FERNANDO MIRES: SOBRE BODAS Y BEATOS



En dos días Europa, pero no sólo Europa, Occidente, pero no sólo Occidente, gran parte del planeta estuvo ensimismado frente a la televisión contemplando las bodas reales de Catalina y Guillermo de Inglaterra y la santificación de Juan Pablo ll. Por supuesto tampoco faltaban quienes miraban la televisión no de frente pero sí de soslayo murmurando palabrotas en contra de la vetusta familia real o de la radical hipocresía vaticana, o quienes sacaban cuentas acerca del derroche de dinero, de las ganancias capitalistas, de los medios que manipulan a los pobrecitos seres humanos, y de qué sé yo cuanto más. 
Pero críticas aparte- las que incluso podría compartir- el hecho objetivo es que gran parte del planeta, nos guste o no, se siente fascinada frente a esos espectáculos televisivos y en el caso de los dos mediáticos días mencionados, por una boda de un príncipe con una plebeya con dinero y por una santificación de un Papa quien, a pesar de todos los errores que quieran enrostrarle, dejó detrás de sí importantes saldos positivos.
Tampoco viene al caso denostar en contra de las multitudes de televidentes sólo para satisfacer nuestro ego y sentirnos superiores a “la masa” o asumir una actitud elitista que nos dignifique, si no frente a los demás, por lo menos frente a nosotros mismos. Lo cierto es que pensemos lo que pensemos, esas multitudes siguen el ímpetu de un deseo colectivo irrefrenable: el ansia de una identificación con una realidad que se encuentra no sólo “lejos” sino, además, “sobre” nosotros, algo así como un ideal inalcanzable pero no por eso menos existente. Quiero afirmar, en fin, que esas muchedumbres que vitorearon a los novios reales no son simples masas de boludos sino seres humanos como tú y yo, seres que buscan en los símbolos del poder lo mismo que buscamos otros en el fútbol, en la política, en el arte; es decir, un ideal que nunca podemos alcanzar, un más allá que no nos pertenece y que sin embargo aparece como algo visible, en fin, la imagen de otra vida que aunque no es la nuestra es al menos divisable. O para decirlo en síntesis: Si no una religión verdadera, algo que se le parezca.
En el caso de la boda de Kate y Guillermo lo primero que salta a la vista es el esplendor y el boato, los castillos y los policías armados, en fin, toda esa fascinación que ejerce el poder, uno que por cierto no es absoluto pero que muestra al menos la idea de lo que fue una vez su absolutidad. Un poder real y no real a la vez. Real, en el sentido de que quienes se casaron forman parte de una realeza, esto es, de una alta ralea que una vez simbolizó lo real: el poder de Dios sobre la tierra, o si se quiere decir así: la representación irreal de un poder real que se encuentra antes y después de todo poder. Ese poder es hoy un simulacro de lo que fue, no cabe duda, pero como todo simulacro es el reflejo de una nostalgia histórica. Y en el caso particular de la nación inglesa, de que exista una familia, una al menos, aunque sea una familia de tarados, pero que representa la realidad y la realeza de un poder situado más allá de todos los poderes. Un poder constitutivo a la propia nación que si desaparece no desaparece con él la nación geográfica, tampoco la nación política, pero sí –y esto es lo decisivo- la nación histórica.
Todos formamos partes de historias y de tradiciones en algunos casos fragmentadas pero existentes. Sin historia no habría tradición y sin tradición no habría historia. El poder sobre el poder –en el caso británico representado en la familia real, con toda su terrible (y quizás necesaria) mediocridad- es la representación histórica y simbólica de ese “poder sobre el poder”. Idea profundamente política pues nos revela –como lo insinuó Claude Lefort- que la representación simbólica del poder real garantiza después de nuestra muerte individual la seguridad de que la vida que hemos vivido seguirá existiendo, ordenada alrededor de ese poder simbólico como los planetas alrededor del sol, o como los soles alrededor del cosmos, o como el cosmos alrededor de Dios.
Parecido, pero algo diferente, fue la representación de la beatificación de Juan Pablo ll. Parecido, porque tanto la boda real como el acto de beatificación son ceremonias mediáticas. Parecido, porque el lujo y el boato fueron mostrados con derroche sobre un mundo donde tantos no tienen un pan que llevarse a la boca. Parecido, porque ambos actos son símbolos del poder absoluto: el de la monarquía representante del poder de Dios en el Estado, y el del Papado, representación material y católica del poder de Dios en las almas. Pero radicalmente diferentes en un punto decisivo: el poder divino en el caso de la familia real representa “un descenso” de Dios a través de una representación política (ficticia o verdadera, da igual). En el caso de la beatificación del Papa muerto representa en cambio “un ascenso” del ser humano hacia la divinidad, es decir, la figura de un humano que se ha elevado sobre sí mismo y ha sentido la presencia de Dios antes de morir. En breve: en dos días la humanidad ha presenciado un descenso y un ascenso simbólico de Dios.
En el caso de la ceremonia de la Plaza de San Pedro, la beatificación  fue, además, el reconocimiento del don divino de un hombre
La beatitud y la santidad son títulos que otorga el Vaticano a determinadas personas, títulos equivalentes a un diploma y a un doctorado en las universidades. Pero mientras en el segundo caso los méritos que llevan al título son calificados a través de trabajos escritos y exposiciones orales, la beatitud y la santidad son títulos post-mortales otorgados como consecuencia de hechos sobrenaturales llamados milagros, hechos realizados por determinadas personas durante su residencia en la tierra. En este caso no basta haber llevado una vida santa, y probablemente Juan Pablo la llevó. Además es necesario el comprobante milagroso de la santidad: haber alterado de modo positivo el orden natural de las cosas
Los beatos y los santos no sólo deben ser buenos, además deben ser magos. O brujos. Patraña inaceptable en nuestro mundo científico, dirán muchos. Cuentos para ignorantes, pensarán algunos. Regresiones infantiles, agregarán otros. Y la verdad, cuando se lee el milagro “cometido” por Juan Pablo ll - haber curado del mal de Parkinson a una monjita francesa- uno se siente víctima de una estafa. A otros con esos cuentos. No obstante, a pesar de nuestro natural rechazo, subsiste un problema.
El problema es que los símbolos religiosos, en todas las religiones, no deben ser tomados en su sentido literal sino, como en el caso del matrimonio de los príncipes británicos, en un sentido simbólico. Más aún: en un sentido poético. Eso quiere decir que determinados rituales no deben ser pensados sólo por lo que representan sino por lo que significan. ¿Y cuál es el significado de un milagro?
¿No es la belleza de las flores un milagro? ¿No es el nacimiento de un niño un milagro? ¿No es la vida misma un milagro? ¿No era la bondad e inteligencia de Juan Pablo ll un verdadero milagro? ¿Qué necesidad tenía el ex Papa de ser presentado como un curandero exitoso para que hubiera sido reconocida en él la presencia de Dios? Y sin embargo, ese expediente formal, burocrático, incluso ridículo – a primera vista inaceptable en una persona tan culta como Benedicto XVl- tiene un enorme sentido poético. Y ese no es otro que demostrar que la presencia de Dios en un ser humano puede ser tan intensa, tan real y tan poderosa, que se encuentra por sobre la naturaleza, o lo que es igual: un milagro - haya ocurrido o no- es una metáfora, o si se prefiere: una licencia gramática que demuestra en el lenguaje de la poesía que Dios no sólo está en la naturaleza, como sugieren las creencias panteístas, sino además, “por sobre” la naturaleza. Y si Dios se presenta en un ser humano, no convierte a ese ser humano en Dios, pero sí lo lleva  más allá de su propia naturaleza, hacia la divina, la que por ser de Dios es sobre-natural.
En fin, a través de la beatificación o santificación de un ser, la poesía sacra de la religión nos quiere decir que más allá del estadio natural donde habitamos hay otra realidad: una que no se agota en nuestra vida y prosigue en un más allá infinito el que al ser infinito contiene a nuestra finitud y de pronto se manifiesta a través de determinados seres humanos a quienes les ha sido concedido, nadie sabe por qué, la “gracia”.
Puede efectivamente que Juan Pablo nunca haya sido un beato ni un santo. Eso no importa. Lo que nos quiere señalar la liturgia a través de sus ritualizadas metáforas es que el ser humano, bajo determinadas condiciones, puede ascender sobre sí mismo, emerger desde las sombras de su oscura y platónica caverna y ver, aunque sea por un segundo, un tenue fulgor de la llama de la luz total.

He leído en estos días que esas manifestaciones multitudinarias que veíamos desde las pantallas en Londres y Roma, donde aparecen seres humanos con lágrimas en los ojos o con destemplados gritos de júbilo, son expresiones histéricas de algunos pobres infelices quienes al no poder encontrar la felicidad en sus entornos salen a buscarla identificándose con familias a las que no pertenecen, o con Papas convertidos en ídolos de masas como si fueran cantantes de rock. También he leído de que quienes así se manifiestan “regreden” hacia los momentos más pueriles de la infancia. Y no voy a contradecir a nadie en este punto. Solamente haré una pregunta.
¿No es la histeria una manifestación física que expresa y oculta a la vez un deseo no realizado el que, como todo deseo, tiene sus orígenes en la más remota infancia de cada uno? Una infancia que bien pudo no haber sido vivida jamás, una infancia que –paradoja- no sólo está en la infancia sino en “otro lugar” poblado de princesas y reyes, donde lo imposible es siempre posible, donde todo lo real es mágico, donde no hay pecado y, sobre todo, donde no hay culpa. O formulando esa idea en otra pregunta: ¿No es el humano, por su propia condición, una criatura histérica?
Estoy seguro de que Freud habría contestado de modo afirmativo a esa última pregunta