Mi
maestro, que siempre había evitado referirse a sucesos y circunstancias
personales, me contó inesperadamente muchos detalles y episodios de su vida. Esto fue lo que me produjo
pesadumbre: el hombre había hecho de la crítica y la ironía su arma
intelectual, su estilo de enseñanza y hasta la marca distintiva de su escuela,
y ahora dejaba vislumbrar una existencia por demás prosaica y sin relieve.
Ninguno de los relatos tenía valor literario o anecdótico, y esto era lo
triste: esos retazos de vida, contados con cariño y morosidad, trataban de
concitar mi atención, dilatar mi visita y quizá ilustrar o dar cuerpo a un
mensaje que resumiera el cúmulo de sus conocimientos.
El había
querido brillar en la ingrata república de las letras y las ciencias, y hasta
ejercer alguna influencia sobre los asuntos públicos. Sus muchos libros y,
sobre todo, su incansable asesoramiento en favor de diferentes gobiernos eran
testimonio de ese designio. Hubiera querido ser el preceptor de una nueva
Alemania, razonable y democrática, como también lo deseó Max Weber, su gran
modelo. Como defendiéndose de un posible reproche, en cierto momento mi
apreciado catedrático afirmó que jamás se había hecho ilusiones en torno al
reconocimiento del ámbito académico y que nunca le interesó el juicio de la
posteridad, pero eso, obviamente, no correspondía a la realidad. Acto seguido
me aseguró, por ejemplo, que no eran las enfermedades ni el olvido de sus hijos
lo que le dolía, sino la indiferencia de sus pares, el olvido de la opinión
pública y el alejamiento de sus discípulos. Eso me dejó profundamente abatido:
hasta mi respetado profesor, el campeón de la lógica práctica, el conversador
agudo y preciso, caía en incongruencias tan notorias y pueriles. Y ahí pensé: todos nos comportamos
de manera similar. Cuando se acerca el fin ─ o mucho antes ─ cometemos los mismos errores, caemos en las
mismas vanidades y endulzamos del mismo modo la infancia y la juventud. Y nos
mostramos, por consiguiente, carentes de sentido común y, lo que es más grave,
de elegancia.
Quien lo
hubiera imaginado: durante décadas mi maestro daba la impresión de una notable
fortaleza espiritual y de un olímpico desdén por las recompensas de este mundo.
Desde afuera su
vida parecía ser una seguidilla de éxitos, pero ahora aseveraba que había sido
una cadena ininterrumpida de pequeños agravios, de innumerables derrotas
repetidas casi cotidianamente. Imposible, me aventuré a contradecirle con
estudiada vehemencia: ahí estaban el aprecio de cientos de discípulos, la fama
bien establecida, las menciones laudatorias y agradecidas en varios discursos
del Presidente Federal alemán, los innumerables estudios y comentarios sobre su
teoría y la fascinación que ejercía sobre muchas alumnas. Pero él afirmó, subiendo sorpresivamente la voz,
que esto último fue precisamente lo más fugaz, lo más deleznable, lo menos
digno de ser recordado. Se había casado tres veces, con mujeres jóvenes, bellas e inteligentes que
lo admiraban, y ahora terminaba sus días en la soledad total. La felicidad, me
confesó, era el resplandor de unos instantes, la dicha de ciertos momentos y,
ante todo, la falsa seguridad que proviene de nuestras confusiones y nuestros
prejuicios.
El viejo y
querido profesor había representado para mí un dechado de corrección, un
paradigma de sabiduría: un ejemplo de vida bien lograda, como se decía en la
Antigüedad clásica. Su producción teórica no llegó a convencerme, y no compartí
del todo sus análisis y diagnósticos sobre la realidad política y social. Pero
su sapiencia práctica era para mí la última palabra. Su actitud estoica frente
a los avatares de la vida me pareció lo más sensato que los mortales pueden
hacer en un mundo irracional e impredecible. Su talante sereno, su virtuosismo
verbal ─ el alemán más bello que jamás
escuché ─, su buen gusto admitido y
envidiado por la comunidad intelectual y su comportamiento siempre adecuado y
oportuno habían constituido a mi entender la norma de perfección que debía
imitarse. Y ahora que lo veía tan vulnerable y decaído, contradictorio e
ilógico, tierno como un niño y orgulloso como en sus mejores tiempos, me
percataba de la fragilidad de los grandes modelos, de la futilidad de todo
esfuerzo sostenido, de la debilidad de nuestra especie. Hasta pensé que no
poseía un mensaje claro y sistemático o una concepción coherente, sino
observaciones circunstanciales, fragmentos centrados en asuntos
autobiográficos, recuerdos soterrados, anhelos ambiguos, pensamientos sin
grandes enseñanzas ni moralejas. Una doctrina llena de brumas y sombras. (¿Cuál está libre de ello?)
Entonces me acordé de una de sus observaciones: la herencia cultural amenazada
y precaria es la más valiosa.
Al término
de la visita me dijo ─ como una especie de corolario
existencial ─ algo que me afligió aun más,
porque probablemente se acerca a la verdad, si es que hay algo tan inasible e
incierto como la verdad: al final de la carrera y de la vida se sabe menos que
al comienzo.