Tanto en la
politología como en la política existe la creencia relativa a que ocupar
posiciones de centro es algo parecido a asumir una actitud intermedia,
acomodaticia y conciliante con los extremos. La verdad, se trata de todo lo contrario. No hay nada más antagónico a los extremos que el centro.
Puede ser que en
naciones en las cuales todavía predomina la clásica dicotomía izquierda –
derecha, el centro sea de verdad un centro geométrico. Mas, con el histórico
declive de esa dicotomía, el concepto de centro ha ido perdiendo su
significación originaria.
Efectivamente, el
centro en la política no está en el medio. Incluso allí donde rigen los
esquemas políticos heredados de la distribución de asientos en la Asamblea
Nacional durante la gran Revolución Francesa de 1789, el centro tiene que ver
más bien con la centralidad de la política. ¿Será necesario explicar lo dicho?
Veamos:
Lo contrario de
centralidad es descentralidad. Por
ejemplo, en la vida cotidiana cuando nos referimos a personas descentradas
aludimos a las que no poseen o han perdido la capacidad de discernir (entre lo
bueno o lo malo, o lo justo y lo injusto)
Y bien: en la
historia moderna también hay ocasiones en las cuales gran parte de sus actores
no tienen o han perdido su capacidad de discernimiento. En estos casos la
política es sustituida por un campo de proyección formado por pasiones
incontroladas, por emociones inconfesas, por odios y amores que escapan desde
la intimidad de los dormitorios hacia el espacio de lo público. En estas
situaciones podemos hablar perfectamente de sociedades o naciones descentradas.
La tarea que allí se impone es devolver a la nación la centralidad perdida.
La centralidad
política -es necesario reiterar- no es
un lugar situado en algún punto intermedio de un determinado contexto nacional.
Por el contrario, es el espacio en donde precisamente se construye la
comunicación política como medio de confrontación entre dos o más partes
(partidos).
La centralidad
supone restaurar la palabra polémica como medio de confrontación en un marco
signado por múltiples antagonismos. En ese sentido, y aunque parezca
paradójico, la centralidad puede llegar a ser muy radical. A diferencias de la
posición extrema, de por sí maniquea, la centralidad impone activar los
dispositivos de la reflexión en función de una polémica persistente en contra
de ambos extremos.
Para volver al
ejemplo anterior, si hablamos de una persona descentrada, es porque la
instancia del Yo ha sido sobrepasada por fuerzas que vienen del mundo de las
pasiones lo que obliga a esa persona a mantener a raya el acoso pasional
movilizando a un Sobre-Yo moral, religioso o ideológico. Es por eso que Freud se refería al Sobre-Yo
no como a “otro Yo”, sino como a un Yo rígido, represivo y en algunos casos
dictatorial.
Las analogías que
hacía Freud entre el por él llamado “aparato psíquico” y la práctica política
son evidentes. En el mundo de la
política, no el Yo, sino un Nosotros deliberativo suele sucumbir bajo la
dictadura implacable de un Sobre- Nosotros hiper-ideológico organizado en la
instancia máxima del poder: el Estado.
Cada dictadura o
régimen autoritario puede ser entonces concebido como representación de una
“sobre-nosotridad”, es decir, como un proyecto destinado a clausurar el embate
de las pasiones pero también el espacio de la reflexión colectiva. Y ese
espacio no es otro sino el de la política socialmente articulada.
No obstante, a
diferencia de las alteraciones psíquicas en las cuales tiene lugar una relación
antagónica entre el mundo de las pasiones y el Sobre-Yo moral, en las
alteraciones políticas caracterizadas por la existencia de regímenes
autoritarios tiene lugar una alianza
entre el poder sobre-nosótrico con las pasiones más irracionales que
provienen desde un orden social desarticulado.
La tarea del
nosotros-democrático (centralidad política) no puede ser otra sino batirse en
contra de dos irracionalidades: la que viene del poder establecido y la que
proviene de las pasiones desbocadas incluyendo las de aquellos que, aún siendo
declarados enemigos de una dictadura, han incorporado a su discurso la lógica del discurso dictatorial.
En verdad, no hay
nada más incómodo en los procesos históricos que llevan a la recuperación de la
democracia que situarse en una posición centrista. Sin embargo, es la única
opción política. Es por eso que los grandes políticos de la historia han sido
en su gran mayoría, centristas. Entre otros, Gandhi, Havel, Walesa, Mandela.
Los cuatro fueron perseguidos por el poder establecido. Los cuatro, al comienzo
de sus luchas, estuvieron aislados de las grandes masas. Los cuatro fueron
furiosamente atacados por los extremistas, sobre todo por los que actuaban en
sus propias filas.
Digamos ahora lo
mismo pero de un modo más taxativo. Sin centralidad no hay política. La
centralidad en la política es la política.
Recuperar la
centralidad significa recuperar el sentido deliberativo y dialogante de la
política. Así entendemos por qué Hannah Arendt afirmó que el sentido de la
política es la lucha por la libertad. Si seguimos esa premisa, podremos
entender por qué la relación semántica entre los conceptos liberación y
de-liberación no es puramente casual. La deliberación es la liberación de la política por medio de las palabras bien pensadas.
La libertad llega
siempre por el centro (el lugar de la de-liberación), jamás por los extremos.