Si hemos de
apelar al significado no secreto de las palabras, tendríamos que concluir en
que hablar de diálogo en política conduce a una inevitable aporía. Porque
diálogo en su sentido originario, y ese no puede ser otro sino el griego,
significaba la unión de dos personas (dia) que buscan la verdad a través de la
palabra (logos).
El diálogo,
para que nos entendamos bien, era para los griegos un momento filosófico y en
ningún caso político. La filosofía, no la política, era para los griegos el
lugar de la verdad. Es por eso que la filosofía requiere de la amistad, de la
misma manera que la política de la enemistad. No es necesario citar a Carl
Schmitt para afirmar que sin enemistad política no hay política.
La política era, también para los griegos, el
lugar del debate sobre asuntos de la ciudad o polis (hoy, de la nación como
polis) dictamen al que no hemos renunciado, pues si alguien afirmara que el
“deber ser” de la política es la búsqueda de la verdad, movería a risa, si no a
compasión. Creo, por lo demás, que eso ya lo he dicho otras veces: La política
no obliga a nadie a buscar la verdad a todo precio. Para eso están la
filosofía, la poesía, la ciencia, y en algunos casos, hasta la religión.
Si nos volviéramos exigentes, tendríamos que
decir, además, que la política no es ni siquiera para conversarla. Con-versar,
significa, en sentido lato, hacer versos juntos. La política, por el contrario,
es para debatirla, esto es, para polemizarla, disputarla, discutirla. Ese es el
único punto al menos en el cual los tres grandes filósofos políticos de la
modernidad -Hannah Arendt, Max Weber y Carl Schmitt- están de acuerdo: la
política, o tiene un carácter beligerante o no es política.
No la guerra continúa a la política como pensaba
el barón Von Clausewitz, sino la política continúa a la guerra por otros
medios. De tal modo cuando la política cede su espacio a la guerra, regresa a
su punto histórico originario, el de la guerra sin palabras y con armas. Luego,
la política es guerra con palabras y sin armas. O dicho lo mismo pero de otro
modo: las armas de la guerra política son las palabras.
Por lo tanto, cuando los políticos de dos
bandos antagónicos hablan de diálogo quieren decir, en verdad, otras cosas.
Esas otras cosas dependen de lo que en política (y en la guerra) se denomina
“negociación a partir de una correlación determinada de fuerzas”. Así, si la correlación de fuerzas es muy favorable a un bando, este bando va a la mesa de
con-versaciones no a hacer versos, sino a negociar la capitulación del otro
bando. Para poner un ejemplo muy actual, eso es lo que está intentando el
presidente colombiano Juan Manuel Santos en La Habana a través de sus “con-versaciones” con las
FARC.
No seamos ingenuos. El gobierno Uribe, con la
estrecha colaboración de Santos, destrozó militarmente a las FARC. Lo que
intenta ahora Santos sin Uribe es, bajo el eufemismo del "diálogo",
lograr una capitulación que a las FARC les parezca algo más honrosa y menos
sangrienta que rendirse con las manos arriba. Le guste o no a las FARC, ellas
están "dialogando" con la pistola puesta en el pecho. Todo lo demás
es teatro, puro teatro.
Si la correlación de fuerzas en cambio,
no es favorable a ninguno de los bandos, los puntos a negociar dependen del
marco político en que tienen lugar las negociaciones. Si se trata de dos bandos
antidemocráticos y antipolíticos, la negociación menos que política será
militar (repartición del botín, de territorios, etc.) Si uno de los adversarios
en cambio es democrático y político y el otro no lo es, se trata de limitar las
condiciones del enfrentamiento a determinados puntos, espacios y momentos. Si
se trata, por último, de una conflagración entre fuerzas que se reconocen
mutuamente como democráticas y políticas, el objetivo no puede ser otro sino
preservar el espacio que ambos adversarios co-habitan, o como se dice en
términos más populares: no aserruchar la rama del árbol en la cual los dos
están sentados.
El político que antes de medir sus fuerzas
con el adversario busca bajo el eufemismo "diálogo" un acuerdo sin
luchar es, para decir lo menos, un mal político. Eso significa que en política
las negociaciones deben ser resultado de la lucha, pero nunca la lucha
resultado de las negociaciones. Eso no impide por cierto intentar discutir con
el adversario acerca de las condiciones en que va a ser llevada a cabo la
lucha. Por ejemplo, si un político busca negociar con un enemigo que en lugar
de debatir envía a las calles cuerpos armados, ya ha perdido la negociación
antes de comenzarla. En ese caso, una tarea previa a toda negociación es exigir
que ella tenga lugar bajo condiciones civiles, que esas son las de la política.
En este mismo caso, un político democrático debe tener muy claro de que no va a
negociar el fin de la lucha política sino sólo el mantenimiento de la política
como medio de lucha. Son dos cosas muy diferentes.
Para expresarme mediante un último ejemplo:
Si en Septiembre de 1973 hubiera habido un acuerdo sobre un único punto, el de
la mantención de la lucha política sobre un espacio político, cuando Salvador
Allende y Patricio Aylwin fracasaron en un "diálogo" auspiciado por el
Cardenal Silva Henriquez, Augusto Pinochet habría quizás terminado su mediocre
carrera como militar retirado, en paz consigo y con el resto del mundo. Y, quien
sabe, muchos chilenos habríamos vivido
el resto de nuestras vidas, felices como perdices.