el “ser del hacer” cruza también la línea divisoria de los psicoanalistas. El primero “es”. El segundo “funciona”. De tal modo que si unimos la idea de Arendt con la de Winicott, podríamos hablar también de un “falso ser” y de un “verdadero ser”. Luego, no sólo Eichmann o Margot estaban protegidos por su “falso ser”. En cierto modo lo estamos todos. El problema entonces es el “cómo” y el “con qué” protegemos al verdadero ser.
De acuerdo con Winicott, el falso ser protege al verdadero como si tuviera un velo. El problema es cuando en lugar de un velo, nuestro verdadero ser es protegido, como dijo Margot Honecker, por un “Panzer”. Si así es, nuestras dos “formas de ser” no sólo han perdido contacto entre sí, sino, lo que es peor, el falso ser, en lugar de proteger al verdadero, lo ha sustituido. El falso ser pasa así a ser el verdadero ser. Un ser que sólo funciona, que no piensa, y, por lo mismo, no puede diferenciar entre lo uno y lo otro, ni tampoco -es el caso patético de Margot Honecker- entre lo mío y lo tuyo.
Margot Honecker ama al socialismo, al estado, a la igualdad. Pero sólo es “su” socialismo, “su” estado, “su” igualdad. 

“La vida de los otros”, título de la magistral película de Florian Henckel von Donnesmark, nunca interesó a Margot. Los otros, si no son como los nuestros, merecen morir.
La entrevista a Margot Honecker en Chile nos mostró a una mujer escondida detrás del “Panzer”. Si ella no hubiera hecho tanto daño, o causado tanto dolor, yo sólo habría dicho: “Pobre mujer”.

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