Este
articulo fue publicado en noviembre de 2016. Hoy, después de haber visto con
horror el video en el cual la dictadura de Maduro muestra el cuerpo herido y humillado del diputado Juan Requesens, he decidido publicarlo de
nuevo.
A veces
debemos hacer un esfuerzo para explicar lo inexplicable. Nunca lo explicaremos
todo, pero hay razones evidentes que sí explican por qué la dictadura muestra
sin pudor al mundo su crueldad. La primera razón es evidente: aterrorizar a los
espectadores. La segunda razón persigue un objetivo político: impulsar a
sectores de la oposición para que abandonen la lucha democrática y sigan la
ruta de la violencia pues ahí, y solo ahí, la dictadura se siente a sus anchas.
La tercera razón es dejar claro que, si
bien la dictadura nunca podrá apoderarse de la mente de los ciudadanos, sí
puede apoderarse de sus cuerpos. Toda dictadura - y ese es el tema central del
presente artículo- es una dictadura
sobre el cuerpo humano.
(11.11.2016) La frase del ex presidente de
Costa Rica, Oscar Arias, ya es famosa. “En democracia no hay presos políticos”.
De todas maneras vale la pena preguntarse: ¿por qué en democracia no hay presos
políticos?
En democracia suele no haber presos políticos
aunque ha habido excepciones. Una hizo historia. Fue la prisión de los
anarquistas italianos Sacco y Vanzetti en los EE UU (1927). Ambos, sin haber
sido agotados los procedimientos legales, fueron encarcelados y después
ajusticiados por razones políticas. Sin embargo, el hecho de que haya sido un
escándalo, de que hasta hoy la novela Sacco y Vanzetti de Howard Fast sea
leída, de que la canción cantada por Joan Báez continúe siendo escuchada,
demuestra que ese caso fue una excepción extrema. En cambio, lo que fue una
terrible anormalidad en los EE UU era, durante ese mismo tiempo, la cosa más
normal del mundo en la URSS.
Digamos mejor: en un orden democrático suele no
haber presos políticos. La razón es la siguiente: una democracia comienza a
existir cuando la vida social y política se encuentra reglada por la
Constitución. En consecuencia, los que en democracia alegan haber sido
condenados por razones políticas (los terroristas del ETA, por ejemplo) no han
sido llevados a prisión por razones políticas sino por haber faltado a la
Constitución de la misma manera que si un millonario va a la cárcel por evasión
de impuestos, no es un preso económico; es simplemente un preso legal.
En democracia no existen tribunales políticos.
Luego, no puede haber presos políticos. ¿Cuándo es político un tribunal? La
respuesta es obvia: cuando el poder judicial al perder su independencia ha sido
convertido en apéndice del poder político. Sin independencia judicial un
tribunal no actúa en nombre de una constitución sino en el de determinadas
personas. En las palabras de Michel Foucault, en nombre de cuerpos biológicos.
Foucault fue el pensador que más insistió en la
tesis de que todo poder ejercido es corporal. Para el filósofo francés el poder
era un bío-poder. En su conocido libro Vigilar y Castigar intentó incluso
construir una arqueología de la opresión la que siempre, de una manera u otra,
termina siendo biológica o corporal.
Pero como Foucault no era un filósofo político,
nunca logró establecer la diferencia entre un poder constitucionalmente
mediatizado y un poder directamente personal. Diferencia importante. Mientras
en una democracia el cuerpo del ciudadano en vías de convertirse en un
prisionero ha desobedecido a la Constitución, en una dictadura ha desobedecido
a los cuerpos de las personas que detentan el poder.
Cuando el poder no es constitucional es
personal. Por lo mismo, el dictador, al haber suprimido al poder judicial, ha
impuesto a quienes no acatan su justicia un dilema personal. O el cuerpo del perseguido se
somete al del dictador o será castigado. En ese dilema reside el germen
totalitario de toda dictadura.
No toda dictadura es por cierto totalitaria. El
totalitarismo es la radicalización hasta sus últimas consecuencias de una
dictadura. Comienza, según Hannah Arendt, cuando ha desaparecido la línea que
separa al mundo de la intimidad con el del espacio público. El dictador
totalitario –así también lo entendió Orwell en su estremecedor 1984 - no solo
exige obediencia. Su objetivo es obtener la rendición corporal y por lo mismo,
la espiritual de los ciudadanos. Por eso, agregaba Arendt, toda dictadura
totalitaria conduce al reino del terror.
Un magnífico film alemán, ya un clásico, La
Vida de los Otros (Su director es Florian Henckel), tuvo el mérito de llevar a la pantalla la lógica del totalitarismo. En
ese film vemos como los espías se enteran del último resquicio de la intimidad:
el de los orgasmos de la pareja de amantes espiados. El jerarca comunista que
en ese mismo film exige poseer el cuerpo de la mujer espiada solo llevó la
lógica totalitaria hasta sus últimas consecuencias.
Bajo una dictadura prima la corporeidad en su
más directa expresión. En muchas de ellas, sobre todo cuando ha sido alcanzado
la fase totalitaria, la propia libertad de movimiento es socavada. Los
ciudadanos son divididos entre los que pueden viajar al exterior y los que
deben ser recluidos dentro del país. O a la inversa, entre quienes deben irse y
quienes pueden vivir en territorio nacional. Y, por supuesto, entre los que pueden
caminar por la calle y los que deben ser declarado presos de acuerdo a los
dispositivos del poder.
Las cámaras de tortura, propias a cada
dictadura, son lugares en donde son ejercitados los pasos que llevan a la
expropiación del cuerpo opositor. Así se explica por qué la mayoría de las
personas que han sido torturadas coinciden en señalar que, pese a que los
torturadores saben que el torturado no puede decir más de lo que sabe, lo
continúan torturando. ¿Sadismo? Claro que sí. Pero se trata de un sadismo
funcional.
La función del torturador es comunicar al
torturado que él ya no ejerce soberanía sobre su propio cuerpo. Hay relatos que
de modo aterrador lo confirman. Hace muchos años, mi amiga X, llegada al exilio
después de haber pasado por las siniestras cámaras de tortura en la calle
Londres, en Santiago de Chile, me confesó en voz muy baja. “Durante las noches
los torturadores entraban a mi celda y me violaban. Una vez, dos de ellos,
después de haberse saciado conmigo, mearon sobre mi cuerpo. Nunca me lo voy a
poder explicar. ¿Por qué tenían que hacerme eso?”
El falo en su doble función, eyaculatoria y
urinaria, era usado, en el relato de X, como arma de guerra. Cumplía órdenes
que provenían del estado mayor, órdenes destinadas a hacer saber a los prisioneros
que ellos, al no obedecer a la dictadura, no eran dignos de habitar su cuerpo.
A muchos los mataron. A otros –fue el caso de X- le quitaron para siempre el
deseo de vivir.
Experiencias similares pueden ser conocidas en
los informes de Amnesty International sobre los sucesos en Kosovo. Hay, además,
testimonios literarios y cinematográficos. La novela El Pintor de Batallas de
Arturo Pérez Reverte relata solo una parte de los horrores que el escritor vio
en su condición de corresponsal de guerra. El film de Isabel Coixet, la vida
secreta de las palabras, nos muestra, de modo desgarrador, como las heridas no
cicatrizan después de haber pasado por el infierno de las cárceles de Milocevic.
Allí las víctimas solo tenían dos opciones: o morir en muerte o morir en vida.
A propósito de muerte: escuché recién las
noticias en la radio: Erdogan, hasta hace poco presidente de una Turquía
democrática, convertido hoy en implacable autócrata, ha vuelto a insistir en su
proyecto de reimplantar la pena de muerte. ¿Por qué quiere matar Erdogan?
Si lo pensamos bien, lo que interesa a Erdogan
no es matar. En su proyecto político la
pena de muerte cumple otra función: la de hacer saber a los ciudadanos turcos
que él, Erdogan, puede decidir cuales de “sus” presos políticos merecen vivir y
cuales deben morir en su país. Otra “bío-dictadura” más.
Matar no es el objetivo primero de las
dictaduras. El objetivo primero es ejercer vigilancia sobre cada cuerpo,
practicar la dominación corporal hasta tocar los puntos más íntimos de cada
ser. ¿Y hay algo más íntimo que la sexualidad? Ese al menos fue el gran
descubrimiento de la Santa Iglesia en sus tiempos teocráticos. Controlando la
intimidad sexual controlan todo el cuerpo social.
La lección de la Iglesia pre-moderna ha sido
aprendida muy bien por dictaduras y autocracias del siglo XXl. Solo así se
explica la homofobia que hacen gala algunos dictadores. Putin, por ejemplo, ha
desatado una feroz campaña en contra de la homosexualidad. Cada homosexual es,
o ha llegado a ser en Rusia, un potencial preso político.
Por supuesto, homosexuales y lesbianas no
constituyen ningún peligro para la seguridad interior del Estado. Eso lo sabe
Putin. Pero también sabe que al dictar normas acerca de como y donde se debe
amar, puede ejercer control sobre los espacios más íntimos de la sociedad: los
cuerpos humanos. Frente al poder de Putin, todos los ciudadanos están desnudos.
Es por eso qué, incluso las mujeres de los presos, cuando les es concedido el
permiso para visitar a sus cónyugues,
son desnudadas bajo el pretexto de buscar armas. El mensaje es claro: nadie
puede tener más derecho al cuerpo de ustedes que nosotros: los amos del poder.
Maduro, al igual que Erdogan y Putin, intenta
presentarse como amo de los destinos de los cuerpos ciudadanos. Así se explica
por qué usa a los presos políticos como rehenes. Como si el Estado fuera una
selva y él un jefe guerrillero de las FARC, libera de vez en cuando a algunos
presos políticos a cambio de concesiones destinadas a asegurar la continuidad
de su mandato. Para Maduro, los presos políticos -y por ende, sus familiares-
son simples objetos de canje.
Durante Chávez –quién dictaba sentencias
judiciales por televisión- un ministro dijo: “aquí no hay presos políticos;
aquí solo hay políticos presos”. Quería decir que los políticos presos estaban
detrás de las rejas por razones no políticas. Pero ingenioso no fue el
ministro. Para cada dictadura, los presos políticos solo son políticos presos.
Tuvo entonces razón Foucault al dejar
claramente establecido que el poder no es una noción abstracta. Los derechos
humanos son, efectivamente, derechos del cuerpo humano. No tuvo razón al no
haber sentado la diferencia entre un régimen dictatorial y uno democrático. En
este último, si bien las leyes son dictadas por cuerpos humanos, después de
haber sido inscritas en un libro se convierten en una valla destinada a
protegernos de los deseos de poder de los gobernantes. En palabras de
Aristóteles: “La ley es la inteligencia sin las ciegas pasiones” (La Política)
Bajo el dictado de la Constitución no somos ni
mejores ni peores. Pero al menos ajustamos nuestros deseos de poder dentro de
un marco que nos evita regresar a una condición natural donde reinan los seres
más brutales, aquellos que al ponerse a sí mismos por sobre la ley, terminan
situados fuera de ella. No sin razón algunos juristas denominan a la
Constitución como el cuerpo legal.
“En una democracia no puede haber presos
políticos”. La sentencia de Oscar Arias continúa siendo inapelable. En una
democracia solo pueden ir a prisión quienes han violado a la Constitución.