Fernando Mires: CHILE: LA HISTORIA OFICIAL


Como en películas de gángsteres, cuando un asesino intenta borrar huellas del crimen falsificando documentos que lo podrían involucrar, han procedido personeros del ministerio de Educación chileno con respecto a ese pasado inmediato del cual muchos de ellos provienen, si no física, por lo menos ideológicamente.
Mientras la noticia recorre el mundo frente a ese procedimiento tan aberrante como ha sido el de borrar la palabra “dictadura” de los textos de estudio y reemplazarla por el inofensivo término “régimen militar”, algunos de ellos han declarado –mostrando así que la excusa puede ser en algunos casos peor que la ofensa- que se trata de “un tema sin importancia”.
¿Todavía no se dan cuenta, desdichados, que la de Pinochet  fue una de las más monstruosas dictaduras habidas en suelo latinoamericano? ¿Cuántas veces habrá que repetir como durante el mandato del degenerado dictador no sólo hubo subordinación de los poderes públicos al ejecutivo -lo que de por sí bastaría para usar la palabra dictadura- sino que allí tuvieron lugar las torturas más horripilantes que pueda concebir la mente humana? ¿Cómo explicarán a nietos y bisnietos de los cientos de mujeres violadas, de padres y madres desaparecidos, a las víctimas de tantos dolores y traumas, que en el Chile de Pinochet no hubo dictadura sino un simple “régimen militar”?
La noticia recorre el mundo y desde la capitanía general, como suele ocurrir, no se enteran del escándalo. Razón por la cual uno se pregunta si el ministro Harald Beyer vive en otro planeta. “Yo reconozco que fue un gobierno dictatorial” –adujo- pero “se” usa el término más general que es régimen militar” ¿Quién será ese “se”, ministro? ¿Usted, su familia, sus compadres? No obstante hay declaraciones peores que las del ministro: Loreto Fontaine del Ministerio de Educación afirma: “puede haber distintos puntos de vista y experiencias sobre ese periodo”. Evidente, Sra. Loreto, puede haberlas. La experiencia vivida por el torturador no es la misma que la del torturado, ni la del violador la misma que la de la mujer violada. El problema es cual experiencia va a pasar a la historia: ¿o las dos tienen para usted el mismo significado?
¿No se da cuenta distinguida dama, adonde nos puede llevar su pluralista idea de aceptar todas las interpretaciones posibles en los textos escolares? ¿Se imagina que en lugar de referirnos a la dictadura de Hitler dijéramos “régimen ario”, de la de Stalin “régimen industrial de estado”, de la de Franco “régimen autoritario-católico”, de las que regían en Europa del Este “democracias populares” (así se designaban a sí mismas) de la de Corea del Norte, “régimen filial” y de la de Cuba “régimen hermanal”?
Hay, además, otras interpretaciones de antología: Osvaldo Andrade, Presidente del Partido Socialista, afirma: “Eso es dictadura, le pongan el nombre que le pongan”.
Nadie está pidiendo, por supuesto, que Andrade conozca la semiótica de Saussure o el Tractatus de Wittgenstein. Pero a estas alturas de la vida todo el mundo sabe que las palabras no sólo designan, además construyen la realidad. Debido a esa razón la destrucción de la realidad pasa por la desrealización de las palabras. No es verdad entonces que las cosas son iguales cuando les cambian su nombre. Todo lo contrario: con el cambio de los nombres cambian las cosas. Si al Partido Socialista de Andrade le cambiáramos el nombre por el de Partido Surrealista –es un ejemplo- todo el mundo lo conocería como surrealista y no como socialista. Lo mismo pasa con la palabra dictadura, Andrade. Si la cambiamos por la palabra “régimen”, la dictadura de Pinochet será conocida como “régimen” y no como dictadura
Es cierto, reconozco, en la vida cotidiana no usamos siempre el término exacto para designar acontecimientos cuya sola mención podría despertar discordancias o avivar odios reprimidos. En España, por ejemplo, cuando se reúnen las familias, la gente en lugar de nombrar la dictadura de Franco suele decir, “durante Franco”: En Alemania, en lugar de la dictadura nazi se usa la expresión “en tiempos de guerra”, y así sucesivamente. En estos casos no se trata de mentiras sino de verdades a medias (o verdades secundarias) las que, al ser verdaderas, cumplen la función de ocultar la parte más verdadera de la verdad. Pero en el caso chileno no estamos hablando de una convivencia cotidiana en la cual muchos podríamos decir “durante Pinochet”. Estamos hablando de textos oficiales de estudio, es decir, estamos hablando de letra escrita –inamovible- impresa en libros de educación, escritura cuya función es pre-escribir en las mentes de los niños
Recordemos que en el país totalitario que nos describió la novela 1984 de George Orwell, la verdad era sustituida por una mentira (democracia popular en lugar de dictadura comunista es en ese sentido un clásico término “orwelliano”) Sin embargo, el post-pinochetismo ha dado un paso más allá de Orwell. En lugar de cambiar las verdades por mentiras, es cambiada la parte principal de la verdad por su parte secundaria o, lo que es peor: es cambiado el sujeto por el predicado. ¿Quién puede negar que una dictadura (sujeto) es un régimen militar (predicado)? Esa es la trampa, la ignominiosa trampa chilena.
Suele decirse que la historia la hacen los vencedores, lo que no es tan cierto. La historia la hacen los historiadores y no todos son vencedores. Pero en Chile no la están haciendo ni vencedores ni perdedores sino un hato de sinvergüenzas y patanes quienes –sabe uno por qué descuidos- han tenido acceso a los textos de educación oficial de la nación. Hay que sacarlos lo más pronto de ahí, cambien o no cambien el eufemismo “régimen militar”. Le educación no puede ser un lugar para negocios, trampas y juegos sucios.