Fernando Mires: La rebelión de los bárbaros

Los hechos ocurridos en el Reino Unido ya son conocidos. La muerte o asesinato policial de un ciudadano – aún no esclarecida- en un barrio pobre de Tottenham, desató una protesta, en un comienzo pacífica, en contra del racismo, protesta que escaló hasta derivar en demostraciones no violentas las que fueron continuadas por la repentina aparición de turbas de jóvenes, incluso niños, quienes desbordados en un carnaval de violencia orgiástica saqueaban y destruían todo lo que encontraban a su paso.


El gobierno Cameron, como era de esperarse, reaccionó como cualquier gobierno lo hace en estos casos: con represión policial -ya hay más de 800 detenidos- represión que contó, hay que decirlo, con el firme apoyo de la oposición laborista. Y como ya es costumbre, después del acontecimiento, ha llegado la hora de realizar un balance acerca de lo ocurrido.

Para comenzar es recomendable dejar de lado los análisis estereotipados con que nos proveen los “expertos” cada vez que ocurre algo parecido. Se trata de la misma insulsa letanía de siempre: el neoliberalismo, los recortes presupuestarios, la globalización, la crisis financiera, etc. Lo que nunca aclaran es por qué las movilizaciones sociales adquieren formas ciudadanas en unos países (España) y en otros, como es el caso del Reino Unido, formas delictivas e incluso criminales. 

Ahora bien, parece que en este caso la respuesta podría estar contenida en la pregunta. Las formas ciudadanas que hasta ahora caracterizan –salvo uno u otro inevitable desborde- a la movilización de los “indignados” españoles tiene que ver, en gran parte, con la composición orgánica del movimiento, o para emplear un término más conocido: con su hegemonía interna. Efectivamente, tanto en España como en el Reino Unido participan jóvenes sin trabajo, desvalorizados por un desarrollo económico que los excluye y por lo mismo desencantados de los partidos políticos oficiales, sobre todo de aquellos que se dicen “sociales” (y socialistas). La diferencia entre Madrid y Londres –en cierta medida un golpe de suerte para los madrileños- reside en que en España la hegemonía interna de la protesta ha sido ejercitada por jóvenes con formación educacional básica, incluso universitaria, quienes por lo menos han leído un libro en su vida (“Indignaos” de Stepháne Hessel). Varios de ellos, de acuerdo a las entrevistas realizadas, cuentan con cierta experiencia política al interior de las izquierdas oficiales. No así en el Reino Unido. Allí las movilizaciones sociales carecen del más mínimo formato político, es decir, ellas son, en el sentido clásico griego del término, acciones de multitudes bárbaras. Estamos asistiendo – esta es mi tesis- a la rebelión de los nuevos bárbaros.

Al llegar a este punto soy conciente de que muchos estarán pensando de que he sido sorprendido cayendo en una contradicción “in fraganti”. Por una parte he calificado a las asonadas británicas como movilizaciones sociales. Por otra, las he calificado como bárbaras. O lo uno o lo otro, dirán muchos sociólogos, siempre tan bien pensantes. O se trata de movimientos sociales con demandas precisas y coherentes o de estampidas de bárbaros irracionales con ansias destructivas. Aquí se declara en cambio que ese dilema no es correcto. Lo voy a explicar a continuación.

Creo que no es una equivocación partir del principio que dice que tanto las españolas como las inglesas son movilizaciones sociales. La diferencia –reitero- es que las primeras tienen un formato político y las segundas uno puramente social. En ese sentido es imposible calificar a las primeras como “buenas” y a las segundas como “malas”, como ya lo están haciendo diversos comentaristas. Eso significaría utilizar categorías morales para analizar a los movimientos sociales, lo que de por sí es un tremendo absurdo.

Tampoco parece lícito dividir a las movilizaciones sociales en racionales e irracionales sólo por el hecho de que unas corresponden con la racionalidad de los analistas y otras no. Cabe recordar en ese punto que el fascismo europeo en todas sus versiones también fue en sus orígenes un movimiento de protesta social, aunque su racionalidad interna no guste a los apologistas de los movimientos sociales quienes imaginan que a todos los que protestan y están en contra del “sistema” hay que aplaudirlos, aunque sean, como ya se vio en Londres, personas fuera de la ley.

Más dificultades, imagino, generará el concepto aquí utilizado –barbarie- para designar a las turbas de Londres. De modo que para despejar el camino debo aclarar que el término de barbarie no lo estoy usando en el sentido corriente –como un insulto- sino en su sentido exacto, que es el griego antiguo. Y como es sabido, para los griegos, bárbaros eran todos aquellos pueblos que, pese a ser depositarios de milenarias tradiciones y esplendorosas culturas, como los persas por ejemplo, no recurrían a medios políticos –carecían de polis- para resolver sus conflictos internos


Ahora, la diferencia entre la barbarie antigua y la de nuestro tiempo (la post-moderna, dirán algunos) reside en que mientras la primera estaba situada al exterior de las ciudades, la segunda reside al interior de ellas. Quiero decir entonces que estoy hablando de una barbarie que ya no es sólo marginal –como se decía en el pasado siglo–sino endógena. Quiero decir, además, que no sólo hay que hablar de desintegración socioeconómica. También debemos hablar de desintegración política. Y lo uno no lleva necesariamente a lo otro ni de un modo vertical ni de un modo determinante.

¿Quiénes son los bárbaros de nuestro tiempo? A fin de acercarme a una respuesta voy a aceptar por un momento una premisa económica dominante. Los bárbaros de nuestro tiempo son las víctimas del proceso que lleva a la “mutación” (Touraine) de la llamada economía moderna basada en la industria pesada a una economía post-moderna basada en la producción digital. Pero el problema es –y aquí me separo de la premisa económica dominante- mucho más complejo. 


El problema reside  en gran medida en que las víctimas  de la “sociedad post-industrial” no tienen o no encuentran todavía una representación política adecuada y, por lo mismo, actúan sin ella. Son habitantes urbanos, que duda cabe; pero no son ciudadanos; y si lo son, lo son sólo en el sentido jurídico pero no en el político del término. El problema se agrava todavía más si se tiene en cuenta que una gran parte de la juventud disgregada del orden político tradicional son hijos o nietos de emigrantes, lo que, por si fuera poco, confiere a su exclusión un marcado carácter racial. Sin embargo no se trata de un choque cultural, como imaginarán quienes siguen las líneas de autores como S. Hungtinton.

La mayoría de los miembros de las bandas urbanas no practican la religión ni siguen las pautas culturales de sus antecesores. Ni siquiera hablan el idioma de sus padres o abuelos. Son, en el caso del Reino Unido, habitantes (aunque no ciudadanos) británicos. Pero a pesar de ser reconocidos como británicos, no mantienen ninguna identificación ni positiva ni negativa con la nación en la cual residen. Excluidos de la vida social, sin acceso a la vida política, hacen lo único que les queda por hacer para no ser nadie: organizarse entre sí. Y lo hacen a través de las llamadas bandas, unidades que disponen de códigos y símbolos, estructuras y jerarquías, relaciones de pertenencia, sistemas de lealtades y, por si fuera poco, de límites barriales que aseguran un mínimo de coexistencia pacífica con otras bandas.

Ahora bien, en momentos determinados -y uno de esos momentos acaba de ocurrir durante Agosto del 2011- tienen lugar “alianzas de bandas”. Es en esos momentos ocasionales cuando las bandas se transforman en turbas.

Las turbas son las equivalentes urbanas y post-modernas de las antiguas hordas bárbaras. En cierto modo pueden ser definidas como confederaciones organizadas de múltiples bandas las que, cuando llega el momento, se interconectan entre sí para después retornar a sus respectivas unidades barriales. De modo que no se diga que las turbas londinenses carecen de organización y que las que tuvieron lugar en Londres durante el mes de Agosto son simples manifestaciones espontáneas de un sector desesperado de la población. Por el contrario, la devastación, el saqueo y la destrucción de todo lo que tenga que ver con el orden público, fueron actos llevados a cabo con extraordinaria precisión por turbas comunicadas digitalmente entre sí. Pues bien, si eso no es un movimiento social, nadie sabe lo que es un movimiento social. Pero, y esta es la clave del problema, dichas movilizaciones sociales no son ni están en condiciones de conformar un movimiento político, como ocurrió con el movimiento obrero pre-político en la misma Inglaterra del siglo XlX cuando los “ludistas” (destructores de máquinas) aterrorizaban a las clases pudientes con la misma o más delicadeza con que lo hacen hoy los bárbaros urbanos de la nación.

No hay, en efecto, ningún partido político británico que represente medianamente a las multitudes de jóvenes desalojados por el orden post- industrial. El partido laborista es, en el mejor de los casos, un intérprete de los sectores medios venidos a menos y de los restos del proletariado industrial pero no está ni ideológica ni orgánicamente condicionado para representar a esas multitudes de seres humanos que viviendo dentro de las ciudades no forman parte de la vida ciudadana. En el mismo sentido no deja de ser interesante constatar  que las asonadas de la barbarie irrumpen con muya mayor virulencia en países donde los partidos socialdemócratas, laboristas o socialistas ya han dejado de ser partidos de protesta social.

El Reino Unido no es la excepción. En los barrios pobres de París las bandas se encuentran al acecho para cuando llegue el momento volver a articularse bajo la forma de turbas, como ya ocurrió en Chene-Pointu en Noviembre del 2005. En Grecia ya se han manifestado detrás de las protestas obreras. En España, como ya se sabe, los “indignados” han encontrado por el momento estructuras –todavía muy frágiles- de autorepresentación política. Sólo en Alemania, la persistente debacle de la socialdemocracia puede ser contrarrestada por dos partidos que todavía pueden canalizar políticamente algunas protestas populares, como son “la Izquierda” y “los Verdes”.

¿Cuál es la alternativa? Fácil es decirlo; muy difícil lograrlo. La alternativa no puede ser otra sino la politización (civilización) de las turbas. En ese sentido, podemos  divisar tres posibilidades

1. Que las turbas a través de su propia práctica encuentren formas propias de autorepresentación política. De más está decir que en lo casos británicos y francés dicha alternativa es, por ahora, una simple quimera.
2.  Que tenga lugar una transformación interna al interior de las socialdemocracias europeas. Una transformación que las impulse a acercarse a los nuevos sectores sociales desalojados por el post-industrialismo. Eso significaría que las rígidas socialdemocracias deberían adquirir una flexibilidad política similar a la del Partido Demócrata en los EE UU, lo que por el momento no parece ser una posibilidad muy probable.
3-    Que tenga lugar un quiebre disidente al interior de las socialdemocracias europeas de modo que emerjan nuevas formaciones partidarias en condiciones de dar un sentido político a la protesta social de los bárbaros urbanos de nuestro tiempo.

Cabe lamentar que si ninguna de esas tres difíciles alternativas logra imponerse, aparecerá una cuarta. Y esa no es otra sino la construcción de un Apartheid el que mediante vías policiales, e incluso militares, asegure la estabilidad y el bienestar de la ciudadanía establecida, aunque sea al precio de reprimir a sangre y fuego las rebeliones de los bárbaros incrustados en el interior de cada gran ciudad. Se cumpliría así el programa de los partidos neofascistas europeos. Con o sin ellos.