De nuevo en la primera página de POLIS
La verdad es que el punto arquimédico entre la universidad medieval, la universidad como aparato de Estado, y la universidad-empresa, aún no ha sido encontrado. Quizás no exista. Puede incluso que lo que ha de caracterizar a las universidades del futuro sean combinaciones de diferentes formas institucionales, estableciéndose así una suerte de permanente equilibrio inestable dentro de ellas.
1. Universidades arcaicas
Aún hoy, en el siglo XXl, muchas universidades europeas arrastran consigo una pesada carga medieval
En la mayoría de las universidades europeas las relaciones entre catedráticos corresponden a las de “pares entre pares”. Cada uno es dueño de un territorio específico dentro del cual domina casi sin contrapeso un determinado“señor”, en este caso un profesor. La cátedra es otorgada de por vida y no son pocos los casos de eminentes profesores que designan incluso a sus sucesores, destinados a mantener la línea impuesta por el “gran maestro” (que no siempre es tan grande ni tan maestro). Del mismo modo, entre catedráticos se concertan alianzas y pactos cuyos objetivos son aumentar el poder personal tanto fuera de la universidad como dentro de ella. Cada catedrático posee además un séquito especial formado por asistentes, auxiliares, secretarias, tutores, etc. (la nomenclatura varía de universidad a universidad). Al igual que en el medioevo, el séquito, o hueste personal, es adqirido por contrato, pero en el fondo está basado en relaciones personales y, por supuesto, en la incondicionalidad absoluta del “siervo” al “señor”. Lo que no siempre está claro es a qué periodo medieval corresponde la estructura descrita. A veces da la impresión de que en ella se mantienen las formas de la más temprana Edad Media. No obstante, otras veces he llegado a pensar que estamos en el periodo de plena decadencia del feudalismo. Esta última impresión la he confirmado observando la enorme proliferación de títulos académicos equivalente a la superabundancia de títulos de nobleza que caracterizó a la “tardía Edad Media”, particularmente en países como España, Italia y Portugal. Así como en ese periodo las cortes y los patios de los castillos estaban repletos de nobles con título, pero sin riquezas ni tierras, señores de capa y espada (con criado, cochero y toga, aunque muertos de hambre), hoy en día los campus universitarios se ven atestados de doctores sin sueldo ni puesto de trabajo; y lo que es peor: sin capa y sin espada.
Pero no sólo se encuentran en la universidad europea moderna las raíces feudales que le dieron origen, sino además las clericales. En los claustros universitarios (la palabra claustro no es casual) se dan todavía procesos de iniciación muy similares a los que tenían lugar en los conventos. Del mismo modo, en el largo proceso de aprendizaje que lleva a la obtención de un título universitario hay que pasar por largos periodos de “expiación”. La sacralidad de la profesión universitaria no se da sólo en las formas, sino también en una dogmática muy similar a la de las diferentes ordenes sacerdotales. En ese sentido uno de los grandes éxitos de los movimientos estudiantiles alemanes del 68 fue haber puesto fin a la llamada Ordinarius-Universität. El Ordinarius era el prófesor de cátedra que dictaminaba sobre contenidos y formas en su terriorio académico. Una especie de preceptor laico. Pero que el Ordinarius sea sólo una reliquia medieval, no es muy seguro.
Hay universidades en las que suelen formarse grupos cerrados que rinden culto a una determinada línea, excluyendo cualquiera posibilidad de interrelación con otras disciplinas del pensamiento. Tales grupos, si se encuentran articulados en alguna institución interna o externa a la universidad, pueden ser considerados como equivalentes a las ordenes religiosas medievales. Pero, como suele suceder en las grandes iglesias, es frecuente que a su alrededor también proliferen sectas las cuales suelen agruparse en torno de una figura profética o mesiánica. Si el profeta o mesías ya está muerto, mucho más imponente e inapelable es su “mensaje”, y sus seguidores le rinden una veneración que envidiarían los monjes tibetanos.
Alrededor de nombres papales como Marx, Freud, Jung, Lacan, Sartre, Foucault, Wittgenstein, Habermas, por ejemplo, se forman en las universidades “escuelas de pensamientos” que preservan y siguen las lecciones del “gran maestro” con la misma fidelidad que los franciscanos a Francisco de Asís y los jesuitas a Ignacio de Loyola. Por cierto, tanto en uno como en otro caso, en el seguimiento condicional al gran maestro se esconden intereses que no son siempre científicos, pues una cosa es la especialización en un determinado sistema de pensamiento elaborado por alguna eminencia, lo que en sí no tiene nada de cuestionable, y otra cosa muy distinta es convertirse en algo así como su representante en la Tierra, o lo que es peor, en su “intérprete”. Así, la mayoría de las escuelas interpretativas se limitan a reproducir el pensamiento originario, ordenándolo en sistemas, estructuras y jerarquías, y lo que es peor, en manuales, cuyo objetivo es elevar a verdad indiscutible todo que dijo (y no dijo) el gran maestro. Lo que ocurrió con la compleja obra filosófica de Marx a gran escala, cuando cayó en manos de los bonzos del Kremlin, tiende a ocurrir a escala menor en los “claustros académicos” donde asoma, impertinentemente y con mucha fuerza, la casuística monacal que forma parte del inconsciente de cada ciencia.
2. Castas académicas
Después del feudalismo y del clericalismo, la tercera de las raíces que explica el carácter patriarcal de la universidad europea –cuyos modelos han sido exportados hacia las más diversas latitudes– viene de los llamados gremios o corporaciones medievales que, a diferencia de feudos y conventos, tenían un asiento predominantemente urbano. Como es sabido, la principal característica de los gremios era su jerarquización vertical.
Ahora bien, como ocurrió con otras instituciones públicas, aquel orden organizacional que predominaba en los gremios fue transferido a las universidades, de modo que también en sus diferentes cátedras tendían a formarse relaciones corporativas, particularmente alrededor de un catedrático que pasaba a ocupar el lugar del antiguo maestro del mismo modo que los llamados asistentes y profesores auxiliares ocupaban el de los aprendices. Dicha relación se veía fortalecida por el hecho de que –hasta hoy– cuando algún iniciado pasaba al lugar del catedrático, obtenía el cargo de por vida. Como todavía se dice, “cuando se nombra un catedrático ya no hay como sacárselo de encima”. De tal modo el catedrático se convertía en un propietario de un medio de producción intelectual que él organizaba del mismo modo que los empresarios urbanos a su personal subalterno (Weber 1995, p. 6).
Muchas de las estructuras gremiales y/o corporativas que caracterizaban a la antigua universidad siguen prevaleciendo, aunque por supuesto bajo nuevas formas. Las relaciones consanguíneas en las “castas” no tienen hoy un papel relevante, pero su lugar ha sido ocupado por la “familia ideológica”, algo que, aun después del fin de la Guerra Fría y de la inevitable polarización ideológica de los sistemas de conocimiento que de ahí se derivaban, continúa existiendo no sólo en las ciencias sociales, de por sí “politizadas”, sino también en las ciencias naturales. Desde luego, aunque todo el mundo universitario está consciente de ese hecho, nadie lo dice abiertamente. Mediante un acuerdo tácito se sigue haciendo “como si”, es decir, como si los cargos universitarios fueran ocupados exclusivamente de acuerdo a méritos individuales, y “como si” las adscripciones ideológicas no tuvieran ningún papel en los nombramientos. Pero hay todavía universidades de “izquierda” y otras “conservadoras”. Dentro de cada una hay también reductos que agrupan a los miembros de una o de otra familia ideológica. Dicho secreto a voces no es problemático cuando en la vida extrauniversitaria rigen condiciones propias al pluralismo ideológico o político de tal modo que cada estudiante es teóricamente libre de decidir en cuál alma máter y cátedras quiere realizar sus estudios.
Problemático es cuando rigen en el mundo político institucional sistemas bipartidistas, y lo que es peor, monopartidistas. En esos casos, la oferta ideológica es extremadamente limitada, y las universidades tienden a constituirse en simples prolongaciones académicas de poderes extraacadémicos.
Pero no sólo en el plano de las relaciones ideológicas, sino además en el de las personales, rigen, en la vida académica, formas y normas que eran constitutivas del orden de los gremios medievales. En el pasado haber sido aprendiz de uno u otro maestro era un signo que garantizaba la calidad de un arte o técnica, hecho que podía ser certificado en las prácticas manuales.
Un maestro que hubiera sido aprendiz de la casa Stradivarius poseía sin duda un “sello” de indiscutible prestigio en el rubro de la fabricación de violines. En las prácticas científicas el efecto es parecido, aunque no pueda verificarse en la realidad como en las actividades manuales y artísticas pues alguien puede haber sido discípulo de Einstein y continuar siendo un físico mediocre. No obstante, hay académicos que han aprendido a utilizar el “con quien” estudiaron de modo magistral.
3. La “americanización” de la universidad
Frente al extremo medievalismo de la universidad alemana, Max Weber ponía como contrapunto, en su libro clásico: Ciencia como Profesión, el otro polo: la universidad americana.
Por americanización de la universidad entendía Weber una suerte de mercantilización de la vida académica según la cual rige una flexibilidad en los cargos determinada más bien por las leyes de oferta y demanda y donde la enseñanza es concebida como una mercancía que ofrece la empresa, en este caso la universidad, a los consumidores, que son los estudiantes (p. 6). El estudiante paga una matrícula alta y compra así una determinada cantidad de conocimientos y con ello los correspondientes títulos que necesita para su plan de vida. La relación que impera en la academia es por tanto una relación empresarial que, por lo demás, es la misma que rige los destinos de la sociedad fuera de las universidades. En este contexto el profesor pierde la presencia majestuosa, casi papal, que adquiría en la universidad alemana en los tiempos de Weber. Como contrapartid se convierte en una suerte de vendedor público de saberes, teorías y conceptos y, como todo vendedor, ha de esforzarse para que sus productos sean más atractivos que los que ofrece otra empresa, en este caso, otra universidad.
Weber caricaturizaba ya en 1917 tanto a la universidad alemana como a la norteamericana. En uno como en otro caso se trata sólo, para emplear la propia terminología de Weber, de “construcciones ideales” que, por serlo tales, no encuentran jamás una correspondencia exacta con la realidad en el marco de los dos peligros que marcan el tenor de casi toda la sociología weberiana. Uno, el de la extrema racionalización; el otro, el de la extrema economización. Como es sabido, para Weber ninguno de los dos excluye al otro, constituyéndose así un tercer peligro que, valga la tautología, es el más peligroso, y éste es el que se da a través del entrecruce de relaciones capitalistas con la creciente complejización de la esfera burocrática, tema que hoy signa a casi toda la sociología de Habermas. Tanto una tendencia como la otra se sirven de estructuras de dominación “arcaicas”, de modo que la relación entre tradición y modernidad no sólo es antagónica sino además complementaria. Esto significa que una universidad puede estar edificada sobre bases medievales, constituirse como empresa moderna, y ser extremadamente burocrática a la vez, sin que todo eso implique, necesariamente, una contradicción.
Cuál es el modelo que ha de prevalecer en las universidades del futuro es un tema permanente en la discusión interuniversitaria. En algunos institutos norteamericanos se añora e idealiza a la antigua universidad europea. A la vez, en muchas universidades de Europa se intenta adoptar, indiscriminadamente, formas supuestamente americanas de funcionamiento. Como en los tiempos de Weber los académicos europeos viajan a EEUU, a veces sólo por una semana, y regresan encandilados con la agilidad, movilidad y flexibilidad que muestran algunas universidades del “nuevo mundo”. Continuamente presionan para imponer dichas formas y estilos en instituciones universitarias que han sido diseñadas en el marco de tradiciones diferentes, y a las que no es fácil, y quizás tampoco sea conveniente, renunciar. El resultado es que se ha ido formando en Europa un híbrido que conserva en sí todas las formas autoritarias y patriarcales de la universidad medieval a las que se agrega el autoritarismo burocrático estatal –en países como Alemania todavía muy fuerte– y la mercantilización del saber académico que es característica de algunas nuevas universidades norteamericanas (pues, por lo general, las tradicionales son más europeas que las europeas). Algo así como un McDonald dentro de la catedral de Notre Dame, pero atendido por funcionarios públicos.
En diferentes trabajos que se refieren a los procesos de modernización de instituciones tradicionales, Max Weber destacó que la tradición no excluye la modernización. En ese sentido, en muchas universidades modernas, la creciente mercantilización de las relaciones académicas no sólo coexiste con la burocratización de la enseñanza y con la mercantilización de la investigación científica; además, cada uno de esos procesos ha terminado por ser funcional al otro. Para poner un ejemplo, los proyectos de investigación científica que se realizan en un recinto universitario reciben financiamiento externo que puede ser del Estado, de empresas privadas, o incluso de bancos. Por lo tanto, si un profesor es interesante para una universidad, no lo es sólo por sus conocimientos o por sus cualidades sino también por su capacidad para obtener fondos y administrar proyectos; lo que implica, en primera instancia manejar un complejo de relaciones públicas y privadas que permitan canalizar medios de financiamiento para esos diferentes proyectos. De este modo el profesor posmoderno no sólo debe ser un sabio patriarca sino además un excelente manager, es decir, alguien con manejo empresarial y administrativo. De más está decir, en este caso, que las prestaciones de servicio y las relaciones de dependencia personal propias a la universidad medieval, se acrecientan cuando el profesor-empresario actual está, además, en condiciones de crear empleo, distribuir dinero y financiar investigaciones entre los miembros de su séquito. Éstos rara vez se encuentran en condiciones de cuestionar las teorías del profesor-empresario, por descabelladas que sean, so pena de poner en peligro no sólo sus posibilidades de ascenso profesional, como ocurría en el pasado, sino además su subsistencia económica. Ello quiere decir, y a eso voy, que el saber científico no sólo no es siempre objetivo ni puramente discursivo. Además es construido en espacios de relaciones que no excluyen las de dinero, subordinación e incluso, como he podido comprobar tantas veces, de simple servilismo. Sin embargo, que las universidades puedan ser convertidas en meras prolongaciones de fábricas, empresas e incluso bancos, no implica satanizar cualquiera posibilidad de des-estatización.
El Estado no ha sido en ninguna parte el mejor garante de la autonomía universitaria, a la que se ha confundido por lo general con autonomía estatal en la universidad, o con universidad como entidad aislada donde cada miembro pueda hacer lo que le da la gana, hasta llegar a albergar en su interior grupos terroristas (como ha sido el caso de algunas universidades latinoamericanas).
Pero des-estatización tampoco es necesariamente privatización, ni mucho menos, empresarización; ella puede ser entendida también en el sentido de la integración creciente de la universidad en un proyecto civil de sociedad. De acuerdo con Daxner: “La ciencia es una cosa pública, una res-pública. Y ya que los principales establecimientos de la ciencias son las universidades, hay que exigir que ellas sean establecimientos de propiedad pública. Esto significa que la universidad ha de pertenecer a todos los miembros de una sociedad, con todos los derechos y obligaciones que implica cada propiedad” ( p.193). No obstante, Daxner -uno de los mejores analistas de las universidades alemanas- no establece la diferencia entre "lo público" y "lo estatal". Una universidad puede ser privada y prestar enormes servicios públicos o puede ser estatal pero con una muy débil incidencia pública.
La verdad es que el punto arquimédico entre la universidad medieval, la universidad como aparato de Estado y la universidad-empresa, aún no ha sido encontrado. Quizás no exista. Puede incluso que lo que ha de caracterizar a las universidades del futuro sean combinaciones de diferentes formas institucionales, estableciéndose así una suerte de permanente equilibrio inestable dentro de ellas.
4. Entre el clientelismo estatal y la universidad “chatarra”
Con el fin del comunismo y de las ideologías para-estatistas que lo legitimaban, la universidad puramente estatal ha entrado en descrédito en casi todo el planeta. Pero aún subsiste en países donde el Estado sigue ocupando el centro tanto del proceso productivo como del ideológico (como es el caso en los países islámicos y en los restos de comunismo que perviven en China o Cuba), o en el marco de relaciones partidistas, como las que imperan en algunos países latinoamericanos donde no pocas veces los cargos docentes son ocupados por personas que, antes de dar pruebas de conocimiento han de dar muestras de fidelidad a un partido, régimen, Estado, o ideología. En Chile, para referirme a un caso que bien conozco, las universidades estatales están atestadas de “apitutados”, vale decir, personas que han alcanzado cargos académicos gracias a sus adhesiones políticas.
Como reacción a la, en muchos casos, corrupta universidad estatal, han surgido en diversos países latinoamericanos (así como en muchos de los países poscomunistas de Europa del este) micro-universidades empresariales (también llamadas “universidades chatarra”) que funcionan de acuerdo con el estilo impuesto por una economía mercantil, y que no reconocen ninguna otra ley que no sea la de la oferta y la demanda. En términos estrictos, esas no son universidades ni deben ser llamadas así. Se trata simplemente de institutos privados y empresariales de enseñanza especializada pero que, si vamos a seguir hablando de universidad no caben dentro de ese concepto. Puede sí que adelanten con su presencia el fin definitivo, y ya tantas veces proclamado, de la universidad tradicional. Pero ese ya es otro tema. No obstante, debe ser dicho que la formación de institutos autónomos, tanto dentro como fuera de las universidades, en lugar de permitir la aparición de entidades en las cuales la ciencia obtenga más libertad, crea las condiciones para que tales institutos puedan ser cooptados por intereses de Estado, o de corporaciones y empresas privadas.
La siempre anunciada crisis de la universidad resulta, en consecuencia, de la indefinición existencial de la institución. Si renuncia a sus fundamentos arcaicos, se transforma en una empresa comercial, o lo que es peor, en una instancia burocrática del Estado (y de los partidos políticos que lo controlan). Si renuncia a sus características empresariales modernas, se transforma en una reliquia de museo, o en un lugar para realizar visitas turísticas (como ocurre ya con algunas universidades “clásicas”).
La universidad moderna es portadora de una contradicción histórica hasta ahora no resuelta. Pero quizás la condición que permite que esa institución llamada universidad siga existiendo a través de los tiempos es la imposibilidad de resolver dicha contradicción. Eso quiere decir que la crisis de la universidad no es una anomalía. Por el contrario: la crisis puede ser también su forma natural de existencia.
Referencias:
Max Weber: Wissenschaft als Beruf, Reclam, Stuttgart 1995
Max Weber: Schriften zur Wissenschaftslehre, Reclam, Suttgart 1991
Michael Daxner: Die blockierte Universität, Campus, Frankfurt 1999
1. Universidades arcaicas
Alrededor de nombres papales como Marx, Freud, Jung, Lacan, Sartre, Foucault, Wittgenstein, Habermas, por ejemplo, se forman en las universidades “escuelas de pensamientos” que preservan y siguen las lecciones del “gran maestro” con la misma fidelidad que los franciscanos a Francisco de Asís y los jesuitas a Ignacio de Loyola. Por cierto, tanto en uno como en otro caso, en el seguimiento condicional al gran maestro se esconden intereses que no son siempre científicos, pues una cosa es la especialización en un determinado sistema de pensamiento elaborado por alguna eminencia, lo que en sí no tiene nada de cuestionable, y otra cosa muy distinta es convertirse en algo así como su representante en la Tierra, o lo que es peor, en su “intérprete”. Así, la mayoría de las escuelas interpretativas se limitan a reproducir el pensamiento originario, ordenándolo en sistemas, estructuras y jerarquías, y lo que es peor, en manuales, cuyo objetivo es elevar a verdad indiscutible todo que dijo (y no dijo) el gran maestro. Lo que ocurrió con la compleja obra filosófica de Marx a gran escala, cuando cayó en manos de los bonzos del Kremlin, tiende a ocurrir a escala menor en los “claustros académicos” donde asoma, impertinentemente y con mucha fuerza, la casuística monacal que forma parte del inconsciente de cada ciencia.
Después del feudalismo y del clericalismo, la tercera de las raíces que explica el carácter patriarcal de la universidad europea –cuyos modelos han sido exportados hacia las más diversas latitudes– viene de los llamados gremios o corporaciones medievales que, a diferencia de feudos y conventos, tenían un asiento predominantemente urbano. Como es sabido, la principal característica de los gremios era su jerarquización vertical.
Ahora bien, como ocurrió con otras instituciones públicas, aquel orden organizacional que predominaba en los gremios fue transferido a las universidades, de modo que también en sus diferentes cátedras tendían a formarse relaciones corporativas, particularmente alrededor de un catedrático que pasaba a ocupar el lugar del antiguo maestro del mismo modo que los llamados asistentes y profesores auxiliares ocupaban el de los aprendices. Dicha relación se veía fortalecida por el hecho de que –hasta hoy– cuando algún iniciado pasaba al lugar del catedrático, obtenía el cargo de por vida. Como todavía se dice, “cuando se nombra un catedrático ya no hay como sacárselo de encima”. De tal modo el catedrático se convertía en un propietario de un medio de producción intelectual que él organizaba del mismo modo que los empresarios urbanos a su personal subalterno (Weber 1995, p. 6).
Muchas de las estructuras gremiales y/o corporativas que caracterizaban a la antigua universidad siguen prevaleciendo, aunque por supuesto bajo nuevas formas. Las relaciones consanguíneas en las “castas” no tienen hoy un papel relevante, pero su lugar ha sido ocupado por la “familia ideológica”, algo que, aun después del fin de la Guerra Fría y de la inevitable polarización ideológica de los sistemas de conocimiento que de ahí se derivaban, continúa existiendo no sólo en las ciencias sociales, de por sí “politizadas”, sino también en las ciencias naturales. Desde luego, aunque todo el mundo universitario está consciente de ese hecho, nadie lo dice abiertamente. Mediante un acuerdo tácito se sigue haciendo “como si”, es decir, como si los cargos universitarios fueran ocupados exclusivamente de acuerdo a méritos individuales, y “como si” las adscripciones ideológicas no tuvieran ningún papel en los nombramientos. Pero hay todavía universidades de “izquierda” y otras “conservadoras”. Dentro de cada una hay también reductos que agrupan a los miembros de una o de otra familia ideológica. Dicho secreto a voces no es problemático cuando en la vida extrauniversitaria rigen condiciones propias al pluralismo ideológico o político de tal modo que cada estudiante es teóricamente libre de decidir en cuál alma máter y cátedras quiere realizar sus estudios.
Problemático es cuando rigen en el mundo político institucional sistemas bipartidistas, y lo que es peor, monopartidistas. En esos casos, la oferta ideológica es extremadamente limitada, y las universidades tienden a constituirse en simples prolongaciones académicas de poderes extraacadémicos.
Pero no sólo en el plano de las relaciones ideológicas, sino además en el de las personales, rigen, en la vida académica, formas y normas que eran constitutivas del orden de los gremios medievales. En el pasado haber sido aprendiz de uno u otro maestro era un signo que garantizaba la calidad de un arte o técnica, hecho que podía ser certificado en las prácticas manuales.
Un maestro que hubiera sido aprendiz de la casa Stradivarius poseía sin duda un “sello” de indiscutible prestigio en el rubro de la fabricación de violines. En las prácticas científicas el efecto es parecido, aunque no pueda verificarse en la realidad como en las actividades manuales y artísticas pues alguien puede haber sido discípulo de Einstein y continuar siendo un físico mediocre. No obstante, hay académicos que han aprendido a utilizar el “con quien” estudiaron de modo magistral.
Frente al extremo medievalismo de la universidad alemana, Max Weber ponía como contrapunto, en su libro clásico: Ciencia como Profesión, el otro polo: la universidad americana.
Por americanización de la universidad entendía Weber una suerte de mercantilización de la vida académica según la cual rige una flexibilidad en los cargos determinada más bien por las leyes de oferta y demanda y donde la enseñanza es concebida como una mercancía que ofrece la empresa, en este caso la universidad, a los consumidores, que son los estudiantes (p. 6). El estudiante paga una matrícula alta y compra así una determinada cantidad de conocimientos y con ello los correspondientes títulos que necesita para su plan de vida. La relación que impera en la academia es por tanto una relación empresarial que, por lo demás, es la misma que rige los destinos de la sociedad fuera de las universidades. En este contexto el profesor pierde la presencia majestuosa, casi papal, que adquiría en la universidad alemana en los tiempos de Weber. Como contrapartid se convierte en una suerte de vendedor público de saberes, teorías y conceptos y, como todo vendedor, ha de esforzarse para que sus productos sean más atractivos que los que ofrece otra empresa, en este caso, otra universidad.
Weber caricaturizaba ya en 1917 tanto a la universidad alemana como a la norteamericana. En uno como en otro caso se trata sólo, para emplear la propia terminología de Weber, de “construcciones ideales” que, por serlo tales, no encuentran jamás una correspondencia exacta con la realidad en el marco de los dos peligros que marcan el tenor de casi toda la sociología weberiana. Uno, el de la extrema racionalización; el otro, el de la extrema economización. Como es sabido, para Weber ninguno de los dos excluye al otro, constituyéndose así un tercer peligro que, valga la tautología, es el más peligroso, y éste es el que se da a través del entrecruce de relaciones capitalistas con la creciente complejización de la esfera burocrática, tema que hoy signa a casi toda la sociología de Habermas. Tanto una tendencia como la otra se sirven de estructuras de dominación “arcaicas”, de modo que la relación entre tradición y modernidad no sólo es antagónica sino además complementaria. Esto significa que una universidad puede estar edificada sobre bases medievales, constituirse como empresa moderna, y ser extremadamente burocrática a la vez, sin que todo eso implique, necesariamente, una contradicción.
Cuál es el modelo que ha de prevalecer en las universidades del futuro es un tema permanente en la discusión interuniversitaria. En algunos institutos norteamericanos se añora e idealiza a la antigua universidad europea. A la vez, en muchas universidades de Europa se intenta adoptar, indiscriminadamente, formas supuestamente americanas de funcionamiento. Como en los tiempos de Weber los académicos europeos viajan a EEUU, a veces sólo por una semana, y regresan encandilados con la agilidad, movilidad y flexibilidad que muestran algunas universidades del “nuevo mundo”. Continuamente presionan para imponer dichas formas y estilos en instituciones universitarias que han sido diseñadas en el marco de tradiciones diferentes, y a las que no es fácil, y quizás tampoco sea conveniente, renunciar. El resultado es que se ha ido formando en Europa un híbrido que conserva en sí todas las formas autoritarias y patriarcales de la universidad medieval a las que se agrega el autoritarismo burocrático estatal –en países como Alemania todavía muy fuerte– y la mercantilización del saber académico que es característica de algunas nuevas universidades norteamericanas (pues, por lo general, las tradicionales son más europeas que las europeas). Algo así como un McDonald dentro de la catedral de Notre Dame, pero atendido por funcionarios públicos.
En diferentes trabajos que se refieren a los procesos de modernización de instituciones tradicionales, Max Weber destacó que la tradición no excluye la modernización. En ese sentido, en muchas universidades modernas, la creciente mercantilización de las relaciones académicas no sólo coexiste con la burocratización de la enseñanza y con la mercantilización de la investigación científica; además, cada uno de esos procesos ha terminado por ser funcional al otro. Para poner un ejemplo, los proyectos de investigación científica que se realizan en un recinto universitario reciben financiamiento externo que puede ser del Estado, de empresas privadas, o incluso de bancos. Por lo tanto, si un profesor es interesante para una universidad, no lo es sólo por sus conocimientos o por sus cualidades sino también por su capacidad para obtener fondos y administrar proyectos; lo que implica, en primera instancia manejar un complejo de relaciones públicas y privadas que permitan canalizar medios de financiamiento para esos diferentes proyectos. De este modo el profesor posmoderno no sólo debe ser un sabio patriarca sino además un excelente manager, es decir, alguien con manejo empresarial y administrativo. De más está decir, en este caso, que las prestaciones de servicio y las relaciones de dependencia personal propias a la universidad medieval, se acrecientan cuando el profesor-empresario actual está, además, en condiciones de crear empleo, distribuir dinero y financiar investigaciones entre los miembros de su séquito. Éstos rara vez se encuentran en condiciones de cuestionar las teorías del profesor-empresario, por descabelladas que sean, so pena de poner en peligro no sólo sus posibilidades de ascenso profesional, como ocurría en el pasado, sino además su subsistencia económica. Ello quiere decir, y a eso voy, que el saber científico no sólo no es siempre objetivo ni puramente discursivo. Además es construido en espacios de relaciones que no excluyen las de dinero, subordinación e incluso, como he podido comprobar tantas veces, de simple servilismo. Sin embargo, que las universidades puedan ser convertidas en meras prolongaciones de fábricas, empresas e incluso bancos, no implica satanizar cualquiera posibilidad de des-estatización.
El Estado no ha sido en ninguna parte el mejor garante de la autonomía universitaria, a la que se ha confundido por lo general con autonomía estatal en la universidad, o con universidad como entidad aislada donde cada miembro pueda hacer lo que le da la gana, hasta llegar a albergar en su interior grupos terroristas (como ha sido el caso de algunas universidades latinoamericanas).
Pero des-estatización tampoco es necesariamente privatización, ni mucho menos, empresarización; ella puede ser entendida también en el sentido de la integración creciente de la universidad en un proyecto civil de sociedad. De acuerdo con Daxner: “La ciencia es una cosa pública, una res-pública. Y ya que los principales establecimientos de la ciencias son las universidades, hay que exigir que ellas sean establecimientos de propiedad pública. Esto significa que la universidad ha de pertenecer a todos los miembros de una sociedad, con todos los derechos y obligaciones que implica cada propiedad” ( p.193). No obstante, Daxner -uno de los mejores analistas de las universidades alemanas- no establece la diferencia entre "lo público" y "lo estatal". Una universidad puede ser privada y prestar enormes servicios públicos o puede ser estatal pero con una muy débil incidencia pública.
La verdad es que el punto arquimédico entre la universidad medieval, la universidad como aparato de Estado y la universidad-empresa, aún no ha sido encontrado. Quizás no exista. Puede incluso que lo que ha de caracterizar a las universidades del futuro sean combinaciones de diferentes formas institucionales, estableciéndose así una suerte de permanente equilibrio inestable dentro de ellas.
Con el fin del comunismo y de las ideologías para-estatistas que lo legitimaban, la universidad puramente estatal ha entrado en descrédito en casi todo el planeta. Pero aún subsiste en países donde el Estado sigue ocupando el centro tanto del proceso productivo como del ideológico (como es el caso en los países islámicos y en los restos de comunismo que perviven en China o Cuba), o en el marco de relaciones partidistas, como las que imperan en algunos países latinoamericanos donde no pocas veces los cargos docentes son ocupados por personas que, antes de dar pruebas de conocimiento han de dar muestras de fidelidad a un partido, régimen, Estado, o ideología. En Chile, para referirme a un caso que bien conozco, las universidades estatales están atestadas de “apitutados”, vale decir, personas que han alcanzado cargos académicos gracias a sus adhesiones políticas.
Como reacción a la, en muchos casos, corrupta universidad estatal, han surgido en diversos países latinoamericanos (así como en muchos de los países poscomunistas de Europa del este) micro-universidades empresariales (también llamadas “universidades chatarra”) que funcionan de acuerdo con el estilo impuesto por una economía mercantil, y que no reconocen ninguna otra ley que no sea la de la oferta y la demanda. En términos estrictos, esas no son universidades ni deben ser llamadas así. Se trata simplemente de institutos privados y empresariales de enseñanza especializada pero que, si vamos a seguir hablando de universidad no caben dentro de ese concepto. Puede sí que adelanten con su presencia el fin definitivo, y ya tantas veces proclamado, de la universidad tradicional. Pero ese ya es otro tema. No obstante, debe ser dicho que la formación de institutos autónomos, tanto dentro como fuera de las universidades, en lugar de permitir la aparición de entidades en las cuales la ciencia obtenga más libertad, crea las condiciones para que tales institutos puedan ser cooptados por intereses de Estado, o de corporaciones y empresas privadas.
La siempre anunciada crisis de la universidad resulta, en consecuencia, de la indefinición existencial de la institución. Si renuncia a sus fundamentos arcaicos, se transforma en una empresa comercial, o lo que es peor, en una instancia burocrática del Estado (y de los partidos políticos que lo controlan). Si renuncia a sus características empresariales modernas, se transforma en una reliquia de museo, o en un lugar para realizar visitas turísticas (como ocurre ya con algunas universidades “clásicas”).
La universidad moderna es portadora de una contradicción histórica hasta ahora no resuelta. Pero quizás la condición que permite que esa institución llamada universidad siga existiendo a través de los tiempos es la imposibilidad de resolver dicha contradicción. Eso quiere decir que la crisis de la universidad no es una anomalía. Por el contrario: la crisis puede ser también su forma natural de existencia.
Referencias:
Max Weber: Wissenschaft als Beruf, Reclam, Stuttgart 1995