Fue Leo Trotsky, el trágico revolucionario, quien elaboró la teoría de la revolución permanente. La teoría de Trotsky nunca se cumplió, de modo que su ex-camarada, Stalin, hubo de sustituirla por la del “socialismo en un sólo país”, la que impuso cometiendo el genocidio más grande de la historia universal.
La verdad es que
si Trotsky hubiera sabido que sus teorías eran ciertas no para alcanzar el
comunismo sino para salir de él, habría cambiado su profesión revolucionaria
por la de crítico de arte, para la cual estaba mejor dotado. Porque
efectivamente, si hay procesos que han asumido un carácter permanente, ellos
han sido la revolución anti-comunista ocurrida en la URSS y Europa del Este en
1989-1990 y las revoluciones árabes del 2011 las que, vistas en retrospectiva,
pueden ser consideradas como dos fases discontinuas de la revolución
democrática de nuestro tiempo. Ahora bien, las revoluciones democráticas –y no
es paradoja- no producen regímenes democráticos de modo automático. Simplemente
crean condiciones para que ello ocurra alguna vez.
Si alguien imaginó que después
de la caída de las dictaduras árabes aparecerían democracias como la suiza o la
holandesa es porque simplemente no sabe nada de historia. Porque para entender
lo que está sucediendo en los países árabes después de la “primavera”, hay que
tener en cuenta dos evidencias: La primera: toda revolución es realizada con
los materiales (políticos y culturales) que cada nación dispone. La segunda:
después del flujo sobreviene una fase de reflujo en la cual son integradas las
“fuerzas del pasado”. Es lo que está ocurriendo en el mundo árabe.
¿Túnez sigue siendo un país
empobrecido? ¿Y quién esperaba que iba a tener lugar después del tremendo
desorden un despegue acelerado hacia la modernidad? ¿O Libia sigue siendo campo
de disputa entre fracciones tribales? ¿Y quién esperaba que aparecerían
partidos modernos después que Gadafi destruyera todo atisbo de organización
política? ¿O que en Egipto, después de las elecciones de Diciembre de 2011, los
“islamistas” llegarían al poder? Justamente es ahí, en el caso egipcio, donde
muchos comentaristas han dado muestras de gran ignorancia.
En la literatura política la
palabra islamismo designa una fracción más ideológica que religiosa cuyo
objetivo es la “guerra santa” contra occidente. Un islamista no aceptaría jamás
organizarse en partidos políticos. Tampoco ir a elecciones y mucho menos
someterse a una constitución paralela a la Sharia. Pero tanto los musulmanes
moderados como los conservadores han aceptado las reglas del juego. En Egipto
participó más de un sesenta por ciento de la población en elecciones, una
fracción política sunita se impuso en contra de otra igualmente sunita (hecho
inédito) y hoy, ambas fracciones “poli-islámicas”, luchan en contra de un
ejército que intenta continuar la dictadura de Mubarak. En breve: los
islamistas son musulmanes, pero no todos los musulmanes son islamistas.
Los gobiernos de EE UU y Europa,
en cambio, sí parecen haber entendido la encrucijada del Oriente Cercano. Allí
no se trata de elegir entre dictadura y democracia sino entre autocracias
militares y repúblicas políticas. Alcanzar la fase del republicanismo es sólo
el primer escalón de una escalera que algún día podría llevar a la democracia,
islámica o no. Eso es lo que también está en juego en Siria y a la vez eso es
lo que no pueden entender ni los “izquierdistas” ni los “moralistas” de la prensa occidental
Según los “izquierdistas”, la
OTAN al haber actuado en Libia y no en Siria, mostró que su único interés era
el petróleo. Según los “moralistas”, es necesario invadir Siria ya que el
tirano de Damasco masacra a su pueblo tal como hizo Gadafi. Lo que no saben
ambos es que en política -también en la internacional- quien hoy dice A
no siempre debe decir mañana B. Cada situación es distinta a otra.
Las diferencias entre lo que
está ocurriendo en Siria con lo que ocurrió en Libia son grandes. Fueron los
propios rebeldes libios quienes pidieron ayuda a Occidente, lo que no ha ocurrido
en el caso sirio cuyas sacrificadas masas parecen estar en condiciones de
deshacerse del tirano sin ayuda externa. Ellas están dirigidas por
organizaciones político-religiosas que ven en la dictadura alawí de la familia
Asad un cuerpo extraño incrustado en espacio sunita. Además, la Liga Árabe
–hasta hace poco muy inoperante- se ha convertido en un organismo decisivo en
la región. De tal modo que una intervención de los EE UU o de la OTAN en Siria
sólo repetiría el mismo error que cometió Bush en Irak: liquidar a un dictador
al precio de amputar las posibilidades para que allí surgiera, como en el resto
del mundo árabe, una revolución popular.
Mires.fernando5@googlemail.com
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