FERNANDO MIRES: POPULISMO EN EUROPA Y EN AMÉRICA LATINA


Conferencia dictada el 29 de Mayo de  2007 en el  Goethe Institut de Caracas y actualizada en Abril del 2011

En el curso de esta conferencia me referiré en primer lugar a las dificultades que surgen al abordar en ejercicio comparativo el tema del populismo en América Latina y en Europa. Trataré de explicar a continuación los problemas que se presentan a los estudiosos europeos cuando  deben operar con el concepto de “pueblo”, problemas que no deben ser encontrados en los estatutos de las ciencias sociales sino más bien en la historia política de Europa: en la persistencia fantasmal del periodo llamado fascista. Intentaré aportar algunas reflexiones para una comprensión crítica de los diversos modos populistas, atendiendo al carácter y sentido que han asumido algunos movimientos sociales catalogados bajo esa rúbrica. Por último, me referiré a los desafíos que implica el fenómeno populista en ese proceso que nunca termina, que es el de la construcción de la democracia, tanto en América Latina como en Europa.

1.-
Originariamente yo había sido invitado por el Goethe -Institut de Caracas a exponer  acerca del tema “Populismo en Europa”. Exponer sobre ese tema me parecía conveniente y adecuado. Por una parte, coincidía con el temario que en algunos seminarios he venido manejando con alumnos de la universidad de Oldenburg. Por otra parte, era obvio que si se invita a alguien que vive en Europa, el tema debe estar centrado en acontecimientos que ocurren en el continente europeo, sobre todo si se tiene en cuenta que tanto en Venezuela como en otros países del continente hay excelentes expertos en el tema del populismo latinoamericano. No por casualidad, cuando se habla de populismo, casi todo el mundo piensa de inmediato en América Latina, entre otras cosas porque no sólo aquí hay y ha habido muchos gobiernos populistas, sino porque, además, la política latinoamericana ha estado marcada por rasgos que parecen ser inherentes a todo populismo. Cuales son esos rasgos, lo voy a decir más adelante, pues puede ser posible que lo que uno cree que es populismo no sea lo mismo para otras personas que se ocupan del mismo tema.
Por cierto, yo prefería hablar sobre el populismo en América Latina ya que de ese tema me he venido ocupando con una intensidad no sólo académica, sino también algo emocional. Aunque no siempre lo parezca, los académicos somos también ciudadanos y como tales tenemos preferencias por determinados temas que a veces sólo son entendibles desde algunos lugares remotos de nuestra propia biografía. De ahí se explica que cuando recibí un E- Mail desde el Goethe -Institut, en donde me era solicitado que, debido a la lamentable ausencia del profesor Krauze, incorporara a mi presentación el tema del populismo latinoamericano, yo contesté afirmativamente de modo inmediato. Y ahora debo hacer una confesión.
Un segundo después de haber pulsado el botón “enviar”, me arrepentí de haber dicho “sí”.  ¿Por qué?, preguntarán ustedes. La razón es sencilla: Yo no tengo ningún problema en hablar del populismo europeo. Tampoco en hablar del latinoamericano. Pero sí tengo problemas en hablar del populismo europeo y del latinoamericano al mismo tiempo. La razón es también sencilla. Aquello que se entiende hoy día en Europa acerca del concepto de populismo no es lo mismo que, bajo ese mismo concepto se entiende en América Latina.

A fin de abordar el tema no tengo entonces ninguna otra posibilidad que explicar las diferencias connotativas que lo acompañan. 
La connotación populista tiene en Europa un sentido predominantemente peyorativo e, incluso, estigmatizante. En América Latina no siempre es así, aunque hay que constatar que debido a experiencias sufridas bajo diversos gobiernos populistas, el término populismo ha ido perdiendo en los últimos tiempos su sentido puramente descriptivo y adquiere, poco a poco, ciertos contornos amenazantes, pues a diferencias de los populismos del siglo XX que en líneas generales constituyeron un medio de construcción de “lo político” (pienso naturalmente en Haya de la Torre, Perón, Vargas y Gaitán), los del siglo XXl parecen más bien desarrollar una política de la antipolítica. Aunque hay que agregar que todavía tales percepciones no son percibidas tan amenazantes, como son los que sugiere el término populismo en el contexto europeo.
Es efectivamente muy difícil convencer algún cientista social europeo de que el concepto de populismo alude no sólo a experiencias históricas funestas sino, como ya se sobreentiende en círculos académicos latinoamericanos, los momentos populistas de la política son consustanciales a la práctica política misma. Pues el populismo puede ser considerado como una lógica y como una forma política a la vez. Como una lógica política y como una forma de la política. Como una lógica de la política, cuando un pueblo, o sectores considerables de un pueblo, se articulan políticamente en torno a significados -valga en este caso la tautología- populistas. Como una forma de la política, cuando la política alude o interpela al llamado pueblo. O para decirlo de otro modo: la lógica populista toma siempre determinadas formas. Hay en este caso una forma de la lógica y una lógica de la forma. En ambos casos el centro de la lógica populista y el centro de la forma populista es la palabra pueblo. Sin pueblo no hay populismo, ni semántica ni políticamente hablando.
Y es aquí justamente donde se presenta un problema grande si uno intenta hablar de populismo en Europa. La palabra “pueblo”, que se usa sin ningún problema en la retórica política latinoamericana, se encuentra negativamente ocupada en varios países de Europa. Referirse al pueblo con la soltura como lo hacen los políticos latinoamericanos significa, sobre todo en Alemania, romper con las reglas del juego de la política correcta.
Yo sé que ustedes adivinan la razón de los resentimientos y asociaciones que despierta el concepto “pueblo”, sobre todo allí donde yo vengo: Alemania. La razón es simplemente que el concepto “pueblo” estuvo situado en el centro de la retórica fascista de los años treinta y cuarenta del siglo XX y hoy día sigue estando situado en el centro de la retórica de diversos grupos fascistas o fascistoides. La noción de pueblo en algunas naciones europeas es el nombre de la horca en la casa del ahorcado. De ahí que en muchas ocasiones, para muchos europeos, incluyendo a científicos sociales, el concepto de populismo no es sino un sinónimo del concepto fascismo. Todavía no hay un consenso general que acepte la constatación básica relativa a que si bien el fascismo es, o puede ser, una forma de populismo, no todo populismo asume una forma fascista.

2.
Sin embargo, pienso que al decir lo que estoy diciendo estoy a punto de cometer un error grave. Estoy hablando del fascismo y del populismo como si fuesen “cosas” perfectamente definibles y que se sobrentienden por sí mismas por el solo hecho de nombrarlas. El hecho de que muchos científicos sociales que escriben sobre fascismo y/o populismo los usen como conceptos perfectamente definibles, no me dispensa del error que estoy a punto de cometer. 
El error deviene del uso indiscriminado de las tipologías, sean estas sociológicas o politológicas. Y tanto el concepto de populismo como el de fascismo son resultado de la confección académica de determinados modelos tipológicos. Por cierto, a veces es útil recurrir a determinadas tipologías pero siempre y cuando, reconozcamos la relatividad de su valor explicativo y bajo el común acuerdo de que ninguna tipología puede sustituir la historicidad específica de determinados acontecimientos. Toda tipología es necesariamente precaria, excluyente, antihistórica y ocultante.
Precaria, porque sólo ve las reglas y no las excepciones. Excluyente, porque deja fuera a todas las realidades que no caben dentro del modelo tipológico. Antihistórica, porque sólo trabaja sobre estructuras y no toma en cuenta ni los acontecimientos novedosos ni el curso dinámico y siempre sorpresivo de los llamados procesos. Y ocultantes, porque lo particular específico de cada situación, desaparece bajo el peso de generalidades casi absolutas.
Más todavía: las tipologías académicas no son tan políticamente inocentes como aparentan ser. Esta última afirmación voy a intentar fundamentarla mediante un ejemplo.
Es un bienentendido decir que tanto la dictadura de Mussolini en Italia como la de Hitler en Alemania fueron fascistas. Sin embargo, lo que es tipológicamente correcto no siempre lo es desde una perspectiva histórica. Seguramente ustedes saben que la palabra italiana fascio, desde donde viene el término fascista, quiere decir fracción, grupo, segmento o sector, y proviene de una situación muy particular de la historia política italiana. Durante la época del fascismo italiano, por ejemplo, nunca se escuchó decir a ningún dirigente nazi que el régimen hitleriano fuera fascista. Por el contrario; tanto Hitler como Goebbel, intentaban diferenciar al nacional-socialismo alemán del fascismo italiano al que consideraban anárquico, indisciplinado e, incluso, bufonesco. Si el régimen de Mussolini no se hubiese articulado geopolíticamente con el nazismo alemán, no habría pasado de ser en la historia más que un momento nacionalista plebeyo, como ya habían existido algunos en Europa y en América Latina. Algo parecido al régimen de Ataturk en Turquía o al peronismo argentino, que todavía es considerado como la quinta esencia de todo populismo. No sin motivos Perón se seclaraba admirador ferviente de Mussolini. Lo cierto es que nadie, ni fuera ni dentro de Alemania, hablaban del nacional-socialismo como sinónimo del fascismo italiano. Si es que no me equivoco, aquellos que primero aplicaron el término fascismo al régimen hitleriano fueron los comunistas europeos y sólo recién al promediar la segunda Guerra Mundial.
Uno de los co-autores del concepto tipológico de fascismo, el historiador alemán Ernst Nolte, relataba en una entrevista la sorpresa que experimentó cuando observó como el concepto de fascismo fue tan bien acogido en los círculos políticos alemanes de post-guerra. Efectivamente: para la derecha nacionalista y conservadora resultaba sumamente incómoda la nominación “nacional” que portaba el nacional-socialismo. Mucho más incómodo resultaba para comunistas y socialistas que el nacional-socialismo se presentara como socialismo. Ya bastante problemas tenían comunistas y socialistas frente al hecho de que Mussolini no sólo hubiera sido socialista sino, además, un muy buen conocedor de la teoría marxista.
De este modo, la denominación de fascismo, al ocultar semánticamente la denominación nacional y socialista, dejaba contenta tanto a la derecha como a la izquierda alemana. En cierto modo la aplicación post- factum del concepto fascismo al nacional-socialismo fue el resultado de un compromiso político tácito. ¿Se entiende entonces por qué he dicho que las tipologías científicas no son tan inocentes como aparecen? .
Así es como los conceptos académicos son impuestos a la realidad. Esa es la razón por la cual yo me estoy negando, en los últimos tiempos, a hablar del fascismo italiano, del nacional socialismo alemán y del franquismo español, como si se tratara de la misma cosa: de un solo fascismo. El de Hitler fue un sistema totalitario surgdo de un movimiento nacional populista. El de Mussolini, una dictadura militar populista que surgió de un movimiento socialista y nacional. El de Franco, una dictadura militar oligárquica. Y esa dictadura no surgió de ningún movimiento populista y nunca fue populista. A estas alturas de los tiempos, parece que el concepto de fascismo al designar a movimientos y sistemas tan diversos no sólo denota características comunes. Además, viene como anillo al dedo cuando se trata de esconder realidades históricas incómodas como por ejemplo, la proximidad ideológica que se dio en Europa entre el totalitarismo fascista y el totalitarismo comunista, hecho que fue destacado, antes que nadie por Hannah Arendt al incluir a ambos órdenes políticos bajo la categoría de “la dominación totalitaria”.

3.
¿Sucede lo mismo  con el concepto populismo?
Mi respuesta es salomónica: en parte sí, y en parte no. En parte sí, porque como todo producto tipológico, no ha podido escapar el populismo a cierta fetichización conceptual. En parte no, porque como ya ha sido dicho, el populismo es una lógica y es una forma de la política a la vez. Si la política no contuviese elementos populistas sería una simple actividad administrativa y la palabra pueblo, que comporta el populismo, estaría de más. El populismo es en ese sentido –cuidado: no es una definición- una apelación de la política, y por cierto, de los políticos, al pueblo, pero es también, un medio que usan los diversos sectores que constituyen un pueblo para hacerse presente en la escena política. Es en ese sentido que –repito- el populismo es una lógica y una forma a la vez.
Pero la lógica del populismo no es unívoca. La lógica populista obedece a las más diversas articulaciones que es dable imaginar en las relaciones que se dan los representados con respecto a sus formas de representación. La representación populista, como bien han destacado autores como E. Laclau, se da en un plano simbólico y por lo mismo se expresa antropomórficamente en la persona del caudillo populista quien es, a la vez, la persona hecha símbolo.
Sin movimiento social y caudillo simbólico no hay populismo. Pero todo movimiento social es social, ideológica y, políticamente hablando, heterogéneo. El caudillo populista es, comunmente, un representante singular de la heterogeneidad populista. Pero como es representante unitario de lo heterogéneo, la lógica del caudillo obedece a muchas lógicas, y eso explica porque el caudillo populista nunca es demasiado lógico. Los recursos del caudillo populista hay que encontrarlos no en su cerebro pero sí en su corazón, y muchas veces en su estómago, y sobre todo, en sus vísceras. La razón populista es una sinrazón. Ese es también el motivo por el cual la lógica populista rebasa la lógica de las instituciones. Si la mediación institucional es muy fuerte, no hay populismo. Si es débil, el populismo encuentra su ambiente natural. A los líderes populistas -no sé si ustedes han hecho la misma observación en el país que habitan y padecen- les estorban las instituciones públicas. Por eso los caudillos populistas no son demasiado respetuosos; más bien son anárquicos, impulsivos, agresivos, en algunas ocasiones, brutales.
En términos freudianos podría decirse que la lógica populista no es la lógica del Yo sino la del Ello; pero como el Ello no es lógico, la lógica populista resulta siendo “una lógica ilógica”. Así se explica que un jefe populista puede usar las instituciones, pero su relación con la política no es primordialmente institucional. Es por eso que muchas veces la política del populista es una política de la antipolítica pues va dirigida en gran parte en contra de las instituciones políticas y sus representantes. En breve: en cada emergencia populista hay una relación negativa. Todo movimiento populista contiene un conjunto de negatividades que la representación populista -para decirlo así- recicla y convierte en símbolos de negación radical, símbolos que sus caudillos unifican -en una conversión casi mágica- en la escena política.
Es posible entonces, deducir: lo que diferencia a un populismo de otro es lo que cada populismo niega. Un movimiento populista, a diferencia de lo que piensa la gran mayoría de mis colegas europeos, no es por definición antidemocrático. Si un movimiento populista niega la democracia -y desde el fascismo europeo ha habido muchos movimientos populistas que la han negado- hay que aceptar también que si un movimiento populista niega a una dictadura, o simplemente a formas autoritarias de poder político, puede haber también populismos democráticos.
Luego ha habido populismos democráticos, y curiosamente, los más democráticos han existido en Europa: justamente donde predomina rotundamente la tesis de que el populismo es una forma esencialmente antidemocrática del hacer político.
Tomo por ejemplo el libro standard que en estos momentos circula en Alemania sobre el tema populismo: (Populismus: Gefähr fur die Demokratie oder nutzliches Korrektiv? VS Verlag; Wiesbaden 2006) Su editor es el Profesor Frank Decker, de la universidad de Bonn). Sus autores hacen un detallado análisis de las diversas formas de populismo que existen actualmente en Europa. Pues bien, más del noventa por ciento de las páginas de este libro están dedicadas al análisis de las formas populistas antidemocráticas. Dentro de ese noventa por ciento, más de un ochenta por ciento está dedicado al análisis de los grupos que propagan la xenofobia u odio a los extranjeros pobres. Entre ellos, Front National en Francia, Lega Nord en Italia, Vlaams Block en Bélgica, FPÖ en Austria, Liste Pim Fortuyn en Holanda
De una manera u otra, la mayoría de los autores que escriben sobre populismo en Europa siguen aferrados a la tesis que afirma que el populismo sólo puede ser antidemocrático. Más aún, siguen creyendo que los populistas son los continuadores de la tradición fascista y, por lo mismo, la posibilidad de un populismo que levante demandas democráticas queda excluida casi por definición. En un diez por ciento de ese noventa por ciento hay análisis - según mi opinión, los más interesantes- que estudian las formas políticas populistas que se dan en los países de Europa del Este en donde asoman virulencias nacionalistas que articulan de un modo facistoide a diversas demandas –a veces legítimas- de la población. Esa sería otra versión del populismo antidemocrático europeo. Ahora, el diez por ciento restante del noventa por ciento del libro está dedicado al análisis de  lo que los autores llaman, populismo de izquierda en contraposición al otro populismo que, por definición, pasaría a ser un populismo de derecha. A ese populismo de izquierda pertenecerían según los autores, partidos políticos liderados por figuras demagógicas de izquierda, como el PDS alemán, o en un plano supranacional, el movimiento antiglobalización, particularmente Attac.
Aunque pienso que ni el PDS- por ser un partido político altamente institucionalizado- ni Attac -por ser un movimiento social sin pretensiones de alcanzar el poder político de ningún Estado, y que ni siquiera cuenta con líderes carismáticos- pueden ser catalogados de populistas. Pero, supongamos que lo sean. El problema no está allí. El problema lo veo yo en el, por ahora, débil intento de establecer una línea divisoria entre un populismo de derecha y un populismo de izquierda.
Según mi opinión no puede haber populismo de derecha ni populismo de izquierda pues tanto el término derecha como el de izquierda son eslabones de una relación que se dan en el plano institucional que es, precisamente, el plano que rebalsan las alternativas populistas. En ese sentido creo que los autores de este libro que comento confunden la retórica de la que se sirven determinados caudillos populistas con el carácter y sentido de los partidos y movimientos que representan. Pues, repito la idea: tanto izquierda como derecha hacen referencias a un orden, y si se quiere usar una palabra que no me gusta, a un “sistema”. El populismo es en cambio subversivo y en algunos momentos puede ser hasta revolucionario. En cualquier caso es siempre “antisistémico”.
Ahora bien, precisamente porque los movimientos populistas, rebalsan, cuestionan y subvierten un orden político (o por lo menos, intentan hacerlo) es que afirmo que el carácter y sentido de un movimiento populista está determinado por el orden político que esos populismos buscan alterar. En verdad, ha habido movimientos populistas que se han levantado en contra de un orden democrático, sobre todo los populismos fascistas, o simplemente militaristas; y ha habido movimientos populistas que han surgido en contra de sistemas políticos opresivos, o contra formas opresivas al interior de un orden democrático

4.
Al llegar a este punto creo estar en condiciones de formular dos tesis que imagino no van a contar con un consentimiento mayoritario entre el público presente.
- La primera tesis dice: lo que da atracción y fuerza a la demanda populista, sea ésta democrática o antidemocrática, es que, aunque ocurra de modo puramente simbólico, todo populismo porta consigo un enorme potencial liberador.
- La segunda tesis dice: en contra de lo que supone la gran mayoría de los científicos sociales europeos, los tres más grandes y significativos movimientos populistas europeos de post-guerra han sido movimientos esencialmente democráticos.
Repito la primera tesis: lo que da atracción y fuerza a la demanda populista, sea ésta democrática o antidemocrática, es que, aunque ocurra de modo puramente simbólico, todo populismo porta consigo un enorme potencial liberador.
Que un movimiento populista que emerge en contra formas tiránicas de gobierno sea liberador, es algo que se entiende por sí mismo. Lo que seguramente ustedes no entienden, es porque un populismo antidemocrático puede contener un potencial liberador. ¿De qué nos libera un populismo antidemocrático? La respuesta es obvia: nos libera de la democracia. Pero, ¿no es acaso la democracia expresión de la libertad humana? No, no lo es; y ahí está el problema.
El significado político de una democracia no es tanto que nos libere sino que nos limita. Quiero decir: no es fácil vivir en una democracia. Ser un ciudadano democrático implica asumir no sólo derechos; también, deberes. En una democracia hay libertad de opinión pero nadie puede decir lo que piensa tal como lo piensa. La democracia limita nuestra capacidad de agresión y de insulto. La democracia implica aceptar opiniones de quienes no piensan como nosotros. La democracia implica compartir el mismo espacio con nuestros enemigos políticos.Y eso no es fácil. Pues, la verdad de las cosas, nadie nació siendo demócrata. Ser demócrata significa someterse a un largo proceso de aprendizaje. Lo aprendemos en la familia, en la escuela, en el lugar de trabajo. En democracia, efectivamente, no podemos ser libres. La libertad democrática nunca podrá ser la libertad total. Ese es el motivo porque el caudillo populista despierta tantas adhesiones, incluso entre algunos intelectuales.Nos libera con su verbo agresivo, de las trabas democráticas.
El caudillo populista es un transgresor de límites. Transgrede las formas y es absolutamente sincero consigo mismo y con los demás: Si piensa que alguien es un imbécil, le dice: usted es un imbécil. Si una ley le molesta, la ignora. Si las instituciones lo bloquean y tiene los medios, las suprime. Parafraseando a Freud, quien hablaba del malestar en la cultura, podríamos también hablar del malestar en la democracia. Pues bien, las transgresiones del caudillo populista nos liberan de ese malestar. Si no fuera por esa promesa de primaria libertad que todo movimiento populista comporta, no existiría ningún movimiento populista.
Vamos ahora a la segunda tesis
 La segunda tesis dice así: En contra de lo que supone la gran mayoría de los científicos sociales europeos, los tres más grandes y significativos movimientos populistas europeos de post-guerra, han sido movimientos esencialmente democráticos.
¿Cuáles fueron esos tres movimientos? En primer lugar, los movimientos llamados estudiantiles de fines de los sesenta. En segundo lugar, el movimiento Solidarnosc en Polonia. En tercer lugar, los movimientos ambientalistas, particularmente el Movimiento Verde alemán.
Ahora, en este libro que he nombrado no he encontrado ninguna mención a esos tres grandes movimientos históricos. Para los autores, efectivamente, no hay populismo “bueno”. El populismo debe ser “malo”, más aún, perverso. Y aquí entramos en un terreno algo pantanoso. Pues, si sólo son populistas los movimientos conducidos por caudillos inmorales, corruptos, agresivos, oportunistas, etc., significa que para los autores de ese libro el populismo no es una categoría política sino moral. Yo no tengo nada en contra de que lo sea, entiéndaseme bien. El problema es que los autores no lo dicen. Por el contrario, afirman, aferrándose a un supuesto objetivismo, que el populismo corresponde a una determinada tipología científica. Y lo paradójico del caso es que los tres movimientos de post-guerra que he nombrado, caben perfectamente dentro de la tipología que ellos manejan, y en cada uno de sus puntos. Vamos por parte.
El populismo significa, dice la tipología, apelación al pueblo como sujeto político. Los movimientos estudiantiles de los años sesenta no nombraban al pueblo como pueblo sino más bien como “la masa”, pero en el fondo es lo mismo. Hace poco, por ejemplo, escuchaba la grabación de un discurso de Rudi Dutschke, el dirigente del movimiento estudiantil alemán setentista. Más que la palabra proletariado, la palabra “masas” era la predominante en su discurso. El Mayo francés, a su vez, fue sólo al comienzo estudiantil. Muy pronto se transformó en un levantamiento popular, ante los ojos asustados de los dirigentes  estudiantiles que no sabían que hacer con el movimiento que ellos mismos habían desatado.
Por cierto, puede surgir más de alguna dificultad al calificar a los movimientos estudiantiles europeos como democráticos. Ni los estudiantes, ni las ideologías, ni los líderes estudiantiles eran demasiado democráticos. Pero los efectos que tuvo ese movimiento fueron intensamente democráticos. Gracias a los movimientos estudiantiles, la política oficial europea pudo articular en su repertorio una cantidad apreciable de nuevas demandas, tanto sociales como culturales. “Mehr Demokratie wagen” (atreverse a más democracia) era, entre otras, una de las consignas de ese gran demócrata que fue Willy Brandt. Sin el trasfondo político cultural que dejaron los llamados movimientos estudiantiles, esa consigna no habría sido posible.
En Polonia, a su vez, la apelación al pueblo fue mucho más evidente. En torno a los signos obreros de Solidarnosc y a los emblemas católicos, incluyendo a la figura del Papa Juan Pablo ll, el pueblo real, no el pueblo imaginario de los comunistas, hizo su entrada definitiva en la política de la nación.
El movimiento verde, sobre todo el alemán, no sólo fue verde, ni tampoco sólo fue ecológico. Alrededor de los verdes se agruparon diversas tendencias políticas y culturales excluidas de la política tradicional. El movimiento feminista, el movimiento gay, el movimiento de la paz, y muchos otros, se agruparon en torno a los verdes quienes pasaron a ser, durante un tiempo, el significante ecologista de un amplio movimiento popular.
Pero el populismo no significa sólo participación del pueblo. La tipología dice, además, que la lógica populista se encarna en la figura de un líder transgresor y carismático. Rudi Dutschke y Daniel Cohn Bendit pertenecían a esa categoría. La desfachatez, la insolencia, la audacia verbal que hacían gala, los llevó justamente al lugar de los líderes. 
Más carismático aún fue Lew Walessa en Polonia. Justamente él, un obrero, surgió desafiante frente a una dictadura que se decía representante de la clase obrera. Walessa llegó a ser el líder simbólico de la resistencia polaca porque transgredió los límites impuestos por  la jerarquía comunista. Aún tengo en mi escritorio una foto del joven Walessa saltando las alambradas que había puesto la policía para que los huelguistas de los astilleros de Danzig no avanzaran más allá de sus lugares de trabajo.
El Joschka Fischer jóven pertenece también a esa categoría de líderes políticos populistas, carismáticos y transgresores. La imágen del jóven ecologista que hizo su entrada en el Parlamento con jeans y zapatillas deportivas marca Puma fue un clásico acto simbólico de transgresión populista.
En fin, creo haber demostrado que la existencia de movimientos populistas democráticos es perfectamente posible. Incluso me atrevería a postular la idea de que la única alternativa para derrotar a los populismos antidemocráticos reside en el desarrollo de movimientos populistas democráticos. La verdad es que sin pueblo y sin sus representaciones simbólicas, la política, sino en una imposibilidad, se convertiría en algo terriblemente aburrido.

5.
Ahora ¿cuándo termina un movimiento populista? La pregunta es muy difícil. Si uno mira la historia de la Argentina moderna, parece que no termina nunca. Aunque si bien, me parece que bajo la rúbrica del peronismo, han existido y coexistido diversas formas y diversas lógicas de práctica populista.
La experiencia europea reciente parece decirnos, en cambio, que el populismo termina, o comienza a extinguirse, con su institucionalización. El movimiento verde alemán, mediante su conversión en partido, parece ser el mejor ejemplo de esa afirmación. Hoy los verdes son un partido dentro de un juego de partidos que funciona de modo casi óptimo dentro de los marcos de la democracia alemana. Del mismo modo, cada vez que los movimientos populistas mal llamados de “derecha”, al entrar a jugar sus opciones dentro de límites institucionales, han terminado, sino desintegrándose, por lo menos perdiendo mucho de su agresividad populista originaria. Sucedió con la Forza Italia de Berlusconi y con el PFÖ de Haider en Austria.
A riesgo de ser algo esquemático, sugeriría distinguir entre un populismo en su fase movimientista, un populismo en su fase institucional, e incluso gubernamental; y un populismo que puede llegar a identificarse con el Estado, como ocurrió con el nacional socialismo alemán y con el fascismo italiano.
Ahora, yo pienso que la forma real de existir del populismo es la forma movimiento. El populismo es movimientista o no es. Ese movimientismo puede coexistir con su entrada a través de las instituciones, pero debe someterse a ciertos límites que lentamente erosionan la calidad populista del movimiento. Siempre ha ocurrido así. El problema mayor, por cierto, es cuando un movimiento populista antidemocrático se identifica no con un gobierno sino con el Estado. Ahí termina la vida del movimiento populista. Se transforma en “otra cosa”. En ese momento, comienza otra historia. El fascismo italiano y el nacional socialismo alemán, desde el momento que se apropiaron del Estado dejaron de ser simples movimientos populistas. A partir de ese momento comenzó otro capítulo de la historia europea.
La excepción a la regla parece ser el populismo de Perón en Argentina. Quizás ese fue el único populismo del mundo que accedió al Estado y continuó siendo un movimiento populista. La razón es relativamente fácil de explicar: Eva, Eva Duarte de Perón; Evita; Santa Evita.
Habiendo llegado al Estado, Perón asumió las funciones del estadista. Y Evita asumió el rol de conductora informal del pueblo: de las mujeres, de “los cabecitas negras”, de “la gente del interior”. De este modo se produjo, indirectamente, y en un nivel más simbólico, la identificación del pueblo con el Estado. En sentido estricto del término, el peronismo tenía dos cabezas: una estatal-militar: Perón. Otra, la más bella: popular y social: populista: Evita. El peronismo pudo así ser  Estado y movimiento a la vez. En verdad, aquello que coexistió, fue el Estado peronista con un movimiento que era más “evista” que peronista. 
Ustedes comprenderán que ese ejemplo no es fácil que se repita en la historia. Imaginen: un populismo con dos líderes y, por si fuera poco, dos líderes que conforman un matrimonio. Eso permitió que ocurriera algo que ni los argentinos entienden: que el populismo argentino hubiera podido ser estatal sin perder su carácter populista. Más aún: que haya podido ser antidemocrático y democrático a la vez. Como los populistas que han seguido a Perón no han tenido la suerte de contar con una Eva –Cristina Fernández no lo es- la llegada al Estado del populismo ha significado, siempre, el fin del populismo.
Cuando un populismo antidemocrático ocupa el Estado tiene lugar una rápida inversión de los términos constitutivos de ese populismo. Y el fenómeno más notorio es que su significado se transforma en significante y su significante en un significado. Eso quiere decir que el líder, que originariamente aparecía como una representación simbólica del pueblo, convierte al pueblo en la representación simbólica de su propia persona. En lugar de entrar el pueblo al Estado, como había prometido el jefe populista, tiene lugar la entrada del Estado en el pueblo. Mientras en su periodo movimientista la política circulaba desde abajo hacia arriba, en el momento estatista, la política circula desde arriba hacia abajo. El pueblo del cada vez menos existente populismo se convierte, a través de organizaciones verticales, en un mero apéndice del Estado. En ese momento ya no hay más populismo pues su portador, el movimiento, se encuentra maniatado y al servicio de un Estado.
Me atrevería a afirmar incluso que la existencia de un Estado populista es una imposibilidad histórica. Puede suceder que el dictador estatal haga uso de recursos retóricos populistas como ocurre en Cuba, para poner un ejemplo. Pero si no existe la dinámica de un movimiento más allá del Estado, el actor- pueblo se convierte en simple masa aclamatoria susceptible de ser modelada y movilizada por el partido único del caudillo estatal. Nadie podría decir, para poner otro ejemplo, que esos espectáculos de masa  que organiza un Estado totalitario como el de Corea del Norte son movilizaciones populistas.
La identificación de un movimiento populista antidemocrático con el Estado lleva, tarde o temprano, a la burocratización del movimiento y, lo más peligroso de todo, a su militarización. En América Latina tenemos un ejemplo muy reciente. El caso Fujimori. Entre el encantador “chinito” populista que cantaba canciones de cuna en la televisión cuando era candidato, y que se subía a un tractor para hacer su campaña electoral, y el presidente autócrata que gobernó con el ejército y sin el pueblo, hay un mundo de distancia.
La militarización del populismo, que significa el fin del populismo como movimiento, es sin duda uno de los desafíos más grandes que enfrenta la política latinoamericana de nuestro tiempo. Una de las tareas democráticas más importantes, sin duda, es tratar de evitar que algunos países del continente retornen a aquellos días donde las dictaduras militares tomaron de las múltiples formas del populismo, sólo una; la más antidemocrática: La falta de respeto a las instituciones, a sus leyes, y no por último, a los seres humanos.

6.
Quisiera terminar esta ya larga exposición, con una autocrítica.
Al comenzar dije que cuando acepté la invitación a hablar sobre el populismo en América Latina y Europa a la vez, me sentí arrepentido, pues me parecía una empresa muy difícil. Ahora quisiera decir que me siento arrepentido de haberme sentido arrepentido. Pues, a medida que iba escribiendo este texto, me di cuenta que hablar de un populismo europeo, y de un populismo latinoamericano carece de sentido. ¿Qué quiero decir con esta constatación? Algo muy simple: es definitivamente imposible determinar a un populismo por su condición geográfica. Pues si retenemos la idea ya expuesta: la de que el populismo se define por lo que niega, las características y denominaciones de los diversos populismos históricos transcienden necesariamente a sus lugares de origen y existencia.