¿En qué se parecen Estambul y Río? Aparentemente en nada.
Pero si pensamos un momento, en mucho. En nada, porque Estambul es la sede de
una cultura islámica cuyo partido gobernante es confesional. Ciudad que alberga
a dos culturas aparentemente antagónicas, una pre-moderna, marcada por la
religión y otra post-moderna, marcada por el influjo cercano de Occidente. Río,
en cambio, es libertino, tropical, insolente, bullanguero, futbolero,
carnavalero, pendenciero, peligroso y erótico. ¿Y por qué entonces cada vez que
miro en la televisión a esos jóvenes que llenan las calles y plazas no sé de
pronto distinguir cual ciudad es una y cual la otra? La razón es evidente: los
jóvenes peleando en contra de la policía son iguales en todas partes. No hay
nada más homogéneo que la juventud en estado de rebelión. Ahí se les ve
siempre, indignados, con sus pancartas ingeniosas, sus jeans y sus móviles
(celulares), en pleno goce infantil apedreando y arrancando de los camiones
lanza-gases. Sí; Estambul y Río se parecen cada día más entre sí.
Ambas son, por de pronto, ciudades de dos naciones que
habiendo sido agrarias han experimentado un fabuloso desarrollo demográfico y
económico, pasando de la sociedad industrial a la sociedad digital a un ritmo
más que vertiginoso. Ambas, por lo mismo, rigen como "modelos" de
desarrollo para los expertos occidentales. Una, para la pobre Latinoamérica; la
otra, para la aún más pobre región islámica. Y no por último, tanto en Brasil
como en Turquía han tenido lugar procesos de democratización post-dictatorial a
través de elecciones libres, limpias y secretas.
¿Por qué no hubo ni en la Turquía militar ni en el Brasil militar
demostraciones semejantes? La respuesta es simple, estimado Watson: la gente no
es tonta. La gente protesta no sólo cuando debe sino cuando puede. Porque casi
nadie sale a la calle cuando existe la posibilidad de ser atravesado por alguna
bala. Por supuesto, la protesta democrática encierra peligros. Pero también
requiere de ciertas seguridades. Razón que explica por qué casi siempre las
grandes protestas sociales nunca tienen lugar en contra de fuertes dictaduras
sino cuando esas dictaduras ya se han vuelto débiles. O en democracia.
De modo que hay una paradoja: las democracias son más afectas a protestas
populares que las no-democracias. Y, lo más importante, las protestas populares
en naciones democráticas no se dirigen en contra de la democracia. Por el
contrario, sus actores exigen más democracia, más participación, o simplemente,
ser más tomados en cuenta por los respectivos gobiernos.
En Turquía por ejemplo, la rebelión cuyo inocente detonante fue un motivo
ecológico (el parque Gezi) se transformó en una protesta que exige la
ampliación de las libertades públicas, una separación más radical entre
laicismo y religión, más derechos para las mujeres, es decir, una plegaria
colectiva para llevar a la nación a un nivel europeo más allá de la bruta
economía. En Brasil, en cambio, la rebelión cuyo detonante fue aún más inocente
(el aumento de los pasajes de la locomoción colectiva), se manifiesta en contra
del exceso de corrupción, en contra de los gastos faraónicos del Estado, por
más justicia social, e incluso por más “respeto”. La semejanza, por lo tanto,
es algo sutil.
Tanto en Estambul como en Río tienen lugar protestas que
expresan un cierto malestar en la democracia pero no con, y mucho menos, en
contra de la democracia. Dichas rebeliones pueden llevar en algunas
ocasiones a un cambio de gobierno, pero nunca a un cambio de sistema político.
Contra la democracia solo luchan fascistas y comunistas. Y ni los jóvenes
turcos ni los brasileños lo son.
El "malestar en la democracia", como se puede observar, es un
término deducido del clásico de Freud, "El Malestar en la Cultura",
libro en el cual el genio psicoanalítico quería revelar como vivir en cultura
implica limitar pulsiones que sólo pueden ser liberadas en la vida salvaje (o
en la primera infancia). Ahora, del mismo modo que la cultura, la democracia es
limitante y en algunos casos restrictiva. La política, cuya forma pre-democrática
está signada por la violencia, ha de ser sometida al interior de una democracia
a límites, y el juego político regulado por instituciones. Eso quiere decir que
del mismo modo como los neuróticos y los sicóticos protestan a su modo en
contra de la cultura establecida, las multitudes en las calles lo hacen cuando
las instituciones más que liberarlos los coartan o cuando los gobiernos sólo se
representan a sí mismos.
Naturalmente, el malestar en la democracia tiene en Turquía un carácter más
cultural que social mientras en Brasil tiene un carácter más social que
cultural. Pero aparte del orden de los factores, lo que tiene lugar en ambos
países es la expresión de -reitero- un profundo malestar en, pero no en contra de la democracia.
Alguna vez tendremos que coincidir en que los conflictos
callejeros, sean culturales o sociales, son constitutivos a todo orden
democrático. Una nación sin conflictos, o padece bajo dominación dictatorial o
expresa la más profunda desintegración social y política. En cierto modo los
observadores internacionales deberían alegrarse en vez de alarmarse frente a las manifestaciones que hoy tienen lugar en Estambul y Turquía.
El fenómeno no es nuevo. ¿Se acuerdan ustedes de los violentos
estallidos sociales y raciales en la ciudad de Los Ángeles, hace justo veinte
años? ¿Se acuerdan de las cruentos estampidos sociales y raciales en los
barrios de París, el 2007? ¿Se acuerdan de las sangrientas rebeliones de las
turbas inglesas de Tottenham, el 2012? Incluso el gobierno alemán, que ya ha
encontrado un motivo para vetar el ingreso de Turquía en la EU, no se acuerda
que sólo hace tres años, autos y locales comerciales de Berlín eran
destruidos todos los primeros de mayo por hordas juveniles mientras el barrio
turco de Kreuzberg era sitiado por policías militarizados. ¿Y ya nadie se
acuerda de los estudiantes chilenos del 2011, cuando en medio de la
tan pregonada prosperidad económica se apoderaron, y no siempre de modo
pacífico, de las grises calles de Santiago? Evidentemente, tanto políticos
como analistas padecen de mala memoria.
Estambul y Río hoy. Mañana serán otras las grandes ciudades. El deseo, en todo
caso, será el mismo. El deseo de ser más de lo que se es frente al poder, toma
de pronto forma pública, alertándonos a todos de que la historia no se acaba en
la post-modernidad, de que la armonía viene del conflicto, de que el orden
viene del caos y de que la democracia viene de la barbarie.