Era yo muy niño, seis o siete años de edad y la imagen
quedó grabada en mí para siempre. Fue en Requínoa, cerca de Rancagua, cuando en
la casona de mis tías abuelas, todas solterísimas, sentado yo al lado del
portón donde me situaban para que cultivara mi pasión favorita -ver a los
trenes haciendo chucuchucu- los vi pasar. Ni felices ni tristes, ni cantando ni
gritando, tal vez conversando iba la gente arriba de los destartalados
camiones. Recuerdo que la tía Rita dejó de barrer y con su voz tan cansada
dijo, como si yo entendiera:
- “Ahí van los votantes”.
Ni siquiera pregunté quienes eran los votantes. A esa
edad casi todo es nuevo de modo que al final uno se aburre de tanto preguntar.
La imagen de los votantes no era nueva en Requínoa.
Correspondía con orígenes decimonónicos provenientes de esa república chilena a
la cual algunos historiadores han bautizado como “oligárquica" y otros como "señorial”. Una
república que había adoptado los usos de las democracias europeas, pero incrustados
en un rígido contexto post-colonial. Los votantes, efectivamente, eran los
votantes del patrón, del latifundista, del “gran señor y rajadiablos”, de
acuerdo al título de la gran novela de Eduardo Barrios.
Llegado el día de las elecciones, los hacendados reunían
a sus trabajadores, los arengaban, los instruían en los secretos del voto y
ordenaban sufragar por fulano antes de que subieran en los camiones. Después de
la votación, la fiesta en torno al novillo sacrificado, los ricos mostos de la
estación, y el baile borracho de las cuecas desafinadas. Quizás cuantos
presidentes fueron elegidos de acuerdo al procedimiento no ilegal, pero
radicalmente antidemocrático, del “voto acarreado”.
En los últimos tramos del siglo XX, por efecto de un
mercado mundial que liquidó al latifundio tradicional, los grandes señores de
la tierra desaparecieron o fueron obligados a transformarse en empresarios
agrícolas de sociedades cada vez más anónimas. El fin del latifundio también
significó el fin de los votantes. En su lugar aparecieron los
electores. En fin, como en todas partes, la democracia ha avanzado en Chile
a paso lento, interrumpido e insostenido. Pero, y eso es lo importante, ha
avanzado.
La democracia avanza –parodiando a Trotzki- de un modo
“desigual y combinado”. Hasta algunas dictaduras, a fin de presentar una imagen
democrática, se han visto obligadas a introducir mecanismos electorales;
farsas, remedos, sin duda, pero que, aún así, delatan el reconocimiento a la
forma democrática.
En el reciente pasado las dictaduras se limitaban a
falsificar números. Otros como Saddam
Hussein y Fidel Castro fueron elegidos con el 99% de los votos de sus
partidarios. A los “enemigos” se les prohibía votar. Del mismo modo algunos
gobiernos del socialismo real refinaron la parodia electoral inventando
partidos opositores a cuya cabeza ponían a cualquier espantapájaros.
Naturalmente los resultados eran determinados antes de las elecciones. En la
Alemania del Este circulaba por ejemplo el siguiente chiste: “En el noticiero
televisivo se da a conocer que las elecciones de hoy han sido suspendidas
porque el vehículo que traía los resultados ha sufrido un accidente”.
En América Latina no siempre el ocaso de las oligarquías
terratenientes ha dado origen a una ciudadanía electoral independiente y
soberana. Conocidos fueron los piquetes electorales del peronismo, o la
sumisión de los votantes a caciques locales, como ocurría en el México del
antiguo PRI. Puedo imaginar por ejemplo que el voto en Colombia, o en otros
países similares, depende mucho de mandamases regionales, quienes truecan
prebendas y favores por adhesiones políticas.
Hay incluso regímenes autoritarios que no sólo aceptan
las elecciones. Además, son electoralistas. Efectivamente, si quienes se
dedican al estudio de la teoría política tuvieran que destacar un fenómeno
post-moderno, señalarían que uno de los más notorios es el aparecimiento de las
llamadas autocracias electoralistas.
Autocracias electoralistas aparecieron en diversas naciones
euro-asiáticas después del desmembramiento del imperio soviético. En Irán la
teocracia también somete a su pueblo a ceremonias electorales, pero bajo la
vigilancia rigurosa del Estado. Lo mismo se puede decir de algunos países
latinoamericanos en donde las elecciones han sido convertidas en una nueva
forma de control del poder.
Por cierto, las autocracias post-modernas corren el riesgo de perder en las elecciones. Es el mismo que corrieron las dictaduras militares
uruguayas y chilenas las que no fueron derrocadas por movimientos de masas sino
perdiendo plebiscitos que estaban seguras de ganar. Es por eso que hoy las
autocracias no dejan nada al azar.
No se trata, como era el caso de las dictaduras salvajes
del pasado, de falsificar votos. Sí se trata, dicho en breve, de la estatización
no sólo del sistema sino del proceso electoral.
De este modo enormes recursos del Estado son
puestos a favor del candidato oficial. La propaganda, sobre todo la televisiva,
concede casi todos los espacios al candidato estatal. Los empleados públicos
–en Estados en donde el partido gobernante es además un partido- Estado- son
sometidos a presión. Las dádivas, a medida que avanza la fecha electoral, son
multiplicadas de modo obsceno. Las oficinas públicas se transforman en
dependencias electorales del oficialismo. En los organismos de “participación
popular” los votantes son organizados disciplinadamente, casi de un modo
militar.
Llegado el día, aparecen los medios de transportes. Ya no
son por cierto los destartalados camiones de los antiguos terratenientes. Ahora
son autobuses con cómodos asientos. Pero el objetivo es el mismo. Lo
fundamental es asegurar la continuidad del poder de las oligarquías. Ayer, el
de las oligarquías terratenientes. Hoy, el de las oligarquías estatales.
Sin embargo, y a pesar de conocer el sistema, leí
estupefacto las declaraciones del jefe de campaña del candidato estatal de un
país latinoamericano en el que recientemente hubo elecciones, país de cuyo
nombre no quiero acordarme. Dicho jefe narraba, como si fuese lo más natural
del mundo, que los comandos electorales se dispararon a votar a las tres en
punto de la tarde, después de una llamada del presidente de la nación. Como si
se tratara de una acción militar, un asalto a un cuartel, o la ocupación de un
territorio enemigo.
Puedo imaginar a los autobuses uno detrás de otro.
También a una anciana que deja de barrer un minuto en la puerta de su casa y
comenta con voz cansada a un niño sentado muy cerca de ella.
- “Ahí van los votantes”.