Fernando Mires: BORGES Y DIOS

 





Ha de parecer osadía sin límites escribir acerca de la relación de un escritor como Jorge Luis Borges con Dios. O quizás, si consideramos que Borges no perdió oportunidad de proclamar su ateísmo a los cuatro vientos, un inadmisible infundio. Sin embargo, en diversos escritos, sobre todo en su poesía, Borges lo nombra y lo renombra, incluso lo nombra cuando no lo nombra: cuando se refiere al tiempo eterno, por ejemplo, o al principio de la totalidad de la vida, o al espíritu del ser, o a la trascendencia del espíritu humano, o -y no por último- al amor. En todos esos momentos la idea de Dios está presente en Borges, presente como tan sólo puede estar la idea del vuelo en las alas de las aves.
En nombre de Dios
No necesitamos nombrar a Dios para de-signarlo. No sin razón hay quienes desde una teología profunda opinan que Dios, visto desde nuestra radical insignificancia, es “el innombrable” de tal modo que Dios -la palabra Dios- no es más que un sinónimo de la innombrabilidad de Dios. Esa es la razón por la cual puedo explicarme por qué cuando más cerca estamos de Dios –o de su idea- es cuando menos lo nombramos. O cuando sólo nombramos –para decirlo en el sentido de Spinoza– sus "atributos", por ejemplo cuando hacemos referencia a la eternidad, a la inmortalidad, a la belleza y, de acuerdo a la metafísica borgeana, a ese constante, inquietante, heraclitiano devenir dentro del cual somos apenas la imperceptible fracción del más diminuto de todos los instantes. Lo confirma Borges:
 .....”soy un instante/ y el instante ceniza; no diamante/ y sólo lo pasado es lo verdadero” (“A una espada en York Münster”)
Dios, si es Dios, no es nominal, es mi convencimiento. También era el de Borges: Dios, al ser palabra, no termina en Dios. Así se entiende la angustiosa pregunta que arroja Borges en su poema titulado “Ajedrez”: 
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo, sueño y agonía? 
Por cierto, apoyada en la premisa del Evangelio de San Juan, adivinamos la protesta teológica: Dios nos dio la palabra para que lo nombremos, para que lo encontremos. “En (el) principio la Palabra era, y la palabra estaba con Dios y la palabra era un Dios. Este estaba en el principio con Dios”. (Juan 1.)
Estoy escribiendo sobre J. L. Borges y no quiero polemizar, al menos no en este texto, con el griego San Juan. Pero admitiendo que la palabra designa al Logos y el Logos contiene el orden de todo, es posible deducir que gracias a la palabra nombramos a las cosas, lo que nos permite -y esa es la verdadera misión de la palabra- percibir el universo, no sólo de lo innombrado sino también de lo innombrable. Quiero decir: gracias a la palabra percibimos lo que está al otro lado de la palabra, lo innombrable, lo indecible, lo que nos obliga a continuar hablando. O escribiendo.
Cada palabra marca a fuego la línea que fija el límite entre lo que cubre la palabra y lo que desnuda su mención: el campo vasto de la indecibilidad. Y en ese campo, no sólo en lo decible, está la idea de Dios. De tal modo que intentar alcanzar la idea de Dios no significa sólo nombrarlo sino adentrarnos con nuestros sacos de palabras a cuestas en los desconocidos y agrestes campos de la indecibilidad. Vale decir: si la función del campo de la palabra es separar lo decible de lo indecible, la función del campo de la poesía –por lo menos la de Borges- es intentar alcanzar la indecibilidad con el uso de las palabras que conocemos. Pero como esas palabras están ajustadas a sus significados, los poetas de verdad suelen des-significarlas y echarlas a volar para que ajusten sus signos con objetos hasta ahora desconocidos. Es por eso que muchos grandes poetas -pienso en Neruda- nunca dicen lo que dicen. Borges va más allá todavía: piensa lo que no dice.
La obsesión de J. L. Borges era traspasar los umbrales de la indecibilidad a fin de alcanzar los de la impensabilidad, sabiendo, y esa era su tragedia, que esa tarea es definitivamente imposible. ¿Se entiende entonces por qué he dicho que Borges nombra a Dios incluso cuando no lo nombra? ¿O cuando multiplica a Dios en dioses para elevar una verdadera plegaria?:
Pido a mis dioses o a la suma del tiempo/ que mis días merezcan el olvido/ que mi nombre sea Nadie como el de Ulises/ que algún verso perdure/ en la noche propicia de la memoria/ o en las mañanas de los hombres. (“A un poeta sajón”)
La suma del tiempo es el campo de la impensabilidad. Y el “verso que perdura” es el aporte borgeano a la suma del tiempo: sus dioses, o Dios
La verdad de Borges
La poesía de Borges -a diferencia de los grandes poetas líricos cuyos versos están más cerca de la música que de la gramática- está más cerca de la filosofía, incluso de la teología, que de la lírica. Borges, parecerá extraño decirlo, no es sólo un poeta de las palabras. Es, además, y como pocos, del pensamiento. Para expresarme en términos freudianos: no sólo involucra su “ello” en la poesía sino su “yo”, es decir, la unidad del pensamiento y del espíritu elevada sobre sí misma. Y eso es lo grandioso de la poesía de Borges. Si fuese sólo pensamiento, sería, la suya, filosofía en verso. Si fuese sólo espíritu, Borges sería un místico; uno más entre miles. Es por eso que la unidad del pensamiento con el espíritu no lleva a Borges a buscar, antes que nada, a la belleza. El busca –y ahí reside el meollo de su metafísica- a la verdad. Esa verdad, objeto del deseo de tantos filósofos y teólogos, cuando es veraz, muestra otra belleza. De modo que si comparamos la poesía de Borges con su más radical antípoda –Neruda- podríamos decir lo siguiente: mientras Neruda buscaba la verdad de la belleza, Borges buscaba la belleza de la verdad.
La verdad de Borges es la del sentido del ser en el espacio infinito de la eternidad. Dentro de ese espacio está él como un momento cualquiera en medio del incesante transcurrir del tiempo. Su reiterada constatación la expuso quizás mejor que nunca en su casi perfecta “Arte Poética” cuando nos dijo: 
Mirar el río hecho de tiempo y agua/ y recordar que el tiempo es otro río/ saber que nos perdemos como el río/ y que los rostros pasan como el agua.
¿Quién es Borges frente al río del tiempo? La respuesta del mismo será casi desesperada:
Soy el que es nadie, el que no fue una espada/ en la guerra. Soy eco, olvido, nada” (“Soy”) 
Pero, Borges al decir que él, frente a la “suma del tiempo” es nadie y nada a la vez, establece una afirmación. Pues nadie y la nada son forma de existir. La nada es. La nada es la nada y luego es. Y nadie, no sólo es: además, existe.
Cuando decimos nadie, pensamos en la ausencia de la o del que no está. La negación, como suele suceder, da sentido a la afirmación. Nadie, es un sujeto ausente, o mejor: un sujeto que expresa su existencia a través su ausencia. Cuando decimos por ejemplo: “aquí no hay nadie”, pensamos en la posibilidad de un alguien, del mismo modo cuando decimos nada, pensamos en el todo. La nada, por lo mismo, no es la ausencia del ser en su existencia. Todo lo contrario: es la afirmación del ser en el tiempo. Lo que es nada, o casi nada en el tiempo, es uno mismo. Uno mismo es una fugacidad del ser en el tiempo. Lo mismo puede ser expresado así: somos un segundo en la existencia infinita de Dios. O como mejor lo dice Borges:
Somos el río que invocaste, Heráclito/ Somos el tiempo. Su intangible curso (“El Hacedor”).
El tiempo es Dios, o los dioses: la suma del tiempo. En ese tiempo, aparece Borges quien pregunta directamente a Dios la misma pregunta que, de acuerdo a nuestros quehaceres, hacemos a través de nosotros mismos:
¿Quién me dirá si en el secreto archivo/ de Dios, están las letras de mi nombre? (“Góngora”)
La pregunta de Borges
Si nos atenemos a la confrontación que establece Borges entre su fugaz individualidad con respecto a la infinitud de tiempo, sería posible afirmar, si usamos categorías en uso, que estamos ante la presencia de una poesía existencial. Borges, en efecto, es un ser radicalmente conciente de su transitoriedad y por momentos pareciera pensar que su existencia carece de sentido; o siguiendo el cánon de los existencialistas: la vida representaría para él no más que un absurdo en un mundo absurdo. Sin embargo, seríamos mezquinos con Borges si nos detuviéramos en esa simple constatación.
El existencialismo de Borges, a diferencia del de los existencialistas filosóficos de mediados del siglo XX, no es un punto de llegada sino de partida. Una base, o si se quiere, una premisa, a partir de la cual inicia su búsqueda incesante para encontrar la respuesta.
La pregunta existencial de Borges, cuando se refiere a sí mismo, al Borges biológico, está cargada, dicho sin ninguna duda, del más rotundo de los pesimismos. Pero cuando Borges descubre, precisamente a través de la efímera circunstancia de su existencia, que su vida no sólo es su vida, sino un momento en la continuidad de muchas vidas, de muchos Borges, de muchos hombres, es posible percibir, si bien no un optimismo, por lo menos un encuentro con una dimensión a la cual sólo podemos acceder con un pensamiento que ya no es el nuestro, una dimensión que deberíamos llamar, espiritual. Lo confirma Borges en un poema cuyo título podría haber sido el de un tratado filosófico, “La existencia y el instante”:
“Ya no seré feliz. Tal vez no importa/ Hay tantas cosas en este mundo/ un instante cualquiera es más profundo/ y diverso que el mar. La vida es corta
Ese es el momento en el cual Borges invierte su lógica poética. Habiendo constatado inicialmente que somos una fracción de segundo en la infinitud del tiempo, una partícula infinisitimal de la materia universal, comprueba de pronto que en cada momento intensamente vivido puede concentrarse toda la eternidad del tiempo. Así advierte Borges que él no es sólo un capítulo innecesario en el curso del tiempo total, sino que en cada uno de nosotros, unidos en una sola existencia, se encuentra la presencia infinita de la eternidad. Él, Borges, no está sólo. 
Borges ha percibido a través de su poesía que el ser en él es sólo una modalidad del ser total. Hay otros "modos de ser": ser en el tiempo, ser en los demás, ser en Dios. Luego, si no es todos los hombres, Borges intuye que puede ser a la vez muchos de ellos. Lo dice en un poema que más que poema es una tesis filosófica, “Proteo”: 
De Proteo el egipcio no te asombres/ tú que eres uno, y eres muchos hombres
Pensamiento que se vuelve a repetir con fuerza histórica en el poema que Borges dedica a la memoria de Hilario Ascaburi: 
Fue muchos hombres/ fue el cantor y el coro/ y el río del tiempo, fue Proteo/ Fue soldado en la azul Montevideo/ y en California, buscador de oro/ Fue la suya la alegría de una espada/ en la mañana. Hoy somos noche y nada.
La posibilidad de ser uno en muchos no descarta la posibilidad inversa, la de que somos muchos en uno. A esa verdad, advierte Borges, sólo podemos acceder con el pensamiento, y eso significa sacrificar nuestra inocencia para adquirir el don del saber. Ese saber, a su vez, es nuestra maldición y desdicha pues gracias al pensamiento conocemos nuestra mortalidad antes de haber vivido. De ahí que, de uno u otro modo, terminamos envidiando la posibilidad de la ignorancia. Lo confiesa Borges en el poema que dedica “A una moneda”: 
A veces he sentido remordimiento/ y otras envidia/ de ti que estás como nosotros/ en el tiempo y sus laberintos/ y que no lo sabes
O también, en ese bello poema titulado “Del que nada sabe”: 
La luna ignora que es tranquila/ y ni siquiera sabe que es la luna/ la arena que es la arena. No habrá una/ cosa que sepa que su forma es rara
En fin, gracias al pensamiento –es el testimonio de Borges- aprendemos a conocer la infinita tristeza de ser: saber que en cada minuto que pasa nos estamos despidiendo de quienes somos: 
Vivimos descubriendo y olvidando/ esa dulce costumbre de la noche/ Hay que mirarla bien. Puede ser la última (“La Cifra”)
El pensamiento nos acerca a Dios, pero también a la muerte. Imposible entonces evitar de pronto el deseo de morir a fin de acceder a esa otra vida que no es la nuestra. La muerte como deseo de vida es un enigma de la condición humana descifrado de modo notable por la poesía de Borges: 
Cuando me entregue el fin de esta aventura/ Qué terrible laberinto, que blancura, la curiosa experiencia de la muerte/ quiero beber su cristalino olvido/ ser para siempre pero no haber sido (“Los Enigmas”)
¿Puede extrañar entonces que hasta Borges reniegue de la divinidad que le ha sido concedida y anhelar el retorno de la dicha de no ser, si no un muerto, por lo menos una cosa, o simplemente nuestra otra mitad: la indignidad de la bestia que aullando, gimiendo, mugiendo, nos llama? Esa dualidad, la bestia que somos y el ángel que podemos ser es, para Borges, el descubrimiento de la propia condición humana. Es por eso que en su “Otra versión de Proteo” Borges nos dice: 
Habitador de arenas recelosas/ mitad Dios y mitad bestia marina/ ignoró.la memoria, que se inclina/ sobre el ayer y las perdidas cosas.
El ser escindido, verdadera luminaria que oscila entre la bestia de la tierra y el ángel del cielo, somos nosotros mismos: 
La tarde y la mañana. Dios en cada criatura/ En ese laberinto puro está tu reflejo (“La moneda de hierro”) 
En cada uno está el reflejo de Dios. Eso nos angeliza. Nuestro imperativo categórico, en consecuencias, es alcanzar la dignidad del Ángel: 
Que el hombre no sea indigno del Ángel/ cuya espada lo aguarda/ desde que engendró aquel amor/ que mueve el sol y las estrellas  (“El Ángel”)
Poesía trinitaria 
Como ocurre con los grandes pensadores, la poesía de Borges accede a una cierta trinidad. Por un lado, es una poesía de la existencia. Por otro, se eleva de la existencia más allá de la física, hacia la metafísica, y no por último, es la poesía de un reencuentro que está mucho más cerca de la teología que de la filosofía y por lo mismo es un punto de convergencia entre la belleza innegable de sus versos y la profundidad de un pensamiento que por momentos parece acceder a la misma eternidad. Y eso ya es divino.
Borges, el supuesto ateo, advierte, no la existencia de Dios -esa gracia nos está vedada a los mortales- pero sí su posibilidad; más aún, descubre su necesidad. Y lo dice sin ningún tapujo: 
No nos veremos nunca/ estás perdido entre novecientos treinta millones/ Algo, sin embargo, nos ata/ no es imposible que alguien haya premeditado este vínculo/ No es imposible que el universo necesita este vínculo ("El bastón de laca”). 
Dicha divinidad la testimonia el mismo Borges a través de –quien lo iba a esperar de él- un agradecimiento inusitado a Dios cuando en su “Poema de los dones” escribió: 
Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche
A confesión de parte, relevo de pruebas. Hasta la vista, Borges. Nos encontraremos en el cielo,  aunque -para decirlo en su propio estilo- la más alta de las probabilidades indica que eso será lo más parecido al infierno.