Quisiera comenzar este texto con una afirmación que no va a dejar contento a muchos y es la siguiente: la crisis es una condición de la política. Significa: sin crisis política no hay política. Fundamento enseguida la afirmación:
Si aceptamos que la política surge allí donde hay un antagonismo, y no tengo ninguna razón para opinar lo contrario, quiere decir que la política surge a partir de una crisis, de tal modo que la crisis, entendida como la expresión visible de un antagonismo no resuelto, precede, más aún: da origen a la política.
Si además aceptamos, y tampoco creo posible opinar lo contrario, que la política es un asunto de varios, es decir, de muchos y no de pocos, la representación de los intereses de varios no puede ser la misma para muchos, de tal modo que la representación, para que identifique a varios tiene que ser necesariamente simbólica para muchos. Es por eso que toda representación política debe ser simbólica o no ser.
Pero el símbolo al ser para muchos y no para pocos, reflejará de modo opaco el significado y el sentido de una demanda antagónica particular. Eso quiere decir que mientras más variada es la presencia de los varios, más densa e indescifrable será la representación simbólica. Esa es entonces una segunda razón que lleva a sustentar la tesis de que la crisis es una condición de la política. La primera, recordemos, es que la crisis precede a la política. La segunda es que la crisis es consustancial a la política pues la representación política nunca podrá ser total, o para decirlo mejor: nunca será perfecta.
Política precaria
La representación política siempre será precaria. Constatación que lleva a deducir que toda representación deja necesariamente afuera un “resto” que no se encuentra bien (o totalmente) representado. Ahora, la cualidad y la dimensión de ese “resto” es el dato que nos informa si estamos hablando de una crisis política o de algo mucho más devastador como es una crisis de la política. O sea: si muchos se encuentran mal representados se da una situación que lleva o a exigir mejor o mayor representación o a cambiar de representación. Esa es la sal de la sopa política.
Si nadie exigiera una mejor representación o si nadie cambiara de representación, la política sería imposible. Eso es así porque las identidades políticas para que sean inter-cambiables deben ser débiles, razón que diferencia a la identidad política de las identidades étnicas y religiosas, las que por lo general no son intercambiables. Nos guste o no entonces, la política vive de los malestares, de los disentimientos, y de los éxodos. La política en fin no se hizo para seres felices y contentos. Se hizo para nosotros, los insatisfechos, los reclamones, los contestarios, los cambiantes, los disconformes, los neuróticos.
El problema de la política, en consecuencia, no es la crisis. El problema de la política puede llegar por el contrario a ser la no-crisis. Digo esto porque toda crisis política lo es en tanto se expresa (en discursos, en cifras, en votos) Es por eso que la ausencia de crisis política, esto es, una política sin ex-presiones, ha llevado en muchos casos a una crisis de la política.
Una crisis de la política aparece allí donde no hay ninguna posibilidad o ningún deseo para reclamar en contra de una mala representación. La crisis se agrava más cuando no hay ninguna posibilidad de encontrar un representante más adecuado que los que ya no queremos. En ese caso no nos queda más alternativa que, o abandonar toda pretensión política y buscar refugio en los exilios del mundo privado, o asumir nuestra propia representación política.
En esas cosas pensaba mientras intentaba analizar los sucesos españoles de mayo del 2011. El espectáculo no dejaba de ser insólito. Por un lado, las elecciones transcurrían normalmente. Por otro, los jóvenes reunidos en la Puesta del Sol de Madrid y después en muchas otras ciudades, acusaban a toda la clase política no de representarlos mal sino simplemente de no representarlos.
La doble crisis
En una franja de España tenía lugar una crisis política, la del PSOE, muchos de cuyos seguidores desertaban votando por el PP no porque ese partido los fascinara sino porque aparte de los dinosaurios de la Izquierda Unida no había mucho que elegir. En la otra franja, la del 15-M, los “indignados”, hacían notar que ellos, al no estar representados por nadie, habían decidido asumir su propia representación. Razones suficientes para pensar que en estos momentos España vive una doble crisis: por un lado una crisis política y por otro, una crisis de la política.
El problema que se presenta a la política española no es por tanto eliminar la crisis política sino transformar la crisis de la política en una crisis política del mismo modo que la tarea de un sicoanalista no es eliminar la psicosis sino transformar la psicosis en una neurosis. ¿Cómo? Ese objetivo –como he intentado sugerir en otros artículos- sólo puede ser alcanzado a través de dos vías. Una, es que desde esta franja surja una nueva representación política. La otra es que el partido en crisis, el PSOE en este caso, se abra a los reclamos de la franja sin representación política. Ambas vías, y ese el problema de la política española, son por el momento, intransitables.
El M-15 está recién naciendo y nadie sabe sí sobrevirá en el curso del tiempo. Por el momento se trata sólo de una multitud bulliciosa y muy heterogénea, como se deja ver en sus consigas, algunas muy ingeniosas; otras definitivamente estúpidas. Por otro lado, el PSOE, sumido en sus luchas internas, no está en condiciones de abrirse hacia los “indignados”. Lo más probable entonces es que las dos crisis, la política y la de la política coexistirán en España durante un tiempo que seguramente no será breve.
La crisis política es en gran parte la crisis del PSOE. Nada menos que uno de los dos pilares sobre los cuales se sustenta la plataforma política hispana. Pero también es una crisis del orden político en su conjunto, orden que ya no parece ser el más adecuado para otorgar una mayor representabilidad a la multiplicidad de intereses que ha generado la vertiginosa modernización del país.
La crisis del PSOE no sólo es muy profunda; además es doble pues se trata por una lado de una crisis de mal gobierno, y por otro lado -esto es grave- de una crisis histórica de larga trayectoria, crisis que comparte el PSOE con los demás partidos socialistas y socialdemócratas de Europa.
Visto el tema en ese contexto, el desastroso resultado electoral obtenido por el PSOE en las elecciones regionales y comunales del 22 de Mayo de 2011 no es el problema más grande. Los resultados electorales, sobre todo cuando ocurren debido al natural desgaste de cualquier partido después de un largo gobierno son remontables y seguro, el PSOE, desde su futura oposición, podrá recuperar algunos votos perdidos. El problema grande, y eso fue lo que captó a un nivel casi inconsciente el 15-M, es que el PSOE ha perdido, no sé si definitivamente, su orientación histórica. Esa es también la crisis del socialismo europeo. Se trata, evidentemente, de una crisis de enormes dimensiones históricas.
El socialismo europeo en todas sus variantes emergió y se sustentó sobre la base de un proyecto común con tres puntos de apoyo: la existencia de una clase obrera muy organizada, la construcción de un Estado de Bienestar y la organización de una economía social de mercado. Esa clase obrera, predominantemente industrial, ha dejado prácticamente de existir. El Estado de Bienestar ya no es para todos -en ningún caso lo es para las masas cada vez más crecientes de desocupados que vagan por las calles europeas- y la economía de mercado ya no es social. Los pronósticos sesentistas relativos al fin de la “sociedad industrial” (Touraine, Bell) se han cumplido plenamente y el “Adiós al proletariado” (Gorz) no trajo consigo ninguna sociedad sin clases.
El caso español resulta más grave si se tiene en cuenta que el paisaje político que prima en la nación fue dibujado a partir de condiciones históricas muy específicas, condiciones que podríamos aunar bajo el término “compromiso post-franquista”. Como todo compromiso, el español estaba basado en un consenso y el consenso en una serie de tabúes y silencios. Eso supone que los dos partidos históricos de la España moderna acordaron tácitamente, en aras de la reconstrucción democrática, bajar el nivel del conflicto político o, lo que es peor, trasladarlo a temas secundarios de la vida nacional. Ahora, ese compromiso -perfectamente entendible durante el periodo post-dictatorial- ha seguido manteniéndose, pero en condiciones sociales, culturales e históricas muy diferentes a las que le dieron origen. De ahí que no puede extrañar que para los jóvenes del 15-M el espectáculo político que ofrecen los dos grandes partidos carece de autenticidad. La política oficial aparece frente a ellos como un simple simulacro de discusiones sin sentido. En fin, tanto socialistas como conservadores son vistos por ellos como miembros de una misma clase política, una clase que –para utilizar la expresión gramsciana- ya no es dirigente, aunque sí, es dominante. Y eso los “indigna”.
La inmunidad alemana
Probablemente la indignación hispana se extenderá a otros países europeos. Ya en Atenas aparecieron manifestaciones muy similares a las de Madrid. Eso no lleva a pensar, por supuesto, que la crisis del socialismo europeo se convertirá necesariamente en una crisis de la política a nivel continental. Hay naciones en las cuales los socialistas experimentan los mismos, o peores síntomas que los españoles, hecho que no llevará a una crisis general de la política. Pienso, por ejemplo, en Alemania.
En Alemania, el histórico SPD arrastra desde hace mucho tiempo el peso de su propia crisis la que no ha logrado remontar ni siquiera desde la oposición. Su descenso es lento, pero seguro. No obstante, ese descenso no dejará una franja vacía como en España, y las condiciones para que aparezca una indignación masiva como la de la Puerta del Sol, son casi nulas. En breve, lo más probable es que la crisis política no conducirá en Alemania a una crisis de la política como en España. ¿Cuál es la razón? Es muy sencilla: en Alemania existe un partido de relevo en condiciones de hacerse cargo de una parte grande de la herencia legada por el SPD. Sí, me refiero naturalmente a los Verdes.
Si hay un hecho que está marcando indeleblemente la política alemana de los últimos meses es el crecimiento vertiginoso que ha alcanzado el Partido Verde. No es exagerado decir que después de las elecciones en Baden Wüttemberg, Rheinland-Pfalz y Bremen, ese partido está en vías de constituirse en la segunda fuerza política de la nación, desplazando a los socialdemócratas a un inconfortable tercer lugar.
La verdad es que en el último periodo los Verdes no han hecho nada extraordinario. Al contrario, el partido ha llegado a ser con el tiempo una organización burocrática, extremadamente formal. Quizás hay uno que otro dirigente “verde” que imagina que de pronto ellos se han convertido en genios políticos, pero la mayoría sabe que están creciendo no por sus propios méritos sino por el simple hecho de “estar ahí”.
¿Cómo razona un elector tradicional, viejo o joven, desencantado del SPD? Votar por los conservadores significa traicionar la propia biografía. Votar por la izquierda, “Die Linke”, es perder el voto. Los liberales son altamente desconfiables: prometieron antes de las elecciones federales bajar los impuestos y los han subido todos. Y por si fuera poco, los Verdes recibieron desde Japón ese siniestro regalo llamado Fukushima, hecho que convenció a muchos electores – en Alemania, siempre muy temerosos- de que había llegado la hora de desertar de la energía atómica. Y mal que mal, los verdes representar un proyecto socioeconómico anti-atómico. En fin, los ya longevos y espantosamente aburridos dirigentes del “Partido Verde” viven el momento más feliz de su vida: un verdadero idilio. Y en cierto modo, lo merecen.
Los Verdes están cosechando los frutos que sembraron en el pasado. Y sin darse cuenta, más aún, sin mover un dedo, sólo por cubrir el espacio que abandona la socialdemocracia, están impidiendo una crisis general de la política. En fin, los Verdes quisieron ser revolucionarios y se convirtieron en uno de los pilares más sólidos de la institucionalidad política. Parece un castigo de Dios.
Puedo imaginar que cuando algún Verde mira en la TV las demostraciones del 15-M, ve su propio pasado. Los Verdes, a su vez, fueron herederos de los indignados movimientos estudiantiles de los sesenta. A esas corrientes se unieron cristianos, académicos jóvenes y hasta algún ecologista de verdad. Así se formó una constelación que no sólo era verde sino multicolor: pacifistas, feministas, homosexuales, socialistas renovados, en fin, cualquier cosa. Convertidos en partido, los Verdes imaginaron que iban a ser sólo un destacamento parlamentario al servicio de una oposición extraparlamentaria. Pronto los papeles fueron intercambiados, y la oposición tuvo que someterse a los ritmos que imponía la deliberación institucional. Y así los Verdes llegaron a ser lo que ahora son: Un Partido conservador y liberal a la vez, y que vive de las rentas de su trabajoso pasado contestario. La “larga marcha a través de las instituciones” que proclamara uno de los fundadores de los Verdes, el líder sesentista Rudi Dutschke, ha dado resultado. Productos neto de una de las más profundas crisis de la política alemana, hoy los Verdes son el principal antídoto en contra de una eventual crisis de la política. La historia, que duda cabe, es maestra en paradojas e ironías.
¿Y América Latina?
Los jóvenes del 15-M español, así como los Verdes en la Alemania del siglo pasado son un derivado y un síntoma de una crisis de la política. ¿Puede darse la misma crisis en países que reúnen condiciones políticas similares a las que existen en España? Al hacerme esa pregunta me fue imposible no pensar en Chile, pues si hay un país latinoamericano cuyo orden político es muy similar al español, ese es el chileno.
Por de pronto, en Chile como en España el nuevo orden político surgió sobre la base de un consenso post-dictatorial. En ambos casos los comunistas quedaron fuera del proyecto de re-democratización. En ambos casos los socialistas asumieron la responsabilidad de ser co-partícipes de la reconstrucción nacional. En ambos casos, tanto la derecha franquista como la pinochetista, se vieron obligadas a distanciarse, por lo menos formalmente, del pasado antidemocrático. Y hoy, en ambos casos, los socialistas viven una profunda crisis que no es sólo de representación sino, además, de identidad. Por último, en ambos casos existe un profundo y a veces bullicioso malestar en contra de “la clase política” a las que muchos identifican como un conglomerado homogéneo cuyo principal objetivo es organizarse para repartirse entre ellos los puestos públicos a través del gobierno de turno.
A la pregunta entonces relativa a si los sucesos españoles pueden repetirse en otro país con condiciones políticas similares, sólo es posible contestar afirmativamente, haciendo la salvedad de que los unos no serán iguales a los otros ya que de una manera u otra todos emergen con la marca de fábrica del país en donde son producidos.
En Chile, por lo demás, ya han aparecido síntomas que evidencian la crisis de la política que puede sobrevenir si el espacio no representado por los partidos sigue ensanchándose. Ya en las últimas elecciones presidenciales el joven candidato Marcos Enriquez Ominami obtuvo una respetable cantidad de votos sin tener ni siquiera un programa, sólo por ser joven, “no alineado” y hablar con un ligero acento francés. Ese espacio sin representación política definida es cada cierto tiempo frecuentado por diversas movilizaciones. Un día la gente se moviliza por los presos mapuches. Otro día por los bajos salarios. Y hoy los chilenos han descubierto que tienen una vocación ecologista que nadie sabe de donde les viene y protestan masivamente en contra de la construcción de las represas de Hidroaysen, proyectadas durante el tiempo de la Concertación y aprobadas por el gobierno de la Alianza para el Cambio, represas que, efectivamente, son letales para la reproducción de la naturaleza.
Al igual que en España, en Chile la crisis política no se transformará en crisis de la política mientras el espacio que los partidos políticos no representan se mantenga ocupado, lo que es muy positivo pues hay experiencias históricas que han demostrado que el vaciamiento de ese espacio puede conducir a desenlaces fatales. Una es la por Emile Durkheim denominada “anomia”, esto es, la desintegración ya no del organismo social sino del político. La otra situación fatal es su ocupación por especimenes demagógicos, vendedores de ilusiones que ofrecen la tierra prometida a cambio de los votos, es decir, algo parecido a lo que ahora está ocurriendo en Perú.
¿Vive Perú una crisis política o una crisis de la política?
Crisis política no hay en el Perú pues los resultados electorales demostraron que sumando la votación obtenida por los candidatos presidenciales Pedro Pablo Kuczinsky (23,6) Alejandro Toledo (15, 63 %) y Luis Castañeda (15,63%), hay un centro político mayoritario. Sin embargo, podemos decir en cambio que sí hay una crisis de la política pues el centro mayoritario se encuentra en la necesidad de elegir entre dos extremos, uno de extrema izquierda y otro de extrema derecha. Esa situación históricamente inédita y definitivamente anómala ha suscitado una extraña polémica entre los intelectuales peruanos. ¿Cuál de los dos candidatos es el menos peor? Difícil saberlo, cada uno aporta sus propias calamidades.
Keiko Fujimori es portadora no sólo del recuerdo de su padre, sino también de la misma camarilla dictatorial, incluyendo matones y torturadores. Ollanta Humala es un nacionalista de ultraizquierda, esto es, un socialista-nacional. Es cierto, ambos reniegan de sus proveniencias. Keiko ha llegado a prometer que no sacará de su prisión a su amado padre, pero todo el mundo sabe que el apellido de Keiko no es Soto ni Gonzáles. Humala, a su vez, ha hecho lo imposible por separarse de su ex padre adoptivo, el Presidente Chávez, quien no parece ser demasiado popular en el Perú. En fin, la crisis no política, sino de la política, no puede ser más evidente en las tierras de los Incas. Y sin embargo, a pesar de todo, hay una leve esperanza. Dicha esperanza puede ser formulada en clave hegeliana: ¿No será la elección del Perú una astucia de la razón histórica? Me explico:
Es cierto que los dos candidatos peruanos representan las posiciones más extremas que uno pueda imaginar. No obstante ninguno puede ganar sin un acercamiento al centro político. Quien mejor alcance ese centro, ganará las elecciones. La esperanza reside entonces en que la búsqueda del centro lleve a una suerte de civilización de los extremos.
Sin ese centro político que cortejan, tanto Fujimori como Humala son dos candidatos salvajes. La búsqueda del centro los convierte, en cambio, en seres políticamente civilizados.
La esperanza no es tan ilusoria. Si una vez un presidente del centro político, Alán García, arrancó hacia la ultraizquierda, cabe esperar que Keiko u Ollanta arranquen hacia el centro. Además, si quieren gobernar, no tienen otra posibilidad. En este caso la crisis de la política sería superada por la propia política. En la historia han ocurrido milagros, lo puedo asegurar.
En donde nunca ocurren milagros es en Venezuela.
Si hubiera que hacer una encuesta acerca de cual país latinoamericano soporta la crisis política más profunda del continente, Venezuela ganaría con comodidad. Sin embargo, permítaseme discrepar. Mi tesis es que en Venezuela no sólo no hay crisis política sino todo lo contrario. Lo que hay es una ausencia absoluta de crisis política, lo que no deja de ser algo muy crítico
En Venezuela hay dos bandos políticos claramente definidos donde cada uno sabe lo que quiere. Los unos, la reelección del Presidente Chávez. Los otros, su derrota. No hay posibilidades intermedias. La que prima en Venezuela es entonces una política en su estado más purificado, una relación de simplificación extrema entre amigos-enemigos. Carl Schmitt habría dicho que esa es la relación más política que existe. Pero, y ahí me separo de Schmitt: justo debido al hecho de que en Venezuela no hay crisis política, hay una radical crisis de la política.
Para que se entienda mejor mi tesis es preciso recordar que al comenzar a escribir el presente texto he sostenido que la condición casi natural de la política es la crisis. Eso significa que la política nace de la crisis y necesita de la crisis para existir. A su vez, cuando la crisis política no puede manifestarse, asistimos al fenómeno de crisis de la política, o para decirlo de modo más fino, presenciamos la destrucción de la política por medio de la política. Pero ¿es que en Venezuela no hay política? Sí; hay mucha política; ese es precisamente el problema; en Venezuela casi lo único que hay es política, allí todo está politizado. Y cuando todo es política, la política es todo y con eso la política pierde su sentido de ser.
Si convenimos con Aristóteles y decimos “el ser humano es un animal político”, decimos una gran verdad. Pero –y en ese punto estoy seguro de que Aristóteles estaría de acuerdo- el ser humano no sólo es un animal político. Además es un animal lúdico, erótico, artístico, religioso, y mucho más. En cambio en Venezuela todo es político. Y eso no es broma. Hace 12 años que esa pobre gente, me refiero a chavistas y no chavistas, están en lo mismo. Los miembros de una misma familia ya no se hablan entre ellos, los vecinos no se saludan, ya viven incluso en barrios diferentes. En fin, Venezuela no es una nación donde hay una crisis política. Hay, por el contrario, un exceso de política. Venezuela sufre del mal de una extrema sobrepolitización. Una sobrepolitización que no deja ver las diferencias. De este modo, el chavismo o el antichavismo han dejado paulatinamente de ser categorías políticas y han pasado a ser categorías casi antropológicas.
El problema más grave es que esa dicotomía que vive el pueblo venezolano no es real. Si uno analiza con calma el espectro político venezolano, podría llegar a la siguiente deducción. Hay un chavismo durísimo, algo así como el 15% de la población política. Pero también hay un chavismo social, es decir, un sector que cree que las necesidades económicas son más importantes que las libertades políticas, aunque tampoco están dispuestos a sacrificarlas todas. Luego hay un enorme centro político que se extiende hacia la izquierda y hacia la derecha. El centro-izquierda, es el segmento venezolano más numeroso. Abarca desde algunos sectores del chavismo, pasa por partidos ex chavistas como Patria Para Todos, Podemos, sigue a través de un Nuevo Tiempo y algo de Voluntad Popular y ciertos “adecos”. Un centro-centro y un centro- derecha también fuerte, donde divisamos entre otros a Primero Justicia, más algunos sedimentos “copeyanos” y “adecos”. Y, por supuesto, hay también una extrema derecha muy minoritaria, tan fanática e irracional como el chavismo duro, socialmente insensible, políticamente irracional, y tendencialmente golpista.
En fin, la personalidad política de Venezuela es predominantemente poli-partidista y no bi-partidista. Pero esa personalidad política no puede expresarse debido a la sobrepolitización binaria que sufre ese país. En fin, repito, ahí no hay crisis política, pero sí una abismante crisis de la política. ¿Cómo superarán los venezolanos del futuro esa alteración que desde la vida pública contamina hasta los rincones más secretos de su vida íntima? Eso es para mí una incógnita.