Quienes una vez accedimos a la vida política siguiendo las noticias que nos
llegaban de la Sierra Maestra, nos identificamos rápidamente con la guerrilla
de Fidel Castro. ¿Quién que no fuera un malvado podía apoyar a Batista? La
imagen mostrando a Cuba convertida en un burdel recorría al mundo. En Cuba
había nacido una revolución y cada uno de nosotros, ni siquiera ventiañeros,
proyectaba hacia la isla sus visiones de futuro.
Definitivamente, Cuba pasó a ser parte de diversas biografías. El rechazo
al comunismo soviético y la revelación pública de los crímenes cometidos por
Stalin, fueron hechos que impulsaron a no pocos jóvenes de mi generación a
buscar una salida política que no fuera la mediocre oferta de las derechas
tradicionales. El discurso del Che Guevara en Argelia afirmó nuestras
convicciones: era posible ser revolucionario sin ser comunista y
antiimperialista sin ser pro-soviético.
La idea de un socialismo latinoamericano parecía no ser solo una utopía. Si
a eso sumamos las imágenes que nos llegaban desde Vietnam, horrores como los de
la aldea My Lay, poblaciones completas padeciendo bajo el napalm, no parecía
haber otra alternativa más digna que la ofrecida por Cuba.
La primera fisura colectiva y profunda ocurrió en 1968 cuando Fidel Castro,
confirmando la primera gran capitulación de la revolución cubana, aplaudió la
invasión a Checoslovaquia. Peor aún: la aplaudió aceptando que esa había sido
una violación a la soberanía nacional de ese país.
Aún sin habernos distanciado públicamente nos repugnó la autocrítica
despiadada que obligaron hacer a Herberto Padilla. Después nos enteramos de la
vil persecución a que fue sometido Reynaldo Arenas. Las declaraciones de
Guillermo Cabrera Infante nos impactaron. Las persecuciones a los homosexuales
nos horrorizaron. El culto al paredón nos recordaba a nuestras lecturas sobre
la Francia de las guillotinas.
Los que habíamos sabido de los crímenes de Stalin comenzábamos a entender
lo que estaba sucediendo en la isla. Cuba dejó –no de un día a otro,
lentamente- de ser la esperanza, el horizonte, el futuro. Cuba, la Cuba de
Fidel, había roto con muchos de nosotros. El tiempo lo fue confirmando. Castro
no era un libertador. Era, o llegó a ser, un simple dictador latinoamericano en
una larga y siniestra galería de crueles dictadores.
Y sin embargo, dejo constancia, no me arrepiento de haber apoyado durante
un tiempo a la Cuba de Fidel. Y lo voy a explicar:
Con la misma pasión con la cual una vez seguí a Cuba, comencé a seguir
tiempo después a las revoluciones democráticas del Este europeo. Apoyé a
Solidarnosc y a Walesa y no temo afirmar que hasta me identifique con ellos.
Pero miremos a la Polonia de hoy. Un país gobernado por un autócrata rodeado de
curas fanáticos amenazando a los derechos humanos y a las libertades públicas.
A esas mismas libertades por las cuales los obreros de Danzig arriesgaron todo
en su lucha en contra de la dictadura comunista.
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, me identifiqué con la gesta
antiburocrática iniciada por Gorbachov en la URSS. Pero miremos a la Rusia de
hoy. Un imperio que amenaza a Europa, invade a Ucrania, comete genocidio en
Siria y bombardea a poblaciones indefensas en el Oriente Medio. ¿Debo
arrepentirme por haber apoyado a Gorbachov?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyé a la revolución
democrática de Hungría y a la Checoslovaquia de Havel. Hoy Hungría está
gobernada por un neo-dictador y la Checoslovaquia de Havel no existe. ¿Debo
arrepentirme por haber apoyado al nacimiento de la democracia en esos países?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba apoyé a las multitudes
disidentes de Dresden y Leipzig, reunidas en las plazas, todas gritando:
“Nosotros somos el pueblo”. ¿Debo arrepentirme por haberme sentido tan cerca de
esa gente solo porque hoy esa consigna es coreada por una chusma enloquecida de
racistas? ¿Los mismos que en las noches incendian los albergues donde residen
indefensos extranjeros?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, me pronuncié a favor de la
llamada “primavera árabe”. A ese mismo pobre mundo árabe que hoy aparece otra
vez envuelto en guerras fraticidas y pisoteado por nuevas dictaduras. ¿Debo
arrepentirme por haber cifrado algunas esperanzas en ellos?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyo hoy día a las fuerzas
democráticas de la nación venezolana en su larga lucha en contra de la
dictadura de Maduro ¿Deberé arrepentirme si después de la salida de Maduro esas
mismas fuerzas democráticas convierten a Venezuela en un lodazal de
corrupciones?
No voy a repetir la letra de la canción de Edith Piaf. Pero tampoco me daré
golpes en el pecho. No. No me arrepiento de nada.
Con el correr indetenible de los años, he llegado a la conclusión de que uno
–al menos en política- no debe identificarse con nada ni con nadie para siempre.
Que el “para siempre” no forma parte de la condición humana. Que la historia
política está formada por momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de
absoluta oscuridad. Y así como hay algunos que nos permiten vislumbrar al
infierno, hay otros que nos muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos
llegar a ser mejor de lo que somos.
Antes de escribir estas líneas he estado mirando con detención una foto.
Fue tomada el 01 de Enero de 1959: Los muchachos de la Sierra Maestra hacen su
entrada triunfal en La Habana con Fidel a la cabeza. No, no fue un error
haberme sentido muy cerca de ellos. El error habría sido seguirlos “hasta la
victoria siempre”. Y eso, en política, nunca hay que hacerlo con nadie. Con
nadie.