Con la sensibilidad que
tienen los grandes escritores, algunas veces los analistas, y casi nunca los
políticos, al escribir un artículo bajo el título "La larga muerte del
chavismo", detectó Mario Vargas Llosa el momento por el cual atraviesa
Venezuela. Como sucede con las bestias, aduce Vargas Llosa, la agonía de un
régimen se caracteriza por agresiones furiosas. Son las que precisamente
ha venido mostrando Nicolás Maduro desde que asumió su impugnada presidencia.
En cualquier país cuando un
gobierno es elegido con magra mayoría, éste busca asegurar su estabilidad
abriéndose al dialogo. Pero el gobierno de Maduro no es normal. La propia
autodefinición del régimen como revolucionario lleva al presidente ungido a
concebir la política como una suerte de "estado de excepción en
permanencia". Gobernar, en ese marco, es secundario: lo principal es la
conquista o por lo menos, la conservación del poder. Pero aún así. Si como
demócrata Maduro ha mostrado deficiencias, como revolucionario es simplemente
una catástrofe.
Todos los grandes
revolucionarios antes de lanzar una ofensiva, acumulan fuerzas, conquistan a la
mayoría, aseguran su legitimidad, y solo después, asaltan el poder. Así
ocurrió con Lenin ("un paso atrás dos pasos adelante") Mao y el mismo
Castro.
Maduro en cambio, con
destacamentos políticos diezmados, sin legitimación y sobre todo, sin ideas, ha
lanzado una ofensiva final intentando realizar con la fuerza lo que no pudo
alcanzar con votos. Razón de más para pensar que lo que está buscando no es una
revolución sino algo distinto. Digámoslo abiertamente: todo parece indicar que
Maduro se encamina a crear condiciones para un lento golpe de Estado cuyo
objetivo es asegurar su permanencia y la de su grupo en el poder. Esa es la
razón por la cual el gobierno de Maduro da muestras de prematura
descomposición. Nació descompuesto y por lo mismo utiliza un lenguaje
descompuesto.
No me refiero a la
incongruencia sintáxica, ni a la mitomanía necrológica, ni siquiera a la
indecencia verbal heredada del presidente que murió. Es que el hombre no habla,
simplemente vocifera. Y por si fuera poco, mintiendo y mintiendo da muestras de
incontenible pánico. Todos los días alguien lo quiere asesinar, ve complots
hasta debajo de su cama y por supuesto, nunca entrega prueba de nada.
¿Paranoia? ¿O hay detrás un cálculo orientado a destruir la vida política y
reemplazarla por una sociedad en estado de sitio? Hay indicios.
Diosdado,
"hermano menor" de Maduro, ya intentó al menos destruir a la
Asamblea Nacional, es decir, dar un golpe de Estado dentro del Estado.
Muy cuartelero será
Cabello, pero seguramente sabe que impedir hablar a la oposición en un
parlamento es lo mismo que impedir a los fieles rezar en una iglesia. Y pese a
ser un dechado de la antipolítica, Cabello también debe saber que el parlamento
no es el lugar para que los salvajes den curso libre a sus instintos.
Del mismo modo, muy
demagogo será Maduro, pero cuando llama al "parlamento de calle" debe
saber que desde los romanos, en toda nación civilizada la calle ha sido el
lugar del tránsito, del mercado, de las demostraciones y del paseo, pero
no del parlamento que es el lugar donde nacen las leyes. También debe saber, al
arrastrar a los militares a las calles bajo pretexto de combatir la
delincuencia, que sólo en los países que han sufrido golpes de Estado las
calles se llenan de militares asumiendo tareas que deben ser asignadas a la
policía.
La verdad, si uno analiza
lo que sucede en la Venezuela de Maduro, lo ocurrido en la Honduras de Zelaya y
en el Paraguay de Lugo, fueron tímidos "golpecitos". La gran
diferencia es que mientras en estos dos últimos casos el parlamento terminó
"golpeando" al gobierno, en el caso Maduro, el gobierno comenzó
"golpeando" al parlamento.
En el contexto mencionado
Vargas Llosa piensa que el chavismo ha llegado a su momento terminal. Cierto o
no, hay que coincidir en que el chavismo, como toda unidad orgánica, está
sujeto a un proceso de desarrollo que avanza desde su nacimiento a su fin.
Ahora, en el curso de ese proceso, el chavismo ha recorrido ya por lo menos
tres fases. Así, podemos hablar del chavismo como movimiento social, del
chavismo como ejercicio autocrático de gobierno y del chavismo como
Estado.
De acuerdo a la primera
fase, Chávez llegó al gobierno como líder de un enorme movimiento social con
fuerte presencia de sectores subalternos no representados simbólicamente es las
esferas del poder.
En su segunda fase,
convertido el chavismo en gobierno, tuvo lugar vía misiones y concejos
comunales una estatización paulatina del movimiento social originario.
Preocupación central de Chávez fue mantener vivo el vínculo entre la
instancia movimientista con la estatal. El mismo Chávez actuaba como líder social
y como representación del Estado al mismo tiempo. Bajo esas condiciones su
figura adquirió una autonomía casi absoluta.
Mas todavía. Si Chávez
frente a la nación actuaba como autócrata, al interior del chavismo fue un
dictador. La palabra de Chávez, por más disparatada que hubiera sido era,
quizás todavía es, para el PSUV, la Ley. Chávez estaba según sus seguidores no en contra sino por
sobre la Ley.
En una tercera fase, y en el marco determinado por
la anomalía política descrita, los seguidores inmediatos del líder lograron constituir
una cúpula desde la cual tejieron una larga relación de poderes verticalizados,
todos convergentes con la cima estatal donde actuaba el caudillo. Nació así una
suerte de "nomenklatura" a la venezolana, oligarquía estatal que se
prolongó hasta en los rincones más lejanos del territorio.
El poder del chavismo llegó
así a ser social, económico, político y militar. Social, porque mantenía atadas
al Estado las organizaciones sociales creadas por el propio régimen. Económico,
porque mediante el control de la renta petrolera el gobierno se convirtió en el
capitalista más poderoso de la nación. Política, porque en su forma de Estado,
el chavismo secuestró a todos los poderes públicos. Y militar, porque
Chávez mediante prebendas y presiones, logró convertir a las fuerzas
armadas en una instancia pretoriana ligada a su persona y no a la
Constitución. Y bien, todo ese orden, como si fuera un sistema solar, giraba en
torno a un sol. El sol era Chávez.
Después de la muerte de
Chávez, para proseguir con el símil, los diversos planetas continuaron
existiendo, pero sin eje de rotación.
Esa es la razón por la cual
Maduro al no ser un líder social tiene serios problemas para ejercer como
autócrata político, o si se quiere, es un autócrata sin fuerza social. De ahí su
descontrol, su desesperación, su aparente locura.
Ya en las elecciones del
14.04 quedó demostrado que el capital político acumulado por Chávez al ser
monopólico no era traspasable.
Después de pocos días de
gobierno, Maduro no se encuentra ni se encontrará en condiciones de
recuperar el poder social perdido. Como autócrata nunca será un mediador entre
movimiento social y Estado como fue Chávez. Por consiguiente, no es errado
suponer que el carácter represivo del chavismo crecerá en la misma proporción en
que decrece su carácter movimientista. De este modo -es lo que captó la fina
intuición de Vargas Llosa- el destino de Maduro está sellado. No pasará a la
historia ni como revolucionario ni como líder. Todo lo contrario, a Maduro le
está reservado el rol de sepulturero del chavismo. Si será, además, el primer
dictador post-chavista, nadie lo puede saber, ni siquiera el mismo.
No obstante, y a pesar de
todo, una buena noticia ha llegado a Venezuela. La muerte del chavismo no
arrastrará consigo a la nación, ni tampoco surgirá un estado de descomposición
social y política (lo que los expertos llaman "anomia") Pues,
paralelamente al descenso del chavismo, asciende en Venezuela una alternativa
que trasciende a la oposición y a su propio líder, Capriles. Me refiero a la
emergencia de una rebelión política, constitucionalista, pacífica, social
y nacional a la vez.
La rebelión democrática de
Venezuela comenzó a tomar forma durante el proceso electoral que culminó con la
precaria y dudosa victoria de Maduro. Porque justo en los momentos que
siguieron a los masivos funerales, cuando nadie daba un centavo por la
oposición, cuando todas las encuestas daban por ganador absoluto al
"hijo de su padre", Capriles, en uno de esos momentos épicos de
sintonía y conexión que milagrean a través de la historia, se convirtió no sólo
en candidato sino en impulsor de un tsunami democrático y popular.
Junto con el muy
cuestionado triunfo del candidato chavista, ha nacido un movimiento social en
su magnitud muy similar al que llevó a Chávez al poder. Ese movimiento,
electoral en sus orígenes, ha pasado a transformarse después de la negativa del
CNE a destapar el fraude y de las agresiones cometidas por el gobierno en
contra de opositores, en una ola de indignación que recorre a la nación entera.
Todos los signos lo indican: ha nacido en Venezuela una rebelión democrática.
Sin embargo, a diferencia
de las grandes rebeliones históricas que ponen en juego el orden institucional
de una nación, la que ha nacido en Venezuela plantea la defensa de las
instituciones públicas avasalladas desde el Estado. Es por eso que el que
dirige Capriles es un movimiento, antes que nada, constitucionalista.
La disidencia y la
oposición venezolana no exige, como el chavismo, un nuevo orden mundial. Exige
sí que se respete el orden político nacional. Ese es el motivo por el cual la
MUD y Capriles, a despecho de unos pocos exaltados, han exigido a los
suyos el más irrestricto respeto a las vías constitucionales y legales.
¿Cuál es el sentido de que
Capriles recurra al CNE y después al Tribunal Superior de Justicia si todo el
mundo sabe que ambas son instituciones controladas por el chavismo? Esa, esa es
precisamente la razón. Al exigir Capriles al CNE que realice auditorías
correctas, la oposición no desconoce, por el contrario, reconoce a la
institución. El CNE en cambio, al seguir orden de gobierno y negar las
auditorías, se desconoce a sí mismo como instancia constitucional. Lo mismo
puede ocurrir al TSJ a cuyos magistrados Capriles les tiende la mano,
brindándoles incluso la oportunidad para que de una vez por todas se
reivindiquen frente a la nación. Los jueces podrán aceptar esa mano o no. Pero
si no lo hacen, Capriles tendrá a su lado no sólo la legitimidad, sino, además,
la legalidad. Y a una rebelión mayoritaria, legítima y legal a la vez, nunca la
ha parado nadie.
Precisamente el carácter
constitucionalista de la rebelión democrática indica por qué Capriles y la MUD
han renunciado enfáticamente al ejercicio de la violencia.
Ellos saben que en un clima
de violencia, un gobierno como el de Maduro, apoyado en la legitimidad de las
armas pero no en las armas de la legitimidad, sólo puede obtener ventajas.
Quizás eso explica la incontenible violencia verbal y fáctica que caracteriza a
Maduro y a Cabello. Por lo demás, todo el país lo sabe: no es la oposición la
que anda golpeando en las puertas de los cuarteles, sino el mismo gobierno.
La rebelión democrática
venezolana, al haber elegido la vía de la no violencia, no es un caso aislado.
Por el contrario, se inscribe en una tradición de rebeliones triunfantes
realizadas por medios pacíficos desde fines del siglo XX hasta nuestros
días.
Las rebeliones que pusieron
fin al comunismo soviético en la URSS y Europa del Este, con la excepción de
Rumania, tuvieron todas un carácter pacífico. Las rebeliones antidictatoriales
que tuvieron lugar en Argentina, en Chile y en el Uruguay, fueron, como hoy
ocurre con la venezolana, pacíficas y constitucionalistas. Incluso las dos
rebeliones más exitosas de la "primavera árabe", la tunecina y la
egipcia, fueron gestadas en el marco de una oposición predominantemente
pacífica. Gadafi en Libia convirtió, en cambio, la rebelión pacífica en guerra
civil; y la perdió. Assad hizo lo mismo en Siria y también, tarde o temprano,
la perderá.
La violencia es el recurso
de los que no tienen o han perdido el poder político. Quien tiene el poder
escribió Hannah Arendt, no precisa de la violencia. El poder político a la vez,
contiene otros tres poderes. El de la mayoría, el de la legitimidad y el de la
legalidad. Esos tres poderes ya se encuentran en las manos de la oposición
venezolana. Chávez, preciso es decirlo, no dejó ningún testamento.
Adelaida, la hija del Che,
no sé si tiene otro mérito, declaró que el venezolano es
un pueblo ignorante, aún no preparado cultural y políticamente para asumir el
inmenso legado de Chávez. Al leer tamaño disparate no pude sino recordar al
gran Bertold Brecht.
Cuando la dictadura
comunista de la RDA, después de los luctuosos sucesos que dejó detrás de sí la
rebelión popular del 17 de junio de 1953, distribuyó volantes en los que se
decía que el gobierno había perdido la confianza en el pueblo, Brecht entonces escribió “¿no sería en ese caso más conveniente que el gobierno
disolviera al pueblo y eligiera a otro?"
Raúl, Nicolás y
Diosdado van a tener también que buscarse otro pueblo. El venezolano les salió
muy bravo, demasiado arrecho.