Ayer – 4 de Diciembre de 2011- era uno de esos días en que intento darme un descanso, vale decir: no escribir nada. Norma me había convencido de que viéramos un film policial en el cual actuaba ese gran actor que es Ulrich Tucur, ocasión propicia para destapar un tempranillo gran reserva. El film "Das Dorf" (la aldea o el pueblo) valió la pena, no me puedo quejar.
Los alemanes se las traen de repente; mientras menos pretensiones tienen sus películas -es decir, cuando no les da por imitar a Holywood- mejores son. El Domingo entonces, había cerrado bien. Mas, antes de acostarme temprano como hacen todos mis vecinos, no resistí la tentación de mirar “por si acaso” la internet. Y ahí encontré la noticia que me anudó la garganta y me devolvió al escritorio a hacer casi lo único que he sabido hacer durante mi vida: escribir.
Sócrates, el gran Sócrates, había muerto ese día, quizás en los mismos momentos en los cuales yo mamaba el tempranillo. No, no estoy hablando del Sócrates griego, el que se bebió el vaso de cicuta para ser fiel a su polis, Atenas en el siglo 400 a. C. Estoy hablando del otro Sócrates, del brasileiro, el de los mundiales de 1982 en España y de 1986 en México. Sócrates murió muy joven: tenía apenas 57 años de edad.
Sólo Dios sabe cuantos grandes futbolistas he visto en mi vida. Y varios fueron mejores que Sócrates, de eso no cabe la menor duda. De un Di Estéfano, de un Pelé, de un Maradona, Sócrates estaba muy lejos. Podría nombrar incluso a cien mejores que Sócrates. Y de corrido. Pero Sócrates tenía lo que no tenían otros: una personalidad, un rango, “una estrella en la frente” diría Hermann Hesse; un “nosequé” que no tenían los demás. ¿Cómo decirlo? ¿Clase? ¿Estilo? Tal vez la palabra más cercana sea “personalidad”. Sócrates era una persona, y él lo sabía. Culto, bien educado, profesional, tanto en el fútbol como en la medicina (era médico de niños). Quizás demasiado humano: fumador, bebedor empedernido y, como tenía su buena pinta, yo podría asegurar que, a sus cualidades agregaba también las de ser amante de mujeres bien dotadas.
Sócrates fue mundialmente famoso no tanto por el mismo –hay que reconocerlo- sin por ser el integrante del “cuarteto del la gloria” formado por ese muy talentoso negrazo (perdón, africoamericanazo) que era Toninho Cerezo, quien salía desde lo más profundo de la defensa hasta el arco contrario para hacer el pase de la muerte. De Falcao, quien pensaba con los pies: siempre a ras de suelo, y con el empeine. Y Zico, el Messi de otrora: delgado, pequeño, imprevisible, genial. Y, sin embargo, los tres se dejaban orientar en el juego por el más tronco de todos: Sócrates.
Pude confirmarlo varias veces. Antes de que cualquiera de los otros tres iniciara una jugada, lo miraban a él, Sócrates. Entonces Sócrates decidía: si él hacía el pase al lado, había que enfriar el juego. Si él lo hacía hacia adentro, había que apresurarlo. Él era el contralor, el entrenador dentro del campo de juego, el que marcaba los ritmos: en fin, el señor del tiempo en la cancha de fútbol.
Sócrates -los que saben de fútbol me entenderán- fue uno de los últimos 8 de la historia mundial.
El 8 de antes no era el de ahora. El de ahora juega junto con el 6 como un segundo mediocampista defensivo, a veces inclinado a la izquierda, otras a la derecha. El 8 de antes era el hombre del medio, el del medio campo, el que jugaba a lo ancho de la línea que divide a la cancha en dos.
Ha habido grandes 8s en la historia del fútbol. El más técnico de todos –no podía ser de otra manera- fue Zizinho, el del Mundial del 50. Después fue Didí: elegante, pero algo débil de carácter. El chileno Jorge Toro –para mí el mejor futbolista que ha producido mi país- fue el gran 8 del mundial del 62, en Chile. Vi después otros buenísimos: los grandes españoles de antes: Suárez en el Barça, del Sol en el Real; Nesken en Holanda, Netzer en Alemania. Alemania tuvo grandes 8s. Tuvo, además, al último 8 de la historia mundial: Bernd Schuster, quien ha sido el único futbolista que ha jugado en los tres grandes del fútbol español: Barcelona, Real y Atlético. Pero antes que Schuster tuvo a Paul Breitner, quien -caso único- evolucionó desde la posición de defensa izquierdo hasta llegar a la del 8. Breitner era, según mi opinión, lo más parecido a Sócrates: falto de técnica, con un fútbol algo rudimentario, pero no sé por qué diablos, ejerciendo siempre como amo de la cancha. El 8 era -por eso siento tanto la muerte de Sócrates: el líder intelectual del fútbol asociado.
Hoy no hay más 8s. Y de todos los 8s, Sócrates fue, para mí, el mejor. Su reino era defintivamente de este mundo. Si yo hubiera sido futbolista, me habría gustado ser un 8 de los de antes.
Mires.fernando5@googlemail.com
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