El presente artículo se basa en dos tesis.
1. La desunión y no la unidad es condición elemental de la
política
2. La unidad en la política moderna es antes que nada una
unidad electoral.
De acuerdo a la primera tesis hemos de tener en cuenta
que la política surgió precisamente como una forma destinada a marcar
diferencias entre bandos, sin recurrir a las armas.
La política en sentido histórico es –invirtiendo la
famosa fórmula de Clausewitz- la continuación de la guerra por otros medios.
Sin diferencias y des-uniones, no hay política. La política, por lo tanto, ha
de tener lugar sobre un campo dividido e incluso fragmentado.
La unidad en la política surge frente a la necesidad de
dirimir diferencias con un enemigo al cual no podemos derrotar con nuestras
propias fuerzas (números, medios, dinero). Frente a ese enemigo buscamos
unirnos con otras fuerzas diferentes a nosotros y para eso deponemos, aunque
sea por un breve plazo, las diferencias, para lo cual se requiere de que esas
diferencias existan. La unidad, no hay otra posibilidad, es hija de la
desunión.
Para recurrir a una ya antigua opinión de Michael Walzer,
hacer política supone dominar dos artes: El arte de unir y el arte de separar.
Hay momentos de unidad, pero a la vez hay otros de separación. No separarse a
tiempo puede ser tan fatal como no unirse a tiempo (y no solo en la política)
Hemos de convenir en que cuando hablamos de política nos
referimos a la política moderna, vale decir, a aquella que tiene lugar no solo
en un espacio político, sino en uno político-republicano.
Una república presupone antes que nada, de una
constitución, es decir de un orden reglamentado por un derecho público. La
democracia en cambio, presupone, si no de un gobierno del pueblo, de un pueblo
soberano. Las repúblicas que solo garantizan elecciones sin posibilidad de que
el pueblo ejerza soberanía (incluyendo por supuesto a la oposición) no pueden
ser llamadas, en sentido estricto, democracias. En ellas pueden tener lugar
luchas por la democracia (en las ex repúblicas soviéticas, por ejemplo) pero
eso es algo diferente.
La soberanía del pueblo no supone su infalibilidad. Lo
pueblos se equivocan tanto como sus políticos. Esa es la razón por la cual,
Immanuel Kant, siguiendo a Aristóteles, se pronunció a favor de la forma
republicana en contra de la forma democrática de gobierno. No le faltaron
motivos. El espectáculo que ante sus alemanes ojos brindaba la naciente
democracia de los franceses, era más que deplorable.
No obstante, la democracia no puede existir con
prescindencia de un orden republicano. A la inversa, una república no requiere
de un orden democrático. Si miramos el mapamundi podemos comprobar que en
nuestro planeta predomina la forma republicana de gobierno por sobre la republicana-democrática.
Ahora bien, en el marco de las luchas democráticas al
interior de una república, derrotar a un enemigo implica acumular más poder que
el del enemigo. Ese poder, si no estamos hablando del poder de las armas -por
definición, ajeno a la política- solo puede ser numérico. Por lo tanto, si
nosotros somos más, tendremos más poder político que el enemigo (Hannah
Arendt). De ahí que el objetivo de toda lucha democrática es alcanzar la
mayoría frente a un enemigo común.
El poder político es también matemático. Quien va a la
política a dejar testimonio histórico o a buscar gloria o fama, está muy
equivocado. Podrá en determinadas ocasiones ser un mártir; incluso un mesías,
pero no un político. El objetivo de toda política es sumar y eso significa
restar fuerzas al enemigo. Quien no sabe sumar debe ir a la escuela, no a la
política.
La unidad política solo puede tener lugar entre quienes
buscan una mayoría. Quienes no tienen vocación de mayoría no solo pueden,
tampoco deben formar parte de un bloque unitario. La unidad –esa es la idea-
nunca puede ser un fin en sí. No existe la unidad por la unidad. La conclusión
es drástica: Hay que alejarse lo más rápido posible de quienes están en contra
de la unidad política. Eso quiere decir que hay veces en las cuales la
matemática política debe ser aplicada en sentido inverso. Bajo determinadas
condiciones, más puede ser menos y menos puede ser más. Una unidad con los que
no están de acuerdo con la lucha por la mayoría, no es sumatoria, luego tampoco
puede haber unidad con ellos.
Ahora bien, la mayoría –si es que no queremos delegar el
poder político a las encuestas- solo puede ser medida en términos electorales.
La unidad política es y será siempre electoral. Y con esa afirmación entramos a
explicar el sentido de la segunda tesis.
Convendrá aclarar que la unidad en la política no es lo
mismo que un acuerdo puntual entre grupos y partidos diferentes. La izquierda y
la derecha en una determinada nación –hay muchos ejemplos- pueden unirse para
votar juntos en contra o a favor de una ley y al día siguiente continuar
luchando entre sí. Eso no es unidad, es solo un acuerdo. Pero si la derecha y
la izquierda se unen para impedir que un enemigo (supongamos, un fascista)
acceda al poder, podemos sí hablar de una unidad de los contrarios (fue el caso
de los Frentes Populares europeos durante los años treinta)
¿Cómo analizar situaciones en las cuales no hay
elecciones o las elecciones son una farsa? En ese punto se hace necesaria una
aclaración: Hay, efectivamente, dos tipos de unidad. La unidad electoral y la
unidad insurreccional. La primera, ha
de reiterarse, no puede prescindir de la mayoría. La segunda, en cambio, sí.
Eso quiere decir, mientras la unidad electoral es política y no militar, la
unidad insurreccional es más militar que política, pues supone el derrocamiento
de un gobierno no por una mayoría, sino por un acto de fuerza. Sin embargo, hay
ejemplos históricos que han verificado la posibilidad de derrotar a regímenes
que controlan todo el aparato electoral. En ese caso podríamos hablar,
estirando los términos, de auténticas insurrecciones electorales.[1]
La insurrección (no electoral) pertenece más al arte de
la guerra que al de la política. Por esa razón, un llamado insurreccional solo
es posible sobre la base de la existencia de una fuerza militar propia
(ejército paralelo) o sobre la base de una división pre-existente del ejército
oficial. Llamar a una insurrección en contra de un régimen que no ha anulado
las elecciones como vía política y sin tener la dotación militar mínima para
tomar el poder, es una locura que se paga muy caro.[2]
No obstante, si las insurrecciones no son en sí un acto
democrático, su objetivo sí puede serlo. Más todavía, las insurrecciones más
exitosas de nuestro tiempo han sido aquellas en las cuales sus actores han
incluido en su agenda la promesa de un orden democrático, orden al cual
pertenecen, por definición, las elecciones. O dicho de modo más exacto: las
insurrecciones, no siendo en sí democráticas, pueden crear las condiciones de
un orden en donde los diversos bandos se alinean políticamente para luchar por
la mayoría.[3] Las
insurrecciones, en determinados momentos, pueden llegar a ser hechos
para-democráticos y, por eso mismo, para-electorales.
Lo importante, en cualquier caso, es que la unidad
política está cruzada de punta a cabo por la perspectiva electoral. Si no hay
elecciones, no hay unidad política. ¿Para qué?
La unidad puede ser post- o pre-electoral. Nunca anti- o
no-electoral. Es pre-electoral cuando diversas fuerzas convergen con el
objetivo de alcanzar la mayoría frente a un enemigo común. Es post-electoral
cuando son formados gobiernos de coalición entre dos o más partidos con el
objetivo de asegurar la gobernación del país. Las primeras priman en los
sistemas presidencialistas. Las segundas en los parlamentaristas. En ambos
casos, el factor que define a la unidad es una elección, sea antes o después de
ella.
Así podemos explicarnos por qué los más destacados líderes políticos de nuestro tiempo han sido
excelentes candidatos. En la democracia moderna la diferencia entre líder y
candidato es cada vez menor. En América Latina, la mayoría de los líderes
políticos –desde Perón a Mujica, pasando por Betancourt, Allende, Lagos, Lula,
Arias, Chávez, Uribe, Santos, Capriles, y otros- han sido grandes candidatos.
La ligazón entre liderazgo y candidatura es muy
importante. Será tematizada en un próximo artículo.
[1] No
me referiré nuevamente al ya mítico plebiscito chileno de 1988 que unió a todas
las fuerzas democráticas de la nación en un “No” contra una dictadura que
controlaba todas las instancias electorales. Hay otros casos. Uno de los más
notables y menos citados fue el triunfo electoral de Vicente Fox el año 2000
cuya coalición puso fin a la dominación del PRI, partido-estado que regía los
destinos de México desde 1929 y controlaba a todo el aparato electoral. Junto a
Fox y su “Alianza para el Cambio” se unieron partidos como el PAN, el Partido
Verde y el Partido Auténtico de la Revolución.
[2] Esa
fue la gran locura de los grupos insurreccionales latinoamericanos de los años
sesenta y setenta de América Latina como Los Tupamaros, los Montoneros, El ERP,
el MIR, la ultraizquierda del PS chileno, y otros. En algunos casos se
levantaron en contra de democracias plenamente constituidas (Chile, Uruguay).
Todos fueron apoyados desde Cuba.
[3] Prácticamente
no ha habido insurrección victoriosa sin una promesa democrática, incluyendo
las elecciones. El mismo Fidel Castro de “La Historia me absolverá” edificó un
programa post-dictatorial que
contemplaba en primera línea la celebración de elecciones libres. Que Fidel
Castro se haya traicionado a sí mismo, y con eso a toda su nación, es otro
tema.