(Notas sobre Teilhard de
Chardin)
Si alguna vez tuve dudas acerca
de la inteligibilidad del concepto freudiano de “sobredeterminación”, estas
desaparecieron cuando leí el último libro que escribió el físico, paleontólogo,
astrónomo -y quizás cuanto más- sacerdote jesuita Pierre Teilhard de Chardin
(1881-1955). Ese libro lleva como título “Le coeur de la matèrie” (El corazón
de la materia).
"El corazón de la
materia" es una revelación, si no en un sentido profético por lo menos en
uno hermeneútico pues permite interpretar hacia “atrás” la intensa obra
científica del genial sacerdote. Quiero así insinuar que la obra de Chardin
recorría un camino cuyo tramo final es
“El Corazón de la Materia”.
Pocos autores han logrado
culminar de modo tan perfecto el sentido y la continuidad de su obra como
ocurrió con T. de Chardin. A través de su lectura será posible entender por qué
“El corazón de la Materia” es un encuentro del autor con lo que que él estaba
buscando aunque el mismo, como suele ocurrir, no hubiera sabido exactamente que
es lo que estaba buscando.
“Yo no busco, yo encuentro” es
una de las frases de Pablo Picasso. Con ello quería decir el genio que las
figuras y los colores venían hacia él. “Yo no encuentro, yo busco” podría haber
dicho T. de Chardin, y quizás en esa inversión terminológica yace la principal
diferencia entre el ser del artista y el ser del científico. Diferencia que no
contradice el sentido de la búsqueda y el del encuentro, sentido que no puede ser
otro más que la verdad, a la que algunos, Teilhard de Chardin entre ellos,
designan con otro nombre: Dios. Lo importante es que en ambos casos el
encuentro adquiere el carácter de una revelación. En el de Picasso, el
encuentro revela la búsqueda, en el de T. de Chardin, la búsqueda al encuentro.
Y si alguien no entiende lo que estoy diciendo, puede remitirse a su propia
biografía, pues cada vida está compuesta de búsquedas y de encuentros.
A veces –ocurre en el el amor y
en el arte- el encuentro revela la búsqueda. Otras veces –ocurre en actividades
más prácticas- la búsqueda revela el encuentro. Y bien, en el “Corazón de la
Materia” entendemos, gracias a ese feliz encuentro de T. de Chardin con la
materialidad de “su” Cristo, lo que él estaba buscando en su compleja obra
científica. Estaba buscando a Cristo justamente ahí donde casi nadie podía
creer que podía estar escondido: no en el cielo, no en el “más allá”, sino en
“corazón de la materia”, o como el mismo sacerdote dice, antes,
sobre y en nosotros. Para completar la idea, yo agregaría
también, entre nosotros.
La revelación de Cristo en T. de
Chardin, ocurrió durante su infancia cuando se detuvo a contemplar una pintura
eclesial –hay muchas parecidas- que mostraba el “sagrado corazón de Jesús”
ardiendo en el interior de su cuerpo. Esa revelación infantil alcanzó forma
teológica cuando T. de Chardin, siguiendo el llamado de su vocación -más
mística que religiosa- entendió el perfecto sentido de las revelaciones
apostólicas, a saber, que cuando Jesús dice que el pan es su cuerpo y el vino
es su sangre no estaba haciendo poesía ni practicando magia, sino revelando el
sentido de la materia viviente: su infinita cosmicidad interna. En otras
términos, T. de Chardin encontró en esas palabras de Jesús el principio que
cuestiona el dualismo “alma- cuerpo” propio al cristianismo medieval, principio
heredado por la filosofía metafísica moderna cuando consagra la separación del
el ser y su existencia, e incluso por el arte, con la abstrusa separación en la
cual creyeron tantos creadores: la de forma y contenido. De acuerdo a la
provocación teológica de T. de Chardin, Cristo no revelaba sólo una verdad
religiosa sino también una científica
No debe haber sido fácil la vida
eclesiástica de T. de Chardin: una parte importante de su obra -quizás la más
importante -sólo pudo ser conocida después de su muerte.
No deja de ser algo más que casualidad el hecho de que tanto el joven Joseph Ratzinger al igual que T. de Chardin -cuyo mejor amigo, el teólogo Henri Lubac fue orientador teológico de quien iba a ser Papa- se hubiera sentido fascinado por las “revelaciones” de Einstein. Quizás ambos, T. de Chardin y Ratzinger, concluyeron en que la tri-dimensionalidad del tiempo es perfectamente coincidente con el sentido trinitario de las revelaciones de Juan, el Evangelista. Del mismo modo, las revelaciones de la física cuántica demostraban como la separación entre materia, la luz y la energía, no había sido más que una ilusión de simple inspiración cartesiana. Gracias a esas constataciones T. de Chardin logró descifrar el principio “científico” de la “santísima trinidad” al poner acento no en las “tres personas distintas”, sino en la frase siguiente que dice y da sentido pleno a la primera: “y un sólo Dios y no más”
No deja de ser algo más que casualidad el hecho de que tanto el joven Joseph Ratzinger al igual que T. de Chardin -cuyo mejor amigo, el teólogo Henri Lubac fue orientador teológico de quien iba a ser Papa- se hubiera sentido fascinado por las “revelaciones” de Einstein. Quizás ambos, T. de Chardin y Ratzinger, concluyeron en que la tri-dimensionalidad del tiempo es perfectamente coincidente con el sentido trinitario de las revelaciones de Juan, el Evangelista. Del mismo modo, las revelaciones de la física cuántica demostraban como la separación entre materia, la luz y la energía, no había sido más que una ilusión de simple inspiración cartesiana. Gracias a esas constataciones T. de Chardin logró descifrar el principio “científico” de la “santísima trinidad” al poner acento no en las “tres personas distintas”, sino en la frase siguiente que dice y da sentido pleno a la primera: “y un sólo Dios y no más”
Para T. de Chardin lo que impera
en la vida biológica y espiritual no es el principio de la separación sino el
de la unidad. Es por eso que –y en indirecta comunicación con la cosmología
filosófica de Schelling- nos habla de esa convergencia que comienza en
neutrones y protones, que sigue en nuestra consistencia (existencia) y prosigue
a través del cosmos, hasta llegar al encuentro con Dios, cuya representación
cósmica, humana y divina al mismo tiempo es, para T. de Chardin, Cristo. Pero
no un Cristo que baja del cielo disfrazado de hombre, o como lo dice tan
bien T. de Chardin, no como un Cristo que bloquea con su cuerpo al
espíritu de Dios, sino como Dios en el cuerpo y como un cuerpo en Dios. De este
modo la trinidad sólo puede ser concebida a través de la unidad de Dios, de su
descendencia (el principio crístico que subyace envuelto en el manto protector
de la materia) y en el de la relación entre la descendencia y el Padre. Ese
principio teológico lo encuentra T. de Chardin en todas sus observaciones micro
y macroscópicas. Más todavía, T. de Chardin nos da la pista para seguir
buscándolo en lugares no teológicos.
Casi a modo de paréntesis, cabe
mencionar que diversos creadores han merodeado alrededor de la unidad
trinitaria ¿No es trinitaria la relación que establece Hegel entre
tésis-antítesis-síntesis? ¿No es trinitaria la relación que establece Freud
etre el Ello, el Yo y el Superyo? ¿No es trinitaria la relación que establece
Nietzsche entre lo pre-humano (nuestra actual condición) lo humano y lo sobre
humano? Y sobre todo, ¿no es trinitaria la relación heideggeriana entre
el Sein (el ser), el Dasein (el ser que está “ahí”) y
el Seiendes (la existencia que va siendo en el tiempo)?
La trinidad, en el sentido de T.
de Chardin, no es sólo un invento cristiano. Corresponde también con una
percepción filosófica y científica de la vida. Mas todavía: al leer a T. de
Chardin es inevitable entender a la trinidad cristiana como la puesta en forma
teológica de ese principio trinitario que nos viene desde los griegos, incluso
de quien se considera el más dualista de todos: Platón. Porque la verdad de la
caverna de Platón no se encuentra en la luz total, arriba de la caverna –como
creen muchos- pero tampoco en la oscuridad absoluta, en sus fondos más bajos,
sino en “el ser que asciende” (evoluciona según T. de Chardin) de la oscuridad
hacia la luz, es decir, en esa vida “a media luz” que, como en el tango,
vivimos todos. O si se prefiere, en esos “intermedios socráticos” a veces
luminosos, otras veces penumbrosos que constituyen nuestra existencia cotidiana
¿No fue el mismo Platón quien nos dijo que el ser humano puede ser concebido a
través de tres personas: en el que piensa que es, en lo que piensan los demás
que somos, y en lo que somos? El último ser es la unidad, la revelación del ser
en su verdad total, por el momento inalcanzable para nosotros.
Inalcanzable por el momento, más
no inalcanzable para siempre, nos dirá seguramente Teilhard de Chardin. La
unidad del ser con la sacralidad cósmica total nos aguarda en un punto
determinado de la evolución, punto que el sacerdote denomina “Omega” Y aquí
llegamos al momento decisivo, al mismo que desató todos los demonios vaticanos
en contra del científico sacerdote. Me refiero al inocultable darwinismo de
Teilhard de Chardin.
De Darwin tomó T. de Chardin su
concepción evolutiva del universo, la conversión intermitente de las unidades
simples en unidades cada más complejas, la progresividad genética del
desarrollo botánico y biológico, y la ascendencia animal de lo humano. Sin
embargo, lo que no percibieron los escandalizados inquisidores modernos, fue lo
que no tomó Teilhard de Chardin de Darwin y eso, a mi entender, es lo más
importante.
Por un lado, para T. de Chardin
el ser humano no se encuentra al final del proceso de evolución sino recién en
sus comienzos, vale decir, lo que somos o hemos llegado a ser no es un punto de
llegada; apenas un punto de inflexión, uno que da comienzo a otra fase, según
T. de Chardin, decisiva en la evolución de las especies y del universo. Por
otro lado, T. de Chardin integra el desarrollo del espíritu humano como “parte”
de la evolución, espíritu que pasa a integrarse en esa interacción comunicativa
que proviene de la biosfera y que el llama “noosfera”. Pero aún más: ese
espíritu no es una entidad, ni colectiva e individual separado e hipostasiado
de la materia, algo así como una prótesis adherida al organismo humano. Todo lo
contrario: ese espíritu forma parte de la materia, vive de la materia, está en
la materia y a veces, es la materia. Eso quiere decir: el espíritu divino no
sólo se encuentra al final de la creación. También se encuentra en sus
comienzos, en las palabras que según Juan dieron origen a todo, en el nombre
que nombra cada cosa, en la sintaxis, en el Logos.
La evolución no es para T. de
Chardin una sucesión de fases distintas sino una revelación sucesiva de “eso”
que existía al comienzo de ella, y “eso” no puede ser otra “cosa” que no sea
Dios. En breve, Dios, a través de la creación, o a través de la materia que
somos, se está haciendo a sí mismo sin dejar de estar al comienzo y al final.
Somos, en fin, la materia que se piensa a sí misma y ese pensamiento viene de
Dios, pero no desde arriba sino desde lo más profundo de la materia, en esa
energía infra e intra cósmica adivinada por Heráclito, estudiada por Platón en
la luz de sus cavernas, aparecida como fuego en la zarza ardiente frente a
Moisés; la misma que existe en el hierro, en las piedras, en los vegetales, en
los animales, en el aire, en el agua, y en ese, nuestro corazón que es, para T.
de Chardin, el propio corazón ardiente de Jesús. Ese, y no puede ser otro, es
el fuego del amor total.
Siguiendo a Teilhard de Chardin
es posible pre-sentir un nuevo modo de conocer y vivir en el mundo. De acuerdo
a ese pre-sentimento, las realidades que somos y las que nos rodean dejan de
ser unidades estáticas, separadas unas de otras, como si fueran compartimentos
estancos. La realidad, en cambio, comienza a presentarse ante nuestros sentidos
a través de figuras que se contienen y complementan entre sí, figuras que
buscan sus acoplamientos con otras y por lo mismo, al complementarse y unirse
ya no son sólo figuras sino trans-figuras. La realidad entonces no puede ser
sólo dialéctica; ha de ser, además, trans-figurativa. O para decirlo de modo
geométrico: mientras la metafísica tiende hacia la verticalidad (el más allá y
el más acá), o mientras la dialéctica tiende hacia la horizontalidad (lucha de
contrarios) la transfiguración penetra y cruza todo el mundo del ser. El ser en
el mundo, siguiendo a Heidegger, no puede ser sino el ser en el tiempo, y si
sólo está y es en el tiempo, es un ser en permanente transfiguración.
Quizás no hay un mejor concepto
para entender la cosmología teológica de T. de Chardin que uno que acuñó el
filósofo Max Scheler (a quien Heidegger no debe poco) en su libro "Die
Stellung des Menschen im Kosmos". Ese concepto es el de “durch sich
seienden Sein” (el ser que va siendo a través de sí mismo).
No obstante, a diferencias de Scheler y de Heidegger, para quienes el ser termina en su ser, la concepción del ser de T. de Chardin no es sólo teológica; además es teleológica. Y eso significa: el ser de T. de Chardin no está arrojado en el mundo –en ese sentido contradijo radicalmente a Sartre- pues tiene un destino. Ese destino es el punto Omega que alcanzaremos avanzando desde la noosfera, a través del pensamiento y del saber.
No obstante, a diferencias de Scheler y de Heidegger, para quienes el ser termina en su ser, la concepción del ser de T. de Chardin no es sólo teológica; además es teleológica. Y eso significa: el ser de T. de Chardin no está arrojado en el mundo –en ese sentido contradijo radicalmente a Sartre- pues tiene un destino. Ese destino es el punto Omega que alcanzaremos avanzando desde la noosfera, a través del pensamiento y del saber.
Pero el punto Omega no
sólo está situado en el más allá de los tiempos sino también en el corazón de
la materia, reflejado en el pan de cada día y en el vino que bebió Jesús poco
antes de morir. Pan y vino que cubren y alimentan el fuego de su corazón, la
energía total, el amor de Dios que es y está en el alma y en la sangre de
nuestro propio cuerpo.