El 17 de Abril de 2012 será recordado como el día
en que uno de los más grandes criminales de la historia de la Europa de
post-guerra, el noruego Anders Behring Breivic, dio lectura a un manifiesto
donde no sólo confesó su horrendo crimen (77 jóvenes asesinados) sino, además,
legitimó su acto como misión histórica que él cumplió a fin de liberar a su
patria de la amenaza multicultural.
Anders Behring, pese a que actuó en solitario, se
reconoce como miembro de un movimiento que recorre a Europa. Así, en su primera
aparición saludó con una mezcla de gesto hitleriano y estalinista, la mano
extendida y el puño
cerrado. “Un nazi aislado del mundo”, pensaron muchos. No; no
necesariamente. Behring es un solitario; pero no está solo.
El mismo Behring usó en su defensa el “nosotros”
para nombrar, entre otros “compañeros de ruta”, a los miembros de la banda nazi
alemana (NSU), la que durante diez años asesinó a pequeños comerciantes
extranjeros.
Ese pronombre "nosotros" no sólo incluye
a los fascistas clandestinos. Es también el de muchos resentidos sociales
cuando entre cerveza y cerveza dan curso verbal a odios culturalmente
reprimidos. Ese es también el discurso que agitan electoralmente Le Pen e hija,
en Francia.
En cierto modo Behring puso en práctica una
ideología cuyas raíces hay que encontrarlas en el pasado nazi pero que hoy
reverdece; y no sólo en Europa. Es, para abreviar, el discurso que agitan
xenófobos, homófobos, y tantos otros “fobos” algunos de los cuales incursionan
en arenas políticas. Son ellos los ejecutores de la razón uniforme; los que no
admiten otra creencia u otra idea que no sea igual a la “nuestra”. Así se
explica por qué el primer día que hizo su entrada al tribunal, Behring declaró
que él actuó en defensa propia. La frase, de acuerdo a la magnitud de la tragedia,
sonó como chiste de pésimo gusto.
Sin
embargo, Behring no es hombre de chistes. Por esa razón, a quienes tienen algún
conocimiento psicológico, la frase de Behring resultó lógica. Efectivamente,
Behring asesinó porque se sentía amenazado y, luego, desde “su” punto de vista,
actuó en defensa propia. De tal modo la pregunta es ¿por quiénes se sentía
amenazado el asesino Anders Behring Breivic?
Arriesgar una respuesta implica aceptar que el tema
tiene varias superficies. La primera es la del fenómeno mismo. Behring, así lo
dijo, asesinó a los jóvenes porque eran cómplices de la “sociedad
multicultural”. Luego, Behring, se considera a sí mismo como un defensor de la
patria amenazada por la ambivalencia racial y cultural.
La incapacidad de soportar la ambivalencia es,
según un brillante y ya antiguo libro de Sygmunt Bauman (Modernidad y
Ambivalencia), una de las características de la era moderna. De acuerdo con Bauman
los totalitarismos del siglo XX tuvieron origen en “el escándalo de la
ambivalencia” propio a un pensamiento moderno que tiende a la uniformidad. Sin
embargo, Bauman no desarrolló su tesis más allá de la superficie sociológica en
la cual tan bien se moviliza. Hay, además, una segunda superficie, la que es
psicológica, y en ella podemos leer lo siguiente:
Las amenazas que enfrentó Behring son
“proyecciones” que surgen de una profunda disociación mental. Amenazas extrañas (extranjeras) a su “yo”, lo
acosan, lo invaden y él, incapaz de defenderse “desde dentro”, lo hace “hacia
afuera”. En ese sentido el odio al extranjero que profesa Behring no es más que
odio (miedo) a su propio extrañamiento, el que pretende eliminar matando a las personas
que favorecen la entrada de lo extraño (los extranjeros). En ese caso estaríamos frente a un
caso patológico personal. ¿Personal?
Ya he sugerido que pese a que actuó de modo
solitario, Behring no está sólo. Él es un representante activo de corrientes
ideológicas existentes. Constatación que obliga a acceder a una tercera
superficie. Una que más que psicológica es antropológica y, por lo mismo, una
que tiene que ver con la propia condición humana. Me refiero a la de un ser no
sólo dividido entre su animalidad y su espiritualidad sino, además, suspendido
entre dos espacios desconocidos y por lo mismo aterrantes. Entre esas dos
muertes, dijo Lacan: una, la que nos precede y otra, la que continúa después de
nuestra vida, en ese espacio inaccesible de “lo otro” a quién Behring, en su
impotencia, objetivó en “el otro”.
La verdadera e inquietante pregunta sería entonces:
¿Somos todos como Behring?
Por de pronto no hay ningún motivo para afirmar que
Behring no es humano. En ese sentido somos todos como Behring. Pero en otro, y
es lo decisivo, no todos somos como Behring. De una manera u otra, la mayoría
hacemos uso de ciertos accesorios que nos permiten compensar el indescifrable
sentido a la vida. ¿Cuáles? A manera de ejemplo: el trabajo, el arte, la
cultura, la religión, la moral, la amistad, la política y, no por último, el
amor. Ahora, de acuerdo a mis informaciones, Behring carecía de todos esos
“accesorios”.
Sin embargo, el juicio a Behring tiene lugar en una
superficie jurídica, la que no es sociológica, ni psicológica, ni filosófica.
Allí Behring será condenado a la pena máxima que existe en su nación. Pena muy
benevolente, si la comparamos con las de otras naciones. Que así sea.
Por último, una confesión muy personal: Yo, enemigo declarado de la pena de
muerte, al pensar en esos 77 jóvenes asesinados y a la vez, sabiendo que el
asesino sigue con vida, no puedo evitar una muy grande sensación de injusticia.
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