Fernando Mires: LA RAZÓN ECOLÓGICA

 
  Nunca imaginaron aquellos científicos naturales que pusieron en forma científica a las relaciones de intercambio que se dan dentro de determinados marcos espaciales a los que concibieron como “sistemas”, que no sólo estaban investigando hechos naturales sino, además, abriendo una perspectiva política de dimensiones incalculables, es decir que esa, su ciencia, iba a situarse en el centro de los debates políticos del siglo XX y XXl. Desde luego, “algo” había en esa ciencia que la hacía proclive a su politización

El doble carácter de la ciencia ecológica
Que la ecología haya llegado a ser ciencia natural y política a la vez, es un privilegio que raramente pueden ostentar las ciencias no sociales. Porque hablar de una sociología o de una economía política se entiende por sí solo, pues las ciencias llamadas sociales limitan directamente con las escenas políticas de acción. Mucho más difícil sería hablar de una biología, de una química, de una física política. Ecología Política, en cambio, ha pasado a ser una ciencia impartida en muchos institutos de ciencias sociales y políticas; y en las más diversas universidades. Pero para que hubiera alcanzado ese doble status tan especial –ciencia natural y política a la vez– fue necesario que en algún momento el saber ecológico fuera politizado, como ocurrió una vez con la Economía, la que en su forma de Economía Política, compite, pero también se entrecruza con el saber ecológico.
Estoy seguro, por ejemplo, que si a la mayoría de los historiadores les fuera preguntado cuando la ecología fue politizada, afirmarían que ello ocurrió con la crisis de la sociedad industrial clásica (otros dicen civilización industrial). ¿Cuándo comenzó esa crisis? Frente a esa pregunta surgirían desavenencias y discusiones. No obstante, hay cierto consenso en el afirmar que lo ecológico hizo su entrada en la escena pública cuando esa crisis fue representada en acontecimientos y no sólo en teorías. La crisis petrolera de los años setenta puede ser considerada, desde ese punto de vista, como un acontecimiento, entre otros, que llevó a cuestionar las posibilidades de un crecimiento económico constante, que era hasta entonces la base de la economía clásica en sus dos formas principales: economía del crecimiento y economía del desarrollo. Ese debate- en sus orígenes puramente intercientífico- rebalsó la esotérica de los laboratorios e institutos hasta alcanzar esas dimensiones políticas que hoy nadie niega.

Actores ecológicos
Mas, la popularidad que alcanzó la ecología fue sólo la antesala de su politización. Pues no todo lo público es político, aunque todo lo político es público. Lo político aparece cuando el espacio público comienza a ser ordenado en líneas antagónicas, lo que significa que lo público se transforma en escenario de actores que agrupándose unos en contra de otros luchan por aquello que da precisamente sentido a la política: el poder. Puede que incluso se trate de actores despolitizados, o sin pretensión de figuración política; pero en la medida en que se enfrentan unos a otros, establecen, en las líneas que bordean el antagonismo, una lucha política. Por eso, al llegar a este punto es imposible continuar escribiendo sin intentar dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿quiénes eran esos actores que con sus luchas politizaron a la ecología?
En primer lugar, y es obvio, los representantes del saber científico-ecológico. En segundo lugar, aquellos sectores socio-culturales más receptivos al mensaje ideológico, y que desde una perspectiva moral, e incluso religiosa, lo llevaron a los espacios de protesta política. En tercer lugar, un potencial político de una “izquierda” predominantemente intelectual y académica que desde los años sesenta se encontraba a disposición sin haber encontrado escenarios de acción representativa..

Los portadores del saber
En el momento inicial los actores ecológicos eran sólo representantes de un saber distinto al que se había establecido como hegemónico tanto en las ciencias cómo en las prácticas que conllevan un estilo moderno de vida basado y orientado exclusivamente en torno de un supuestamente ilimitado crecimiento económico. Eran, casi todos, autores de libros e informes, algunos de los cuales se convirtieron en verdaderos acontecimientos. En muchos casos se trataba de funcionarios internacionales, que iban constituyendo, poco a poco, una suerte de sector disidente al interior de los paradigmas científicamente establecidos. Ellos señalizaban, efectivamente, la ruptura del paradigma central de la economía del crecimiento en los países industrialmente más avanzados, y de la economía del desarrollo en los países que poblaban el  mal llamado  Tercer Mundo.
Cuando llegue el momento de que sea escrita la historia del movimiento ambientalista, habrá que recordar nombres legendarios. Los trabajos acerca del significado de la entropía en los procesos de producción natural y económicos desarrollados por Geurgesco- Rogen; la crítica a la  maquinaria industrial de un L. Mumfordf; la defensa de “tecnologías conviviales”  por parte de I. Illich; la revaloración positiva de la producción en pequeña escala de F. Schumacher; el regreso a las economías simplificadas de M. Neef, y tantos otros, fueron hitos precursores de un nuevo estilo de pensamiento que, hoy lo sabemos, anunciaba un cambio paradigmático en el corazón mismo de la llamada “sociedad industrial”. Dichas ideas no tardaron en aparecer en informes internacionales. El informe Meadows; el del Club de Roma, Global 2000, hasta llegar a la comisión Brundland en 1987 desde donde nació aquella criatura llamada “desarrollo auto sostenible” la que, desde la ya legendaria Conferencia de Río (1992) ha llegado a ser parte del vocabulario oficial de representantes estatales que hasta ese momento no tenían la menor idea de lo que significaba el término ecología.
El movimiento ambientalista vivió, efectivamente, como todo movimiento, su fase infantil. Pero infantil significa también espontaneidad e imaginación, aptitudes que sólo pueden ser desarrolladas en espacios amplios o democráticos. En otras palabras, la idea ecológica sólo podía ser hija de Occidente, lugar real o simbólico donde nació la política y lo político; es decir: en un espacio público y democrático. Más aún; me atrevo a postular que  la democracia es condición básica para la expansión del pensamiento político ecológico. Y lo es en un doble sentido: porque el debate ecológico no podía prescindir de los más diversos juegos de opiniones, las que en las llamadas “sociedades cerradas” no son posibles, y porque ese debate requiere de instituciones que lo protejan y en cierto modo lo regulen. De ahí que me parece advertir que la lucha política ecológica surgió desde un comienzo unida al tema de la democracia y de su ampliación, lo que explica la estrecha relación que se da entre la política ecológica y el derecho, particularmente en la forma simbólica de derechos humanos, como trataré de comprobar algo más adelante. Pues el saber ecológico presiona no sólo para hacerse presente en el espacio deliberativo de lo político, función que ya ha cumplido con creces, sino que además en el espacio regulativo, a saber, el de las Constituciones y Leyes, y no por último, en las Convenciones Internacionales.
En ordenes autoritarios es imposible cuestionar paradigmas pues los paradigmas son partes de ese orden. Los portadores del saber ecológico pudieron desarrollarse en un orden que acepta, e incluso estimula las rupturas paradigmáticas. Eso significa en breve, que desde el comienzo hasta ahora, las nociones ecológicas no podrán ser separadas de los propios ideales democráticos desde donde surgieron. En términos epocales debería decirse que el ecologismo es parte de la revolución democrática de nuestro tiempo.

Moralistas y ecologistas
Fue quizás esa capacidad de autoelevarse de una instancia a otra, tan propia al discurso ecologista, la razón que inspiró –particularmente en países altamente industrializados– a determinados grupos culturales y sociales a manifestar su malestar frente a modos de producir orientados predominantemente al saqueo y al pillaje de los recursos de esta tierra. La mayoría de ellos estaba guiado, en su protesta, por una actitud universalista y moralista. Y siempre hay que contar que en cada orden hay personas que no sólo se mueven políticamente cuando sus intereses materiales inmediatos se encuentran amenazados, sino que a partir de convicciones, fundamentos y principios que son parte constitutiva de su identidad. Sin un mínimo de actitud altruista la vida social sería sólo un simple conglomerado de intereses y la práctica política sería imposible.
Así se explica que sectores más moralizados que politizados, muchos de ellos portadores de fundamentos religiosos, y distanciados de los cursos de la política tradicional, hubieran captado que existían además otras formas de hacer política que no dependían exclusivamente de los mecanismos periódicos de delegación sino, además, abrían posibilidades de protesta contra un orden de cosas: la llamada “civilización industrial”, la que aparecía en esos momentos como un edificio construido sobre falsos fundamentos. Comenzaba a nacer así una protesta ecologista con fuertes vinculaciones internacionales. Un movimiento global antes de que nadie hablara de globalización.
No hay política sin moral, se ha repetido tantas veces; aunque hay moral sin política. Eso quiere decir, que la acción política se sirve de morales establecidas, pero las transporta a otro espacios que no es el de la pura moral, lo que implicaba necesariamente, que en su marcha hacia los espacios de la política, el movimiento ecológico fuera dejando en el camino a muchos de sus fundadores que no se resignaron a abandonar los ámbitos de la simple protesta moral.

La Ecología y “la Izquierda”
La entrada de los movimientos ambientalistas en la antesala institucional debía portar necesariamente consigo sino una ruptura, por lo menos una alta carga de tensión, aún no superada, con otra vertiente fundacional del movimiento. He de referirme en este punto a un tercer grupo de actores, esto es, aquellos que venían de la llamada “izquierda no tradicional”.
Particularmente las generaciones antiparlamentarias de los años sesenta y setenta se encontraban, justo en el momento en que la razón ecológica comenzaba a transformarse en razón política, viviendo un momento de despolitización gradual que durante y después de la explosión de los años sesenta existía, antes que nada, en la forma de una subcultura de carácter predominantemente ínter-universitario. Esa izquierda, a diferencia de las izquierdas parlamentarias, socialdemócratas, laborales e incluso populistas, no correspondía, en general a ninguna negativa frente a una eventual “derecha”, y su campo de antagonismo estaba situado más allá de los conflictos reales, en la virtualidad absoluta de sus propias ideologías. Se trataba, objetivamente, de un actor sin escenario, o si se prefiere: de un representante sin representados. La realidad de esa izquierda era su propia teoría. Luego, era una izquierda más bien cultural que política, y por lo mismo, encapsulada en  sus propios rituales y en su propia mitología Como “izquierda” aseguraba una identidad ideológica negativa a sus miembros (anticapitalismo), la que sólo se reconocía en una serie de principios generales, más no en una práctica coherente. Muchos de sus miembros, por ejemplo, se distanciaba del “socialismo real”, pero sin atreverse a negarlo radicalmente por temor a hacer el juego del “enemigo principal”: el capitalismo occidental. Era, si se quiere, una izquierda sin política, y esto significa, sin acción política, ni escenario político.
Ahora bien, los movimientos sociales que comenzaron a cristalizar en diferentes países durante los años setenta, entre ellos, el ambientalista, ofrecieron a muchos sectores de esa izquierda la posibilidad de una (re)inserción en la escena política. Indudablemente, de esa cultura de izquierda fueron reclutados buenos organizadores, excelentes retóricos, intelectuales, y muchos activistas del movimiento ecológico. No obstante, ese cambio de posiciones, no tardaría en producir escisiones, primeros manifestadas al interior de esa misma izquierda, y después al interior del propio movimiento ecológico, pues era inevitable que esa izquierda no trasladara sus traumas, visiones e ideologías al escenario ambientalista. Para muchos de sus exponentes, sobre todo en sus comienzos, la lucha ecológica era sólo una de las formas que asumía la “lucha contra el capital”, y la defensa de la naturaleza sólo una continuación de la lucha de clases bajo “nuevas” formas. En las palabras de un cabaretista del movimiento verde alemán: “si el proletariado ha muerto; que vivan los árboles”.
El exceso ideologista que portaba la izquierda que pasó a insertarse en los movimientos ambientalistas, contribuyó en alguna medida a la formación, e incluso, endurecimiento, de un polo opuesto: El de los ecologistas puros, muchos de los cuales provenían también de esa izquierda sin política, pero que desencantados, buscaban en los principios ecológicos un lugar de refugio narcisista desde donde, con yogurt y cena macrobiótica, aire puro y vegetación sin antipesticidas, etc., pretendían crear “formas alternativas de vida”, lo que significaba, en  buenas cuentas, recluirse en el mundo de la cultura, sin arriesgar la entrada al espacio público. En algunos países europeos, continuando en cierto modo las tradiciones “hippie” que coexistieron y en cierto modo impregnaron las revueltas de los años sesenta y setenta, los nuevos activistas trasladaban sus visiones comunales fuera de las ciudades, organizando cooperativas agrarias. Algunas de estas cooperativas todavía subsisten, pero organizadas bajo eficientes criterios capitalistas.
No obstante, e independientemente a esas inevitables deformaciones de nacimiento que todavía marcan el curso a veces titubeante de los movimientos ambientales, la izquierda importó también al campo ecologista su noción radical de justicia social, lo que significaba, que las reformas ecológicas debían ser entendidas como medios de reivindicación social, y no sólo “natural”, y por lo mismo, no al precio de pasar por alto intereses de grupos sociales subalternos. De este modo, temas como el agua, el aire, el clima, pasaron a ser entendidos en directa relación con sus usuarios: los humanos, y por cierto, con los problemas que implica su administración. La inserción de esa izquierda en la ecología, permitió, en síntesis, que el movimiento no cayera definitivamente en manos de gurús panteístas, por un lado, o de técnicos ecologistas por otro, facilitándose así el camino de la politización del movimiento en su conjunto. Dicha politización se hizo sobre todo manifiesta, cuando, a partir de una determinada fase de crecimiento discursivo, el ecologismo pasó, de la simple protesta, a la concertación de medidas de acción, lo que implicaba reconocer la pluralidad de intereses en juego que frente a cada problema se hacían presente, aceptar la mediación de instituciones estatales, incluso las parlamentarias, y ajustar su práctica a sistemas jurídicos establecidos. No deja de ser interesante que, evolucionando a partir de esa izquierda, y en contacto permanente con el problema ecológico, haya surgido una generación políticamente institucionalizada que ha hecho posible que el Estado no sólo aparezca como representante de una política de crecimiento y desarrollo;  también como representante de intereses entrecruzados, entre los cuales se encuentran los de los actores ecológicos de nuestro tiempo.

El reencuentro del Estado

Al pasar a la fase de la intervención política, el movimiento ambiental se vio en la necesidad de vincularse al Estado, ya fuera por adscripción política partidaria, ya fuera por aceptación de las reglas del juego que devenían del sistema jurídico. Pero ese Estado, a su vez, ya no era el Estado de la “sociedad industrial”, es decir, el representante de una cadena extendida de modo vertical que articulaba en eslabones sólidos la política con las organizaciones económicas de los empresarios e industriales, en el marco de procesos de producción económica que privilegiaban a la industria pesada, ya sea en los países en donde esta yacía, como en aquellos que la esperaban como tabla de salvación frente al “subdesarrollo”.
El movimiento ambientalista surgió efectivamente de modo paralelo y sincrónico con el deterioro del orden industrial clásico y creció también de modo paralelo y sincrónico con aquel otro que en el imaginario de los sociólogos es conocido como el de “la sociedad digital”, de tal modo que dicho movimiento tuvo la particularidad de enlazar dos tradiciones temporalmente separadas: Una, la naturalista, que desde los inicios del período capitalista viene realizando protestas en contra de la radicalidad de la modernización, y otra, la post-moderna, que, ligada a nuevas visiones de progreso, eleva una crítica a la “sociedad industrial” en nombre de “otro progreso”, y que en lugar de la industria pesada del capitalismo clásico, aboga por una economía computarizada, donde la digitalización y lo virtual actúen como agentes productivos, mediante la instauración de estructuras de producción y de trabajo flexible que operan en gran medida en los sectores de servicios.
Ahora bien, ese paralelismo y sincronía del movimiento ambiental con las configuraciones post-modernas en los campos de la economía y de la cultura, no es simple casualidad. Pues, en su forma intelectual, el movimiento ambiental es un resultado de la crisis de los modos “fordistas” de producir (división del trabajo, producción y consumo de masas, Estado distribuidor, etc.) basados en el uso intensivo de la fuerza de trabajo asalariada y en las utilización desmedida de energía fosilística.
El ambientalismo es, si se quiere, una protesta articulada de sectores políticos y culturales que perciben que el Estado ya no puede, no digamos controlar, pero ni siquiera coordinar, la totalidad de la vida social, la que en el marco de la llamada globalización parece escapar de sus esferas, apareciendo por doquier nuevas formas de organización. Y si el esquema vertical con el Estado en la cúspide no funciona, sólo quedan dos alternativas: o los actores sociales caen en el desorden más caótico en espera de que el Estado alguna vez regrese, o crean formas inter-comunicativas que alteren la geometría vertical de la “sociedad-Estado”. Una de estas formas de organización diagonal y horizontal, está constituida por las llamadas redes de intercomunicación social y política, las que, más allá de las necesarias  estructuras institucionales e incluso partidistas “clásicas”, han sido las formas predilectas de organización ambientalista en los últimos años. Gracias a la comunicación reedificada, el movimiento ambiental ha logrado coordinar acciones supranacionales, hasta alcanzar las más altas cúspides internacionales, donde, detrás de las declaraciones que firman gobiernos se encuentra ese trabajo de hormiga desarrollado por organizaciones no gubernamentales, grupos derecho-humanistas, e iniciativas locales coordinadas.

La gente que vive ahí

En cualquier caso, más allá de la globalización, de la digitalización y de la virtualización de los medios inter-comunicativos, la protesta ambiental tiene lugar en determinados espacios pues, ella misma, por definición (ambiental), se ha aventurado a recuperar espacios de reproducción de la vida frente a quienes consideran al espacio sólo como un lugar de reproducción de ganancias, a partir de consideraciones empresariales e incluso nacional- estatales.
Sin la reivindicación del uso equitativo del espacio, el movimiento ambiental no existiría. De este modo se entiende porque una de las conflagraciones políticas más relevantes de nuestro tiempo puede ser encontrada a partir de la contradicción entre dos modos de valorar el espacio. Un modo que “pone en valor” determinadas zonas de acuerdo a proyectos que han surgido muy lejos del espacio monetariamente “valorizado”. Otro modo que valora el espacio, de acuerdo al significado real que ofrece a quienes viven dentro de sus límites. De acuerdo a la primera noción, espacio es sólo sinónimo de “lugar”. De acuerdo a la segunda, espacio es sinónimo de “hábitat”, término que designa mucho mejor la relación entre individuos y grupos con el ambiente que comparten, y en donde desarrollan sus modos de vida, es decir, sus relaciones de identidad, sus tradiciones, sus organizaciones, en fin, su cultura. Espacio, en ese sentido, sería un lugar asociativamente cultivado.
Al fin y al cabo, la noción de espacio depende de la perspectiva desde donde se le ve, y un espacio puede ser visto desde fuera, desde lejos, pero también desde dentro. Y en cada caso, la visión es distinta, como distintos son los tiempos que transcurren al exterior y al interior de esos espacios. De ahí que alterar las relaciones de espacio, es alterar las relaciones de tiempo de sus usuarios (y viceversa), y en el caso de los espacios habitados por comunidades y pueblos, alterar las relaciones de tiempo significa alterar las relaciones de vida de los humanos, es decir, las condiciones que hacen a la reproducción de las identidades colectivas e individuales.
No obstante, más allá de cosmovisiones panteístas, no está escrito en ningún código universal que bajo determinadas condiciones no haya que alterar las relaciones espaciales donde habitan pueblos y culturas, más allá de lo que piensen los representantes de esa suerte de “fundamentalismo culturalista” que ha surgido también como una secuela del auge ambientalista. Estas, las relaciones espaciales, están siendo de un modo u otro siempre alteradas, y no sólo por hechos traumáticos como deforestaciones, deportaciones o guerras, sino que muchas veces por los propios habitantes de esos espacios, ya que habitar un espacio significa usarlo, y usarlo es en cierto modo, “alterarlo”. De tal modo que el problema que está planteado no es la conservación sagrada de los espacios sino qcual es el grado de alteración que puede soportar un espacio para sus habitantes inmediatos, para una nación en general, y por último, para el propio planeta. Pues, cada espacio está situado en un marco jurídico territorial, y casi siempre en una nación.
Ahora bien, en tanto las reivindicaciones ambientales pretenden liberar el espacio de un sobrepeso de destructividad que tarde o temprano se vuelve en contra de la misma racionalidad económica, quienes defienden políticas ambientales han tenido que articularse, quieran o no, con los habitantes de esos espacios, teniendo lugar así una suerte de inesperada relación entre la llamada lucha ecológica propiamente tal y las de diferentes grupos humanos, sobre todo, las de los llamados “pueblos”, por la conservación de sus espacios de reproducción, material y cultural. Pero eso no fue así desde el comienzo. En los momentos preliminares de la lucha ecológica, los habitantes de los espacios que había que rescatar a la modernidad industrial constituían para “los salvadores del planeta”, sólo factores secundarios.
Hace algunos años me contaba por ejemplo un encargado de planificación urbana en un país de América Central, que por encargo del propio gobierno del país, llegó a ese país un grupo de técnicos escandinavos especializados en procesos de reforestació con el objetivo de planificar la reforestación de las zonas altas que rodean la ciudad, a fin de evitar nuevos derrumbes provocados por las inundaciones. Después de una evaluación hecha a primera vista, el director del grupo explicó que el trabajo básico podía estar terminado en el plazo de un año. El planificador le contestó que eso significaría trasladar de lugar a las personas que vivían en los cerros, y eso podía durar más de un año. La pregunta del director del grupo fue muy sintomática:
– ¿ Es que vive gente aquí?
Tanto para los empresarios, como para los ecologistas, los espacios no eran, en un comienzo, un “hábitat”; eran simplemente lugares. Hoy esa relación está cambiando radicalmente. Primero hay que preguntar por la gente. Porque esa gente que pueblan los lugares son, en muchos casos, pueblos; y un pueblo no sólo es la población. Es algo mucho más complejo.
“La gente que vive ahí” ha encontrado, gracias entre otras razones a los accesos institucionales que les ha ido brindando la lucha ambiental, muchas posibilidades de hacerse presente, es decir, de hacer política; y no sólo frente al interlocutor tradicional, el Estado, sino además frente a organismos internacionales que si bien pueden no representar la legalidad de cada Estado, gozan de la legitimidad que esos Estados les han conferido a través de la firma de múltiples acuerdos y convenciones. De este modo, la lucha por la defensa espacial se manifiesta en diferentes lugares a la vez. Y ningún conflicto es igual a otro, es decir, es siempre “nuevo”, y en tanto la política se ocupa de “lo nuevo” lleva, cada vez más, a la politización de la lucha ambiental.

Existen, evidentemente, muchas zonas en donde el saqueo ecológico, en su complementación con el económico, ha alcanzado tanta intensidad que ha terminado por dañar, a veces irremediablemente, tejidos comunitarios y sociales. La fragmentación de la naturaleza va acompañada en muchos casos de fragmentación social (al revés ocurre lo mismo). De este modo, suele suceder que algunos ambientalistas asuman teóricamente el rol de “abogados” de tales grupos, es decir, hablar en nombre de “ellos” (los pobres, los erradicados, las víctimas) pero sin ellos. Eso posibilita que en muchos situaciones los “abogados de la naturaleza” sé autonomizan de los representados que desean representar, y terminan por recrear en su propio imaginario, formas simbólicas de representación que substituyen a las reales Créame el lector: cuando escucho a determinados ecologistas referirse de un sólo plumazo a todos los pobres de la tierra; o cuando comienzan a hablar del “tercer mundo”; y todavía peor: cuando amontonan en una sola y minúscula palabra toda la miseria de este mundo; en esa palabra llamada “Sur” (en oposición a un supuesto y millonario “Norte”), presiento que esos ecologistas sólo están hablando de ellos mismos, de sus propios nortes y sures internos, pero no de aquellos a los que dicen representar; en todo caso: no están hablando en nombre de “la gente que vive ahí”, porque “ahí” significa referirse a un espacio ni virtual, ni ideológico, ni imaginario.
El “ahí” es siempre concreto, y “la gente que ahí vive” lleva nombre y apellidos.