(De nuevo en POLIS) Futbolistas y
políticos tienen la mala costumbre de involucrar el nombre de Dios en sus
éxitos o fracasos lo que no debe extrañar pues tanto la política y el fútbol están sometidos a
las incertidumbres, a las contingencias, a las imprevisiones. Y donde la
certeza no reina deseamos en nuestra impotencia una mano divina que nos guíe.
Ahí, y solo ahí, es cuando tantos se acuerdan de Dios y le piden su gracia,
compensación de humanas debilidades. Pero Dios no interviene fuera de nosotros
y al parecer tiene buenas razones para que así sea. Una de ellas es que si hay
Dios, Él nos regaló la libertad de decidir, libertad imposible sin el uso de su
otro gran obsequio: el pensamiento. Porque si no nos hubieran regalado el pensamiento,
no podríamos decidir nada, como nada deciden otras existencias del universo. O
en términos más rigurosos: no sólo existimos, además somos. Y el ser
sólo puede ser siendo en el tiempo. (Heidegger)
Para decirlo
de modo casi agustino, en el tiempo hay múltiples dimensiones entre las cuales
vislumbramos solo a dos. La del tiempo eterno que no nos pertenece, y la del
tiempo finito de la lógica que sigue a Cronos y por eso es crono-lógica, y por
lo mismo, un tiempo que sólo puede ser medido en modesta escala humana. Por lo
tanto, es un tiempo circunstancial, impreciso, indefinido, en fin, imperfecto.
Es también el tiempo del reino de este mundo: un mundo entre infinitos que lo
circundan. A ese mundo y no a otro pertenece la vida política.
Desde la
perspectiva puramente religiosa, en cambio, muchos han sido asaltados por la
misma pregunta: ¿Cómo Dios si es misericordioso pudo haber permitido tantas
maldades, entre ellas el Holocausto y el Gulag? La respuesta es: No: No fue
Dios quien permitió esas maldades. Esas maldades fueron permitidas y realizadas
por los humanos, no por Dios. Pero ¿no fuimos hechos a imagen y semejanza de
Dios? -preguntarán los dogmáticos-. La respuesta teo-lógica dice lo siguiente:
la imagen y semejanza se expresan a través de la presencia de Dios, no de su
ausencia. Luego, el ser humano es libre de decidir vivir con la presencia o con
la ausencia de Dios. Libre de elegir entre el mal y el bien. O entre la vida y
la muerte. En consecuencias, no lo que sucede sino lo que decidimos es el
atributo del ser. Nuestra libertad de elegir, ya lo sabían los griegos, es
también la libertad de ser. Esa libertad nos la dio la Creación. Gracias a esa
libertad podemos asumir en toda su radicalidad el dilema hamletiano: Ser o no
ser. Ser en la vida o ser en la muerte. Ser en Dios o ser en contra de Dios.
¿Dios no está entonces en todas partes? Sí; pero siempre que lo dejen pasar. El siempre golpea en la puerta antes de entrar. Frente a Él todos somos soberanos.
¿Dios no está entonces en todas partes? Sí; pero siempre que lo dejen pasar. El siempre golpea en la puerta antes de entrar. Frente a Él todos somos soberanos.
De ahí que
cuando Jesús dijo, “mi reino no es de este mundo”,
no dijo que este mundo no debía ser vivido. Dijo simplemente que este mundo
debe orientarse por y hacia el mundo de Dios. Imperativo que a su vez podemos
entender de dos modos diferentes.
Uno, en
sentido literal -como hicieron los esenios judíos y después las ordenes
mendicantes y penitentes del cristianismo- abandonando la vida en la propia
vida. La otra posibilidad, la dinámica, la viviente, es luchar en este mundo en
contra de todo lo que se opone al de Dios (que es el del pensamiento que lleva
al espíritu). Esto es, luchar por la verdad en contra de la mentira, por lo
naciente en contra de lo muriente, por el amor en contra del odio. Así lo
entendió San Pablo cuando afirmó que El Katechon (el enemigo absoluto, el
anti-Dios) es la fuerza que nos sostiene (detiene) y permite luchar en contra de la
muerte (el Mal, el demonio)
Por lo demás
eso es lo que hacemos todos los días. En cada minuto que pasa luchamos en
contra del mal y de su madre, la muerte. Si corto la rama de ese árbol, lucho
por la luz en contra de la oscuridad. Si limpio el suelo, lucho en contra de la
suciedad (impureza). Si como ese pan, opto por la subsistencia. Más aún: en
cada partícula elemental tiene lugar una lucha sin cuartel entre la vida y la
muerte. O lo que es casi igual: entre el bien y el mal. Lo mismo ocurre en la escena política. Allí también, como en toda actividad humana, se encuentran
presentes las fuerzas de la vida y las de la muerte. Y a veces vence la muerte,
de eso no me cabe ya ninguna duda.
El
cumplimiento de la Ley religiosa –como entendieron algunas corrientes del
fariseísmo- no es un fin en sí sino un medio para facilitar el encuentro del
ser con el Ser. Max Weber lo entendió muy bien cuando afirmó en su “Política
como Profesión” que con el Sermón de la Montaña no podemos hacer política. Pero
tampoco, agrego yo, podemos hacer política olvidando los mandatos legados por
las religiones. Esos no son, por cierto, políticos; y menos que religiosos, son
morales. Pues, para decirlo de nuevo con Weber: la política no es la moral,
pero sin moral no hay política. Los fundamentos de la política –es lo que quiso
decir Weber- no son políticos.
Hay por lo
tanto que tener en cuenta que si la política no es religión, nació en un
universo religioso. De ahí resultó inevitable que hacia el espacio de la
política fueran transferidas nociones religiosas, o lo que es igual, que la
vida política fuera vivida en algunas naciones como una “verdadera religión”.
No, no estoy hablando del Islam. Me refiero a naciones occidentales en las
cuales pueblos en condición pre-política (bárbaros, según los griegos) han
creído encontrar en políticos alucinados por misiones ultraterrestres, la
imagen de profetas redentores quienes invocando el nombre de Dios ofrecen el
cielo sobre la tierra.
Derribar
(derrocar, derrotar) los falsos ídolos, bajo esas circunstancias, más que
una tarea religiosa, es una obligación política.
Octubre del 2012
Octubre del 2012