Cuando la revista Perspectiva, del Instituto de Ciencia Política Hernán Echeverría Olózaga de Colombia me solicitó
un artículo bajo el título ¿Cómo evitar que los
Hitlers ganen en las urnas?, lo primero que pensé fue poner como condición un cambio
de título. La sola idea de que Hitler pudiera regresar era y es para mí una
distopía difícil de aceptar.
Una segunda vuelta de tuerca me hizo observar que el
título no tenía un sentido literal. El ascenso de Hitler puede ser también
utilizado como símbolo representativo de todos los gobernantes que utilizando
instituciones republicanas han accedido al gobierno con el objetivo de
desmontar la democracia y en su lugar establecer una dictadura, una autocracia
o algo similar.
Es importante agregar que el ascenso de Hitler al poder
no solo sirve para caracterizar un signo del fascismo. Esa misma “táctica” ha
sido asumida, y no en pocas ocasiones, por grupos y partidos que se
autodenominan socialistas, algunos de los cuales todavía entienden a la
“democracia burguesa” como una simple
superestructura del capitalismo. Es historia muy conocida, sobre todo en
América Latina. No insistiremos aquí sobre ella. Valga solamente mencionar que
la táctica hitleriana de acceso electoral al poder fue compartida en su tiempo
por el KPD (Partido Comunista Alemán).
Más urgente es apuntar al hecho de que cada vez es mayor
el número de naciones en las cuales grupos antidemocráticos alcanzan el poder
por medio de comicios electorales. Los hay en el Este de Europa, en Eurasia, en
casi toda África y por supuesto, en países latinoamericanos.
¿Cómo impedir que los Hitlers lleguen al poder sin
destruir la democracia? Esa es la pregunta y a la vez el tema. La respuesta no
es fácil.
Antes de atender al problema de la prevención política,
será necesario destacar que muchas naciones en las cuales ha sido impuesta una
dictadura mediante vías democráticas tienen como punto común denominador el
hecho de que las instituciones democráticas coexisten con tradiciones y hábitos
no democráticos. Para que se entienda mejor, no me refiero tanto al
subdesarrollo económico como al político. Con ello quiero decir que los bajos
niveles de conciencia democrática no están necesariamente determinados por un mayor
grado de pobreza o de riqueza.
El mismo ascenso de Hitler –no lo olvidemos- ocurrió en
una de las naciones económicamente más avanzadas de su tiempo. No obstante, en
lo que se refiere a su cultura política, la Alemania de las tres primeras
décadas del siglo XX era, como otras en Europa, una nación estatista,
militarista y autoritaria, de tal modo que muchos de los temas que levantó
Hitler (antisemitismo, militarismo, caudillismo) no los inventó Hitler.
Formaban parte de la “ideología alemana” y, en muchos casos, europea. En cierto
modo el nazismo fue un fenómeno europeo ocurrido en territorio alemán.
La democracia es de por sí una construcción frágil. Mucho
más frágil si las instituciones democráticas no tienen raíces en la conciencia
ciudadana. Podríamos hablar así de democracias sin demócratas. Son muchas más
de las que a primera vista uno puede imaginar. Basta mirar el mapamundi. El
ciudadano en el sentido kantiano del término, ese que no necesita mirar la
carta constitucional para actuar pues la lleva inscrita en su propio corazón,
es una especie muy rara de encontrar. Aún en nuestros tiempos.
Así y todo llama la atención el hecho de que los partidos
de centro y centro derecha de Alemania hubieran pensado que Hitler y su partido
Nacional Socialista podían ser parte de coaliciones democráticas. La ingenuidad
del presidente von Hindenburg y de las fuerzas republicanas y monárquicas que
lo apoyaban fue en ese sentido espeluznante.
Cierto es que entre 1930 y 1932 Hitler moderó su lenguaje
hasta el punto de que las alas más radicales del nazismo lo bautizaron como
“Adolf, el legal”. Pero pese a sus continuos juramentos a la Constitución,
nunca desdijo su rabioso antisemitismo, jamás ocultó sus objetivos guerreristas
ni su admiración por Mussolini (tan parecida a la que sienten hoy algunos
gobernantes latinoamericanos por los hermanos Castro). Tampoco criticó su
participación en el golpe de Munich (1923) y por si fuera poco, todo su
programa había sido ya publicado en Mein Kampf, escrito en 1924, en
prisión. En otras palabras, Hitler no engañó a nadie. De tal modo que la
ilusión de von Hindenburg, Bruning, von Papen, y tantos otros, relativa a que
la política domesticaría a Hitler, apenas ocultaba el deseo de restaurar los
principios de la monarquía absoluta, pero con un Führer en lugar de un monarca.
No obstante, los grandes errores del centro y de la
derecha política alemana fueron muy poco comparados con los cometidos por
socialdemócratas y comunistas. A fin de sintetizar, dichos errores pueden ser
divididos en dos grupos: El primero: la desocupación de espacios políticos y
sociales que fueron puestos a merced de la demagogia hitleriana. El segundo: la
incapacidad para lograr una unidad opositora mínima, vale decir, un bloque
político defensivo que hubiera servido como dique de contención al avance del
nazismo.
Con respecto al primer error, es posible afirmar que
tanto socialdemócratas como comunistas obsequiaron a Hitler el tema de la
seguridad de la nación, tema que Hitler convertiría fácilmente en nacionalismo
expansionista. En ese sentido la mayoría de los historiadores están de acuerdo
en que el Tratado de Versalles de 1919 (reparaciones con respecto a la guerra
de 1914) que despojó a Alemania de territorios que le pertenecían (Alsacia y
Lorena), obligándola a pagar leoninas indemnizaciones, lastimó profundamente el
orgullo nacional.
Las fracciones pacifistas del SPD impidieron que este
partido se sumara al legítimo reclamo nacional. No sin cierta razón el
destacado socialcristiano alemán Heiner Geissler dijo el año 1983 ante el
escándalo del público político bienpensante, que el “pacifismo de los años
treinta hizo posible Auschwitz”. La relación por cierto, no es directa. Pero no
se puede negar que el pacifismo socialdemócrata, al abandonar el tema de la revisión
política del contrato de Versalles, dejó
flancos abiertos para que Hitler desarrollara un radical discurso
nacionalista en contra de las naciones europeas controladas según él, por “el
judaísmo y el bolchevismo”.
Más grave aún que la indiferencia de la izquierda alemana
con respecto al injusto Tratado de Versalles, fue regalar el tema de la
protección de la nación frente al expansionismo de Stalin, a Hitler.
Efectivamente, la posibilidad de una agresión soviética no era un invento de
Hitler. El mismo Stalin nunca la ocultó. Naturalmente los comunistas alemanes,
dirigidos desde la URSS, no habrían podido tomar esa bandera. Pero sí la SPD.
Nuevamente el pacifismo socialdemócrata mostró en ese punto, su profundo
carácter antipolítico.
Cuando en 1986 el historiador Ernst Nolte afirmó que el comunismo había sido la
principal causa del avance del nazismo, fue objeto de encarnizados ataques de
parte de la política y de la cultura alemana. Jürgen Habermas, quien jamás
pronunció una palabra en contra de la dictadura de la RDA, acusó a Nolte de
“convertir a las víctimas en hechores”. Sin embargo, nadie logró ocultar el
hecho de que entre quienes votaron por Hitler no todos lo hicieron a favor del
Holocausto. No pocos vieron en Hitler la única alternativa militar frente al
avance de Stalin y en los comunistas alemanes, puntas de lanza al servicio de
la URSS. En verdad, eso fueron.
Con respecto a la desocupación de temas sociales, la
responsabilidad de comunistas y socialdemócratas es compartida. La SPD era un
partido con hondas raíces en la clase obrera organizada. Lo mismo ocurría con
el DKP. Esos dos partidos eran efectivamente, obreros. El NSDAP (nazi) cuyo
nombre originario fue Partido Obrero Alemán (PAD) llegó a ser en cambio un
partido popular (y populista).
De los “tres socialismos”, el socialdemócrata, el
comunista y el nazi, este último fue el único que captó que “debajo” de la
clase obrera organizada existían grandes contingentes de desclasados, una
chusma paupérrima que serviría al nazismo como campo de reclutamiento de
matones, soldados y grupos de choque. Gracias a esa política de “apertura hacia
abajo” la revolución de Hitler logró transformar a la “sociedad de clases” en
una “sociedad de masas”. El clasismo ortodoxo de socialdemócratas y comunistas
facilitó sin duda el crecimiento social del nazismo entre las capas sociales
más empobrecidas de la nación.
Sin embargo, de todos los errores cometidos
ninguno fue tan grande -digámoslo abiertamente, tan criminal- como el cometido
por los comunistas alemanes al comenzar la década de los treinta al seguir
fielmente el mandato de Stalin destinado a combatir a la socialdemocracia y no
al nazismo como enemigo principal. Como si hubiera colaborado directamente con
Hitler, el estalinismo dividió a los obreros lanzándolos a combatirse entre sí
en nombre de una insurrección que no tenía por donde aparecer. Más
aún, esa división fatal fue la principal razón que impidió la unidad de toda la
oposición en contra de Hitler. Cuando Stalin en 1934 recapacitó, dándose cuenta
de la monstruosidad cometida, ya era demasiado tarde. Los activistas comunistas
y socialdemócratas o estaban aniquilados o compartían las mismas cárceles. Esa
fue la gran lección, la lección nunca aprendida que dejó detrás de sí el ascenso
de Hitler al poder.
El ascenso de Hitler al poder (su votación máxima fue de
un 34% en 1932) no estaba pre-determinado por ninguna ley de la historia. Más
aún, sobre la base de una mínima unidad opositora -antes de Hitler
electoralmente mayoritaria- ese avance podría haber sido perfectamente
bloqueado.
Hitler llegó al poder no como consecuencia de sus
virtudes políticas, sino como resultado del colapso de las fuerzas llamadas a
defender la precaria democracia alemana. No sería esa la última vez que en la
historia ocurre algo parecido.