Søren Kierkegaard afirmó en
términos absolutos que pensar en Jesús es compartir su inmortalidad. La muerte
de Cristo, en la visión de Kierkegaard, es un regreso a la inmortalidad de
donde venimos: la de Dios. Es la inmortalidad eterna. Pero hay un tipo
de inmortalidad no-eterna en la cual no pensó Kierkegaard, aunque sí la
pensó, Kant. Es la que yace encerrada en el concepto de perpetuidad.
En algunos idiomas, creo que en el de Kierkegaard
también, la diferencia entre perpetuidad y eternidad no existe. Afortunadamente
existe en el idioma español. Cuando Immanuel Kant publicó su famoso opúsculo Zum
ewigen Frieden (Hacia la paz eterna) los traductores hispanos le dieron el
título de Paz perpetua. Tuvieron razón: Kant en sentido estricto se
refería a la perpetuidad y no a la eternidad de la paz.
La diferencia no es sutil: Un malhechor puede ser
condenado a cadena perpetua, pero no a cadena eterna. La diferencia es que la
eternidad traspasa a nuestro tiempo, el mortal, llevándonos hacia el tiempo de
todos los tiempos (el eterno). La perpetuidad, en cambio, es la inmortalidad en
el espacio de un solo tiempo. O dicho así: la eternidad es metafísica y la
perpetuidad es física. O mejor: la eternidad es absoluta, la perpetuidad es
relativa. Una piedra podrá ser perpetua pero nunca será eterna. Ahora bien, lo
que tantos persiguen, creyendo que es la eternidad, es solo una inmortalidad de
tercera categoría. A esa inmortalidad la llamamos posteridad.
A diferencia de la eternidad, la posteridad solo
trasciende el tiempo humano. Y a diferencia de la perpetuidad, está destinada a
mantenerse solo en una de sus dimensiones, la histórica. De tal modo, cuando
alguien pasa a la historia no podemos decir, pasó a la eternidad o a la
perpetuidad, pero sí decimos, pasó a la posteridad.
En la eternidad, a diferencias de la posteridad, no hay
ningún lugar para el recuerdo, pues allí no existe el pasado. En la perpetuidad
tampoco ya que el tiempo perpetuo es, a partir de un momento, inamovible
(pienso en las momias egipcias y soviéticas). En la posteridad, en cambio,
pasamos a vivir en y del recuerdo. La posteridad depende de quienes nos recordarán.
Ahora, buscar la inmortalidad eterna en Dios requiere de
un inicio espiritual. Buscar la perpetuidad más allá de los tiempos es algo materialmente imposible. Buscar la posteridad es algo más
comprensible. Para muchos, pasar al olvido es casi una segunda muerte. Los
escritores, artistas en general, quieren dejar una huella de lo que hicieron
durante su estadía en este mundo. El problema ocurre cuando entramos a buscar
la posteridad más allá de la religión y de la cultura. Me refiero
explícitamente a quienes la buscan en la política.
Nos encontramos aquí frente una paradoja: Si hay algo que
no es inmortal, es la política. La política vive de lo perecedero, de lo
radicalmente mortal. Y sin embargo, si hay una actividad en la cual los humanos
buscan inmortalidad, esa es la política. ¿Cómo explicar tamaña paradoja?
Creo haber descubierto tres razones. 1. La política es la
continuación de la guerra. 2. La política es cosa pública. 3. A través de la
política se hace historia.
De acuerdo a la primera razón, la política, como tanto se
ha dicho, es guerra sin armas y como en toda guerra el objetivo es derrotar a
un enemigo. Durante la guerra militar el enemigo es derrotado en cruentas
batallas y los vencedores adquieren la categoría de héroes. En la guerra
política no hay héroes, pero sí hay quienes insisten en otorgar a la política
un sentido épico a fin de traspasar como grandes vencedores el umbral que los
llevará a la posteridad.
De acuerdo a la segunda razón, la política en tanto actividad
pública, requiere de escenarios. Razón por la cual la actuación de un político
ha sido comparada muchas veces con la de los actores. Tanto unos como otros son
adictos a la fama y a los aplausos. El político de profesión es, incluso debe
ser, un gran exhibicionista, defecto despreciable que en la política se
convierte en virtud.
De acuerdo a la tercera razón, resulta evidente que
algunos políticos intentan “hacer historia”, deseo que surge de una base real:
la gran mayoría de los acontecimientos históricos son de carácter político. El
político entonces, al convertirse en el personaje principal de un
acontecimiento, imagina –como el Fidel Castro de “la historia me absolverá”-
haber conquistado el tiempo de la historia. A veces lo consigue.
No obstante, no siempre los políticos pasan a la
posteridad por sus acciones positivas. Un gran criminal, no solo en política,
también puede alcanzar la posteridad. En ese sentido podríamos hablar de una
posteridad trascendente y de otra transgresiva. Distinción importante pues no
pocas veces los políticos han confundido a la una con la otra. Hitler y Stalin,
por ejemplo. Los dos asesinos más grandes de la modernidad imaginaron
trascender a todos los tiempos. Para lograrlo transgredieron a todo lo bueno,
justo, y bello que hay en esta tierra. Evitaron el olvido, pero a cuenta del
desprecio y del asco. Los transgresores –esa es la deducción- no son
trascendentes.
No deja de ser interesante observar como políticos que
nunca han intentado trascender, han llegado a ser trascendentes. Quisiera en
este punto destacar a dos que hicieron historia justamente porque se negaron a
trascender. Uno fue Lech Walesa. El otro fue Nelson Mandela.
Cuando se produjo el golpe del general Jaruzelsky (1981), Solidarnosc, el movimiento de Walesa, era mayoría absoluta. Gran parte de sus
partidarios salió a las calles a manifestar su rechazo a los militares. Sin
embargo, Walesa se opuso a toda acción que desembocara en la violencia. El líder
de Danzig fue insultado por sus propios amigos, tildado de traidor y cobarde e
incluso de vendido al imperio soviético. Pero Walesa no dio el paso que habría
convertido a Varsovia en un torrente de sangre, como ya había sucedido en
Budapest el año 1956. Y bien; justamente por eso se convirtió en una de las figuras más
trascendentes de la historia polaca.
Del mismo modo, cuando de Klerk tomó contacto con Mandela
(1990), no pocos compañeros de Madiba interpretaron ese paso como una señal de
debilidad. En cierto modo lo era. Pero Mandela, en contra de
fracciones armadas de su movimiento, vio en de Klerk la posibilidad de una
salida política y mandó a detener todo tipo de acción violenta. Los barrios
marginales se llenaron de panfletos de grupos radicales denunciando “la
traición” de Mandela.
Si Walesa o Mandela hubieran elegido a la política como
un escenario destinado a demostrar gestas trascendentes, habrían llevado a cabo terribles actos de trasgresión. Pero justamente porque ambos renunciaron a
trascender, trascendieron. Con sus ejemplos demostraron que en la historia los
caminos que aparecen como los más largos suelen ser los más cortos.