El día 01 de noviembre, día de los muertos, Europa despertó alborozada. En esas lejanas cumbres donde los seres humanos comunes no tienen acceso, Sarkozy, Merkel y comparsa, habían logrado la aprobación de un plan de salvación del Euro: una especie de terapia de schock de alto voltaje aplicada a ese paciente tan impaciente llamado Grecia.
El dia 02 de Noviembre, Europa despertó espantada. La razón era obvia: el socialdemócrata populista Giorgos Papandreou había tenido de pronto la genial idea de someter a un referéndum el mentado plan de salvación en Grecia, pero sin tomarse la molestia de informar a sus colegas europeos.
El día 03 de Noviembre, Europa despertó indignada. Los rostros de Sarkozy y Merkel delataban que si hubieran podido asesinar a Papandreou, lo habrían hecho sin el menor remordimiento. Ese mismo día, el gordísimo ministro de finanzas griego anunció que no compartía la idea del referéndum. Lo mismo hicieron otros miembros del gobierno ateniense. Ante tan caluroso apoyo, Papandreou renunció a la idea del referéndum, pero nadie respiró con alivio. Las bolsas siguieron bajando; ni siquiera los más audaces quieren invertir, y quien puede saca sus ahorros y los pone en el lugar más seguro: debajo de la cama.
Por supuesto, no faltó el periodista con ansias de ser recordado por su originalidad quien hizo la inocente pregunta: ¿qué tiene de malo si el pueblo griego avala de modo plebiscitario un plan económico que tanto le concierne? El periodista olvidaba que desde la época de los fascismos ninguna democracia con la excepción de Suiza -país que paradojalmente nunca corta el queso- es plebiscitaria. También olvidaba que en las democracias el pueblo delega a los gobernantes la tarea de resolver temas de altísima complejidad, sobre todo si éstos tienen una dimensión internacional. Más aún: desde Poncio Pilatos hasta ahora, nunca se había dado el caso de un mandatario que delegara las responsabilidades que más le competen, al pueblo, menos a un pueblo enardecido, indignado, al borde de un ataque de nervios colectivo, como es el caso del pueblo griego. Papandreou pasará por sus ocurrencias a la historia. O por lo menos al libro Guinness.
No obstante, lo que estamos viendo es sólo la punta del iceberg. Razón tiene en ese sentido el ex ministro de relaciones exteriores alemán, Joschka Fischer, cuando reiteradamente ha señalado que el problema no se encuentra en la economía europea sino en un error de construcción de la Unión.
Concebida en los eufóricos días del acuerdo de Maastrich (1991) como una unidad no sólo económica sino política, vale decir, como un bloque cuyo destino iba a culminar en un complejo internacional en condiciones de disputar la hegemonía a colosos como Rusia o China (e incluso, a los propios EE UU) la UE ha caído en las manos de tecnocracias y burocracias anti-políticas cuyos emisarios son los diferentes gobernantes que la constituyen. De Maastrich ya no se acuerda nadie.
También es preciso señalar, y de nuevo en consonancia con Joschka Fischer, que el proyecto político de la Unión sólo podía tener cabida en un marco de solidaridad con los países democráticos del planeta y, en segundo lugar, en ese espacio heredado de la Guerra Fría determinado por la alianza atlántica. Fischer ha insistido en que esa alianza dual será decisiva en el curso de la futura historia del planeta, curso cuyo signo más notorio es la emergencia de un coloso económico de enormes magnitudes, pero que, sin embargo, no representa el más idóneo modelo de democracia que uno pueda imaginar. Desde esa perspectiva, China aparece como una potencia ambivalente.
De acuerdo a categorías económicas, China es y será un aliado imprescindible. Desde el punto de vista político (y militar) no es, pero podría llegar a ser, un adversario implacable. Bajo el dictado de las nuevas condiciones, teme Fischer, y con muchísima razón, que la desvencijada Europa pueda ser controlada financieramente desde Pekín, rompiéndose de este modo la solidaridad atlántica, es decir, como ya está ocurriendo, que se dé una situación en donde una Europa endeudada hasta los tuétanos deje solo a los EE UU frente a diversas dictaduras y autocracias, clientes de China, y antioccidentales (por lo mismo, antinorteamericanas) por definición. El panorama no es, desde luego, bello. Pero es, sin duda, realista.
Al carecer de una dimensión política, la EU no sólo ha llegado a ser una simple internacional bancaria. Además, ni siquiera puede mantener un mínimo de consecuencia con sus propios proyectos económicos. Veamos un ejemplo: Turquía, un país que ha experimentado en el último decenio un crecimiento económico asombroso, pugna por ser miembro de la UE. Sin embargo, no es aceptado. Desde el punto de vista político no hay ninguna razón. Turquía no es por cierto la mejor democracia europea, pero ya está, digamos, al nivel de las democracias post-comunistas ingresadas en la UE.¿Cuál es la razón de su no aceptación en la casa europea? Ningún gobernante europeo la nombra, pero todos la conocen: la razón es religiosa y cultural. Es decir, ante la imposibilidad de otorgar un formato político a la unidad europea, sus delegados reniegan solapadamente del principio de la pluralidad religiosa y caen en el culturalismo, ese sustituto post-moderno del racismo. Esa misma ausencia de personalidad política es la que ha llevado a determinados gobernantes europeos a pronunciarse a favor de la exclusión de Grecia de la llamada “zona del Euro”, hecho que no deja de ser muy grave. La UE no tiene, en efecto, ninguna otra zona que no sea la del Euro. Luego, la expulsión de Grecia de la zona del Euro significaría sin más ni menos, expulsarla de Europa. Es decir, Europa expulsaría de su seno a la nación en donde nació la idea de la democracia, que fue una vez la idea de Europa: algo parecido a expulsar al Vaticano del mundo cristiano
Sin embargo –y es lo que olvida Joschka Fischer- hubo una vez una Europa políticamente unida. Fue la llamada Europa Occidental de la Guerra Fría. Ya desde los inicios de ese periodo histórico, líderes euro-occidentales como Churchill, De Gaulle y Adenauer, entendieron perfectamente que el avance del imperio soviético debía y podía ser detenido si es que todas las naciones democráticas europeas cerraban filas, apoyadas desde lejos por los EE UU. Durante ese periodo Europa fue una unidad política pero no una unidad económica. Hoy Europa quiere ser una unidad económica pero no puede serlo porque no es una unidad política. O dicho en estos términos: la unión económica es posible sobre la base de la unión política, pero la unión política no es posible sobre la base de la simple unión económica.
Joschka Fischer, sabiendo por experiencia que la unidad política entre las naciones aparece frente a la adversidad, es decir, frente a los adversarios comunes, ha ejemplificado mediante el caso de China la necesidad de reestablecer la unidad política europea. Pero China no es el único peligro que deberán enfrentar las democracias occidentales. Tampoco es el más inmediato.
Además existe Rusia, una potencia cuyos nuevos zares no ocultan la utopía de reestablecer la antigua autocracia (zarista y comunista) bajo formato aparentemente democrático. Y también existen los aliados de Rusia. No me refiero sólo al tirano de Bielorusia, Lucaschenko. Prácticamente no hay dictadura o autocracia de nuestro tiempo que no encuentre un fiel protector en el gobierno ruso.
Por otra parte, el destino geopolítico de Europa está ligado a la suerte política del Cercano Oriente. No hay que olvidar en ese sentido que fueron los propios revolucionarios árabes quienes tuvieron que recordar a los gobernantes europeos que las recientes revoluciones tienen su fuente en principios proclamados originariamente en Europa.
Europa, en fin, no está libre de enemigos. Al contrario, está cercada por autocracias, satrapías y dictaduras militares. Ese mundo pleno de amistad, de solidaridad, y de desinteresada colaboración en el cual imaginaba anidar la UE, no es más que un invento del “economicismo", enfermedad senil de la política europea.
En Europa nacieron, no nos olvidemos, las doctrinas económicas más anti-políticas de nuestro tiempo: el marxismo y el liberalismo. De acuerdo a ambas doctrinas la política no es más que un derivado secundario de la razón económica. En el caso del marxismo, la política es parte de una “superestructura” sólo modificable por el desarrollo de las fuerzas productivas. En el caso del liberalismo, la política es la prolongación de la racionalidad portada por la mano invisible de la economía en los mercados. De tal modo, cabe sólo esperar que la ruina económica de Europa sea también la ruina definitiva de ambas doctrinas.