Sin la Justicia
¿Qué serían en realidad los reinos sino bandas de ladrones?, ¿y qué son las
bandas de ladrones si no pequeños reinos? (San Agustín, La Ciudad de Dios, lV.
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Ya
terminaron los tiempos en los cuales anarquistas y comunistas, herederos del
anticlericalismo jacobino, cantábamos a viva voz: “Con bomba en mano, al
Vaticano”. Hoy la mayoría de los presidentes, incluyendo a los de izquierda,
mejor dicho, sobre todo los de izquierda, han descubierto su devoción papal.
Prácticamente no hay semana en la que un presidente no viaje al Vaticano a
besar o estrechar las manos del Papa Francisco.
Si
Obama lo visita, ya se sabía que Putin, el santo de Crimea, iba a saludar con
unción al Papa. Si Evo Morales, materialista dialéctico indígena viajaba a
solicitar su mediación para que “el imperio chileno” le devuelva el mar, ya se
sabía que Bachelet, La Agnóstica, iba a correr para instruir al Santo Padre
sobre los tratados que impiden el acceso de Bolivia al Pacífico. Si Raúl fue a
agradecer al Papa su mediación por el levantamiento del embargo, ya se sabía
que en la cola se iban a poner todos los fieles del Socialismo del Siglo XXl. Y
si Maduro -quien odia al prójimo más que a sí mismo- no asistió una vez, fue por
causa de una otitis crónica, la misma que le impide oír las voces de su pueblo.
Ningún
presidente ha sido, por cierto, tan papista como Cristina. Ya no le basta con
ser peronista, kirschnerista, maradonista y, sobre todo, cristinista. Ahora
quiere ser francisquista. Un verdadero acoso.
La
izquierda, sobre todo la latinoamericana, al igual que los musulmanes, ha
descubierto el ritual del peregrinaje. Pero no a La Meca sino al Vaticano.
¿Qué
buscan los presidentes en La Iglesia, institución que si bien está en este
mundo, predica un mensaje que no es de este mundo? La respuesta parece ser muy
obvia: legitimidad.
Pero
no se trata de la legitimidad que proviene de la legalidad –teóricamente la
tienen- sino de una que está por sobre toda Ley. Se trata de la legitimidad de
Dios de la cual, dicen, el Papa es representante sobre la tierra. Es decir, los
presidentes van en busca de la legitimidad de un carisma que no tienen pues si
lo tuvieran no lo buscarían. Eso significa que la dominación legal que ejercen
en sus respectivos países no les basta.
Fue
Max Weber quien con su reconocida precisión distinguió tres tipos de dominación
legítima. La de la legalidad, la de la tradición y la del carisma. Esta última
es la del Papa: representación temporal de un poder intemporal situado por
sobre todo poder temporal. Un poder que, como descubrió Stalin (“¿Cuántas
divisiones tiene el Papa?”) no se basa en las armas pero sí puede ser más
poderoso que todos los ejércitos del mundo.
De
tal modo, cuando los presidentes se fotografían junto al Papa, imaginan que
muestran al público la prueba del reconocimiento del poder legal por un poder
espiritual. Entonces no nos engañemos. Si viajan al Vaticano no es para rezar:
solo van en busca de más poder. Al fin y al cabo son políticos y la política,
así la definió el mismo Weber, es, antes que nada, lucha por el poder.
¿Quiere
decir entonces que la Santa Iglesia está siendo utilizada “por una banda de
ladrones” como dijo una vez San Agustín? No necesariamente. La Iglesia, no lo
olvidemos, aunque en términos teológicos está situada hacia “el tiempo que
viene” (San Pablo), es un poder temporal. En ese tiempo, el del “ahora y aquí”,
la Iglesia debe sostener el poder de Dios, mas no ante Dios sino ante los
hombres. Pero para eso necesita ser reconocida no por Dios sino por los
hombres. De tal modo, cuando el Papa recibe a tantos mandatarios, algunos muy
lejos de Dios y otros muy cerca del diablo, obtiene de ellos lo que necesita:
el reconocimiento del poder intemporal por el temporal.
Evidentemente,
se trata de un doble juego y, por lo mismo, peligroso. No obstante, seamos
sinceros: ¿no es ese el juego que ha venido haciendo la Iglesia desde los
momentos en los cuales fue fundada no por Dios sino por los hombres?
Al
fin y al cabo, si bien no para Jesús, para el papado reza la siguiente
sentencia: “Al César lo que es del César y al Papa lo que es del Papa”.