Fernando Mires, "Libia: la revolución despedazada"



El misterioso asesinato cometido al general Abdel Fath Yunis el 28 de Julio de 2011, es un hecho sintomático. Entre otras cosas ha puesto de manifiesto como las intrigas, las traiciones y las conspiraciones se han apoderado de los destacamentos insurgentes de Libia.
Ha de notarse que escribo insurgentes y no revolucionarios. Lo hago así por la sencilla razón de que la revolución popular de Libia –independientemente de cuales sean los resultados de la intensa lucha  por el poder que ahí tiene lugar- ya no obedece a la lógica de lo que en un comienzo fue: una revolución democrática y social. 
El mismo Yunis no provenía de las filas de la  revolución. Su cargo de máximo jefe del Consejo Nacional de Transición (CNT) lo obtuvo por dos razones: haber sido renombrado general de las tropas de Gadafi y pertenecer a la tribu de los Obedi, la más poderosa de la nación. Eso muestra como los “indignados” ciudadanos libios -predominantemente estudiantiles- que dieron origen a la revolución democrática de Febrero del 2011, fueron desplazados por núcleos tribales, económicos y militares con asiento en Bengasi. Seamos entonces claros: los países europeos que prestan apoyo a los insurgentes ya no sirven a la revolución de Libia sino a un conglomerado regional formado por grupos tribales y bandas militares.
Diversas son las razones que llevaron al desmantelamiento de la revolución. Pero más allá de esa diversidad resulta innegable que esa revolución fue frustrada desde un comienzo por la coalición de dos factores. El primero:la inescrupulosidad del dictador quien no vaciló en ametrallar a los rebeldes en las calles. El segundo, las vacilaciones y deserciones europeas ocurridas a la hora de enfrentar militarmente el conflicto.
El primer factor era de esperarse. Gadafi no es cualquier dictador: es un monstruo que se ha apoderado del Estado desde donde extiende sus tentáculos hacia las organizaciones de corte fascista, las que controla mediante el ejercicio absoluto del poder. Ese monstruo imagina, sin duda, ser la síntesis perfecta entre el Estado, la Nación y el Pueblo. De tal modo que todo movimiento en su contra debe ser aplastado sin misericordia, y así procedió. Ese fue el instante en que Europa debió haber reaccionado con rapidez y decisión en contra de las matanzas desatadas por Gadafi. Pero Gadafi conoce a los gobiernos europeos –casi todos antiguos amigos, sedientos de petróleo- como a las palmas de su manos.
Si Gadafi se atrevió a masacrar a la población civil, lo hizo a sabiendas de que Europa no es más que un conglomerado de naciones comerciales y no una unidad política y mucho menos militar. Sabía además que EE UU, todavía hundido en el pantano en que lo metió Bush en Irak, no podía actuar. De tal modo que aprovechó el momento y convirtió rápidamente una revolución popular en una guerra civil, aún al precio de dividir a Libia en dos naciones. En cualquier caso Gadafi sabía que en sus manos tenía más cartas militares que políticas. De modo que jugó, asesinó y, hasta el momento, gana. Si por ganar se entiende –y así lo entiende Gadafi- mantenerse como sea en el poder.
Naturalmente no faltan argumentadores formales que opinan que Europa hizo bien al no comprometerse a fondo en el caso libio. Eso significa que más allá del pacifismo anti-político y de los egoísmos económicos que priman en el continente, hay quienes piensan- y no sin cierta cuota de razón- que Europa no debe seguir el ejemplo de los EE UU y embarcarse en inciertas guerras aduciendo simples razones moralistas. Sin embargo, esa es sólo una parte del problema.
Si Europa intentaba actuar no debía hacerlo en virtud de razones moralistas sino, antes que nada, atendiendo a razones políticas y por supuesto, a sus propios intereses, tanto nacionales como continentales. Y precisamente eso es lo que asombra en la política internacional europea: el desconocimiento radical de sus propios intereses. Ahora, ¿cuáles eran esos intereses? Comencemos por el comienzo.
Cuando estallaron las revoluciones democráticas del mundo árabe, entre ellas la de Libia, los manifestantes salieron a las calles convencidos de que contaban con el más irrestricto apoyo europeo. ¿No luchaban acaso por el cumplimiento de los derechos humanos, por elecciones libres, por la división de los poderes, en fin, por la democracia, todos ideales que nacieron en Europa y por los cuales tantos europeos entregaron sus vidas? ¿No los unía con Europa la misma comunidad de destino? ¿No eran al fin los continuadores tardíos pero reales de la revolución democrática comenzada una vez en las calles de París? Y no por último ¿No iban  a salir desde las filas rebeldes los futuros gobernantes con los cuales, por diversas razones, a cualquier gobierno europeo con una mínima visión convenía mantener desde un comienzo excelentes relaciones políticas? A la vez ¿qué era mejor para Europa? ¿Una vecindad con un Medio Oriente democrático o con uno plagado de dictadores imprevisibles? La democratización del mundo árabe sólo podía y puede favorecer a los europeos, y en todo sentido: cultural, político, económico y –no por último, dada la enorme emigración de población árabe hacia Europa- demográfico. De ahí que no estaban muy equivocados los demócratas libios que apostaron a, e incluso solicitaron la ayuda europea.
Más aún: los sucesos de Libia brindaron a la UE la posibilidad de constituirse en una unidad política homogénea en condiciones de establecer un marco de dialogo en paridad con el post-imperio ruso, con la China capitalista e incluso con los EE UU. ¿Qué lo impidió?  La respuesta, en este caso, es una sola: la deserción alemana. Y al llegar a este punto he de explicarme mejor.
La UE, de por sí, habida cuenta de la multiplicidad de intereses nacionales de todo tipo que la conforman, no ha podido, no puede, ni podrá funcionar como unidad política a menos que se cumpla una condición. Esa condición no es otra que la construcción de un eje hegemónico inter-europeo, vale decir, una unidad de naciones en condiciones de conducir al resto en términos políticos internacionales. Ahora bien, para que ese eje hegemónico pueda funcionar alguna vez, se necesita del concurso imprescindible de tres naciones: Alemania, Francia e Inglaterra. Faltando una de ellas el eje será siempre débil y por lo mismo inoperante. Sin embargo, el 18 de marzo de 2011, Alemania restó su concurso a la formación de un eje hegemónico en condiciones de actuar militar y políticamente en Libia.
Sin Alemania ese eje no existe, entre otras razones porque sabidas son las inclinaciones nacionalistas que de vez en cuando afectan a los gobernantes franceses. Sabidas son también las inclinaciones excesivamente pro-norteamericanas de los gobernantes ingleses. Con Alemania en el trío hegemónico, las condiciones habrían sido, en cambio, muy distintas. Europa por lo menos habría podido presentar al mundo su propio perfil. Un perfil que ahora no tiene. De modo que ya no vale más le pena seguir hablando en subjuntivo. La histórica oportunidad se perdió. Punto.
La revolución de Libia, gracias a su debilitado apoyo internacional, ha sido desmantelada y si alguna vez Gadafi será derribado, lo más probable es que no lo sucederá un gobierno democrático sino otro núcleo de poder dictatorial dentro del cual ya comenzaba a perfilarse la autoritaria figura del asesinado general Abdel Fath Yunis
Pero ¿no se embarcaron acaso los países europeos en una riesgosa intervención militar en Libia, acatando una resolución del Consejo de Seguridad? Aparentemente sí; pero no hay que olvidar que la resolución aprobada el 18 de marzo fue sólo una solución de compromiso la que en términos militares debería traducirse en una intervención extraordinariamente limitada, tanto geográfica como militarmente.
El propósito de la intervención europea en Libia fue definida en primer lugar como un medio para prestar ayuda logística al ejército rebelde. El problema es que ese ejército no existía y eso lo sabían muy bien quienes redactaron la resolución. Porque a nadie le puede caber en la cabeza que esos miles de jóvenes, mujeres, e incluso niños, quienes con festivas demostraciones atestaron las calles de Libia a la hora de la revolución democrática, podían convertirse de la noche a la mañana en ejércitos regulares. Las multitudes insurgentes cedieron así el paso a grupos de desertores del ejército de Gadafi y a los intereses tribales asentados en Bengasi, es decir, a todos aquellos que estaban en condiciones de disparar o financiar disparos. De esos sectores y no de la revolución democrática surgió el CNT que hoy domina sobre un reducido territorio de la nación.
De este modo, de tres alternativas, la ONU y la UE eligieron la peor. La primera alternativa, la de no intervenir bajo ninguna condición, podía, aunque malamente, justificarse apelando al principio de no intervención apoyado por China, Rusia y Brasil y, escandalosamente, por Alemania. De este modo, las naciones europeas se habrían contentado con emitir una pálida declaración en contra del gobierno de Gadafi,  permitir que éste asesinara a cuanto opositor se le ocurriera, y al cabo de un tiempo volver a recibirlo con honores miliatres como Berlusconi y Sarkozy lo hicieron antes de la revolución. La segunda alternativa era intervenir rápida pero eficazmente, destruyendo el poder de fuego de las tropas de Gadafi y derrocar al dictador abriendo el camino a las fuerzas democráticas insurgentes. La tercera, que es la que finalmente se impuso, era intervenir con cuentagotas, tratando de asustar a Gadafi con uno u otro edificio bombardeado, pero sin intentar, bajo ningún motivo, derrocarlo.
Está quizás de más decir que la tercera era la alternativa más cruel. Por una parte, alargaba innecesariamente el conflicto, dando tiempo para que el tirano desatara toda su furia en contra de los opositores democráticos que hoy atestan las cárceles y cámaras de tortura del país. Por otra, Gadafi pudo recomponer e incluso aumentar los contingentes de sus huestes mercenarias. Y por si fuera poco, un bombardeo aéreo sin objetivos definidos pone en peligro permanente la vida de civiles, quienes temerosos y hastiados, terminan por apoyar a la dictadura, como parece ya haber ocurrido en Trípolis.
En efecto, no hay necesidad de ser experto militar para saber que los bombardeos aéreos sólo se justifican como una fase en el cumplimiento de un objetivo mucho más amplio, es  decir, un bombardeo aéreo sólo es un plan A que debe ser seguido por un plan B.  La EU en cambio, se lanzó a una “semi-pseudo-guerra” sin un plan B. De modo que por el momento los europeos se limitan a lanzar un par de bombas cada semana en espera de que el dictador recapacite, o que alguno de sus amigos lo asesine por la espalda, o que pase  de pronto cualquier cosa, nadie sabe como ni cuando
El saldo de esa guerra a medias es más que desastroso. Miles de muertos, ciudades arrasadas, el desierto infectado por bandas mercenarias y “señores de la guerra” dispuestos a pasarse al mejor postor; una nación dividida en dos, con dos capitales: Trípolis y Bengasi. Dos gobiernos, el de Gadafi y el del CNT, y ninguno gobierna. ¿La revolución? Sólo una palabra. La verdadera revolución ha sido eficaz y sistemáticamente despedazada tanto desde dentro como desde fuera. Y aún si cayera Gadafi, lo que vendrá después será cualquier cosa, menos una democracia.
¿Cuándo surgirá la democracia en Libia? Si Europa sigue aportando el tipo de ayuda que presta, lo más probable es que de nuevo surgirá. Pero en el siglo XXll.



Fernando Mires: la revolución árabe de nuestro tiempo