Los que una vez creyeron ser amos de la
historia, los que no vacilaron en robar la navidad a los niños, los falsos
mesías, los profetas de la violencia y el engaño, los dos Castro, recibieron a
Benedicto XVl incluso con más respeto que al mediático Juan Pablo ll. Desde un
punto de vista práctico, los Herodes modernos necesitan la legitimación del
cielo pues la de la tierra la perdieron hace tiempo. Y quizás, en el fondo,
aterrados ante la evidencia de la propia finitud, anhelaban que el anciano de
Roma los absolviera de toda culpa, amén.
Al otro lado, los humillados y
ofendidos soñaban con un Santo Padre quien, levantando los brazos al cielo,
desataría la ira de Dios; con dictadores excomulgados y enviados por decisión
divina a padecer en los infiernos; y un pueblo que se levantaría en nombre de
la cruz destronando déspotas y tiranos.
Muchos han quedado
desilusionados. El Papa abandona Cuba y todo sigue igual que antes. Ni el
poder terrenal es más legítimo, ni las cárceles fueron abiertas, ni los tiranos
han sido derrocados.
Difícil, muy difícil el oficio
del Papa. Difícil dejar contento a moros y cristianos, sobre todo si hay moros
que también son cristianos. Pues ¿cómo representar políticamente a esa Iglesia,
si Francisco Franco y Vaklav Havel fueron católicos, si Pinochet y la Madre
Teresa fueron católicos, si Lech Walessa y Hugo Chávez son católicos?
El problema político de la
cristiandad resulta de una inextricable paradoja. Por una parte, de las tres
religiones abrahámicas, el cristianismo es la menos política. Por otra, es la
que posee la más grande incidencia política. Paradoja que vivió el mismo Jesús
en su cuerpo. Venido a la tierra como “el hijo del hombre” se vio envuelto en
las turbulencias políticas de su tiempo. Pero su prédica, lo dijo el mismo, no
era de este mundo. Su reino estaba más allá de la muerte, detrás de los patios
que cruzan a la eternidad; en la vida infinita.
El cristianismo, en sus
diferentes versiones, carece de ley política. La ley es Jesús (según Benedicto: la Thora hecha persona).
Ha sido esa misma carencia la que ha obligado a la Iglesia a contraer alianzas
con poderes terrenales. Benedicto, por ejemplo, nos habla de la triple alianza
histórica del cristianismo: Atenas, Jerusalén y Roma. De Atenas heredó las
visiones de Platón, según Benedicto, “un profeta de Jesús”. De Jerusalén, la fe
religiosa de un pueblo sabio. Y de Roma, el Derecho.
No existe por lo tanto ninguna
posibilidad para la formación jurídica de una “república cristiana”. Sólo
existen repúblicas donde viven cristianos. En ese sentido el Vaticano es más
bien la metáfora terrena de un Estado divino. Pero en ningún caso es la ciudad
de Dios que mostró San Agustín.
Agustín escribió “La Ciudad de
Dios” como un mensaje a sus contemporáneos en medio de las ruinas morales que
legaba la caída del imperio romano. No os desesperéis, decía el santo filósofo.
La ciudad de los hombres (Roma) es sólo una sombra bajo una luz radiante cuyos
reflejos vienen de la Ciudad de Dios. ¿Cuál es la diferencia entre las dos
ciudades? Según Agustín: en la terrenal, prima la muerte. La otra, “la
república de Cristo” (textual), es la ciudad eterna. Y esas dos ciudades,
agregaba Agustín, no son geográficas: laten en el corazón de cada uno.
Benedicto, el más agustino de
los teólogos modernos, viaja por las ciudades de la tierra llevando la noticia
de la Ciudad de Dios. Esa es su misión; pedirle otra es no entender nada. Por
esa misma razón Benedicto no fue a Cuba a derribar a los Castro ni a legitimar
dictaduras. Fue a proclamar la existencia de esa otra ciudad. La misma que
intuyó ese enemigo de Dios, Nietzsche, cuando formuló: “Si hay un más acá tiene
que haber un más allá”
Interesante fue, en cualquier
caso, constatar que los habitantes de la ciudades de este mundo, más allá del
desprestigio en que ha caído la propia Iglesia, siguen venerando al Papa.
Veneración que, evidentemente, surge de la necesidad de pensar que no todo
termina aquí. O de que hay un poder superior al lado del cual los poderes de
este mundo no son nada.
Tremendamente simbólico fue, por
lo tanto, el encuentro entre Benedicto y Fidel. Los dos ancianos pudieron
mirarse a los ojos. A un lado, quien nos habla del cielo. Al otro, quien quiso
convertirse en pagano mesías. Ambos morirán más pronto que tarde. Pero el reino
de Benedicto –el de aquí y el de allá- seguirá existiendo. El de Castro sólo
será una anécdota en el curso de una larga historia.
Recuerdo al respecto que una
vez, leyendo el segundo tomo de la Ciudad de Dios, me acordé de los mártires de
tantas dictaduras. Dice Agustín: “¿Qué gran hazaña será menospreciar, por
aquella celestial patria imperecedera, todas las blanduras y regalos del
presente siglo, por más placientes que fueren, si, por estotra temporánea y
terrena, Bruto hasta pudo degollar a sus hijos, cosa a la que la patria del
cielo no obliga a nadie?”
Y para terminar, dicho entre
nosotros: A mí también me habría gustado que Benedicto –así como Jesús rompió
la prohibición y habló con los samaritanos- hubiese conversado un par de
minutos con las Mujeres de Blanco. Esa es la razón por la cual puedo explicarme
por qué no pocos cubanos recuerdan con cierta envidia la visita de Juan Pablo
ll a Varsovia, la que incidió –lo supimos después- en el derrumbe del
comunismo. Los periodistas, siempre imaginativos, nos hablan del “milagro de
Varsovia”. Pero quizás hay que recordar a los perseguidos cubanos lo siguiente:
El milagro de Varsovia no fue la visita del Papa. El verdadero milagro fue la
fundación de Solidarnosc.
Así que ya saben cubanos: si
quieren que Dios los ayude, hay que saber ayudar a Dios.