23.03.2015
Un problema al parecer insalvable de las teorías
políticas reside en el hecho de que por lo común son elaboradas para sujetos
históricos definidos de acuerdo a la propia teoría. Tomemos como ejemplo a las
teorías marxistas y veremos como sus sujetos actúan de acuerdo a
determinaciones de clase teóricamente diseñadas.
O también, piénsese en las teorías liberales construidas sobre la base de
supuestos individuos autónomos en condiciones de discernir claramente sobre sus
intereses políticos.
Las teorías modernas no van a la zaga. Las construcciones
habermasianas, por ejemplo, parten de la premisa de que la llamada sociedad
está constituida por seres racionales en condición de establecer relaciones
comunicativas las que deberán conducir –nadie sabe como- a la articulación
discursiva de un orden democrático.
Quizás la única excepción está representada por algunos
alcances teóricos de Ernesto Laclau quien al recurrir a Lacan pudo observar
como las demandas sociales han de ser descifradas en el espacio difuso y opaco
de las representaciones simbólicas. Pero, lamentablemente, también en Laclau
los actores sociales son deducidos desde la lógica de una teoría sustentada por
un futuro “estratégicamente” condicionado.
Podría entonces afirmarse que la mayoría de las teorías
políticas han sido hechas para seres humanos “normales”, es decir, para un
“homo politicus” ideal.
No obstante, una simple mirada a los lugares marcados por
confrontaciones políticas, mostrará como ese ser humano “normal”, deducido de
la racionalidad de una teoría (todas las teorías son racionales) dista de ser
la regla. Más bien es la excepción.
Dicho más claramente: la llamada sociedad está formada por
personas que padecen de horrorosos miedos a morir. Por lo mismo, todo análisis
político debe tratar con seres imprevisibles, paranoicos, histéricos, adictos,
deseantes, megalómanos, sicóticos o simplemente neuróticos. Esa es, nos guste o
no, “la madera carcomida” –expresión de Kant- sobre la cual han de carpinterear
quienes intentan explicar las conductas ciudadanas.
En términos psicoanalíticos, la materia de toda
infraestructura humana está formada por ocultas pasiones. ¿Bajas pasiones?
Exactamente. Pero no porque sean bajas sino porque están “abajo”, aguardando el
momento de aparecer en la superficie, disfrazadas de lógicos intereses y
sublimes ideales. En ese sentido, todas las pasiones son “bajas”.
No fue un político, fue un economista, A. O. Hirschman,
quien en su libro The Passions and the Interests pudo percibir como los
intereses económicos racionales son, en muchos casos, simples pasiones
revestidas (sublimadas, en lenguaje freudiano). Por lo mismo, aún convertidas
en intereses, las pasiones no desaparecen. Suele suceder más bien lo contrario:
los intereses racionales se convierten según Hirschman, en súbditos del imperio
de las pasiones.
Extrapolando hacia lo político la tesis de Hirschman,
podemos observar como, más aún que la economía, la política es un espacio
proyectivo, no tanto de intereses, sino de pasiones mal disimuladas. Ahí reside
el trasfondo patológico de muchas representaciones políticas. Por ese motivo
algunos analistas de la política sostenemos que, aunque parezca paradoja, el
análisis de lo político no se agota en lo político. Hay que recurrir a otras
fuentes. Entre ellas, a las psicoanalíticas.
Ahora, desde una perspectiva inversa, la práctica
política podría cumplir bajo ciertas condiciones una función terapéutica. Lo
dicho se explica si consideramos que la política al ser actividad pública es
también un espacio de ex -presión (liberación de presiones). Las re-presiones
en cambio, cumplen el objetivo de impedir que las presiones salgan hacia fuera.
No existe por lo mismo la represión política. Toda represión es anti- política.
Por otra parte, la política es una zona de conflicto.
Allí los unos se enfrentan con los otros a través del uso de la palabra escrita
u oral. En cierto modo, más que en los consultorios, la palabra debatida puede
cumplir en la política una función liberadora, pero siempre y cuando esta no se
convierta en un medio de agresión. Esa es la razón por la cual tanto las
prácticas políticas como las clínicas requieren de cierta supervisión. Dicha
función suele estar encargada en la política a la gobernancia. La tarea
principal de una gobernancia, por lo tanto, no es incentivar, tampoco anular o
disminuir el conflicto, pero sí, supervisarlo
De modo más preciso: entendemos por gobernancia no solo
al gobernante sino al conjunto de personas e instituciones destinadas a regular
la lucha política. Es por eso que la gobernancia, al no tomar parte por ningún
bando en conflicto es la menos política de todas las tareas políticas. Pero sin
gobernancia la política carecería de supervisión y las pasiones se revelarían
en toda su desnudez como ocurre en los regímenes antipolíticos. En otras
palabras, así como hay personas que no se saben gobernar a sí mismas, hay
naciones sin, o con precaria gobernancia.
La gobernancia representa teóricamente al conjunto de la
ciudadanía. Luego, si la gobernancia sólo atiende a una de las partes del
conflicto o monopoliza todos los poderes en la persona de un gobernante, las ex
-presiones ciudadanas dejan de pertenecer a la lucha política para
transformarse en lucha por la política, o lo que es lo mismo, en una lucha
por la recuperación de los escenarios de la política. En ese sentido las luchas
democráticas no persiguen el desgobierno sino todo lo contrario: una mejor
gobernabilidad. Las protestas sociales son en ese sentido más conservadoras de
lo que se piensa. Buscan, antes que nada, “poner orden”.
Fue el Papa Benedicto XVl quien al referirse a los
excesos cometidos por la Iglesia en los tiempos de la Inquisición, nos habló de
las patologías de la religión. Al escucharlo no pude sino recordar el cuadro de
Goya: “El sueño de la razón (también) produce monstruos”. Pues en los dos
casos, el de la religión y el de la razón, las patologías latentes en la
condición humana logran apoderarse de instancias sublimes de la vida. Mucho más
en la vida política la que al ser esencialmente conflictiva estará siempre
expuesta a los embates de las pasiones más primarias. Es cierto que al final
siempre ha terminado por imponerse la cordura. Pero los regueros de sangre que
dejan detrás de sí esas luchas, no son para rememorar.
Hasta ahora no tenemos ninguna prueba de que las
patologías sean solo fenómenos individuales. Al contrario, todo nos muestra
cuan fácilmente logran adquirir dimensiones colectivas. Más grave aún si la
gobernancia ya ha sido “contagiada” (transferida).
Pero lo peor ocurre al revés, a saber, cuando una
gobernancia enloquecida “contagia” –o transfiere- su patología a toda una
nación. En ese caso extremo la patología política podría llegar a convertirse
en un trauma de profundas dimensiones históricas. Hay efectivamente naciones
que no pueden apartar la vista de un pasado que nunca termina definitivamente
de pasar.