Fernando Mires – LA ESPADA DE JESÚS



Mientras todavía hablaba, vino Judas, uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos, de parte de los principales sacerdotes y de los ancianos del pueblo.Y el que le entregaba (Judas) les había dado señal, diciendo: Al que yo besare, és, prendedle. Y en seguida se acercó a Jesús y dijo: ¡Salve, Maestro! Y le besó.Y Jesús le dijo: Amigo, ¿a qué vienes? Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron. Pero uno de los que estaban con Jesús, extendiendo la mano, sacó su espada, e hiriendo a un siervo del sumo sacerdote, le quitó la oreja. Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. (Mateo 26:52)

La espada del discípulo que defendió a Jesús no tiene nada de santa y mucho menos de metafórica. Según cuenta Mateo, esa espada cortó nada menos que una oreja al enemigo que, de acuerdo a la traición de Judas, provenía de un grupo armado con palos y espadas cuyo objetivo era apresar al Hijo del Hombre. Leamos con atención el testimonio de Mateo: “…..vino Judas, uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos“. Esto nos dice que los tiempos en los cuales predicó El Nazareno, eran tiempos de guerra.

Jesús traía su mensaje en medio de tiempos violentos. Pero como sabemos, el suyo no era un mensaje de reconciliación. Jesús coincidía, pero a la vez diferenciaba su discurso de los saduceos que postulaban asimilarse a Roma. Al otro lado combatían con denuedo los rebeldes, los judíos zelotas, en abierto estado de insurrección. Pero el discurso de Jesús tampoco era de acomodamiento, como sí lo fue el de la fracción mayoritaria, la farisea.

La palabra de Jesús iba mucho más allá del reino terreno. Su reino no es de este mundo, así se lo dijo al atónito Pilatos. Su reino es el de Dios, quiso decir. Pero Jesús vivía en este mundo. Desde cada casa, desde cada calle, elevaba de un modo improvisado y espontáneo su mensaje divino. Jesús nunca predicó más allá de su tiempo y de su lugar. Su prédica celestial era radicalmente terrenal.

Probablemente el discípulo que cortó la oreja al soldado era un judío zelota. Seguía a Jesús, amaba a Jesús, pero estaba armado. Así nos enteramos de que también entre los discípulos de Jesús había hombres armados: guerrilleros de la lucha de resistencia del pueblo judío en contra de la invasión imperial. No nos extrañemos: vuelvo a repetir: eran tiempos de guerra.

Jesús no predicaba la guerra pero si pensamos en su su dolorosa muerte desde una perspectiva histórica, podemos decir que él fue una víctima de la guerra. Si hubiera vivido en tiempos más pacíficos, nunca habría sido crucificado. En ese instante, Jesús, que sabía (o por lo menos, intuía) su destino, asumió su condición de víctima, como diciendo: en cada víctima de la guerra estoy yo. Eso significa que al asumir el destino que lo llevaba a su muerte no fue indiferente frente al mundo en que vivía. Como hombre, Jesús quería vivir y nunca glorificó a la muerte. Mucho menos a la crucifixión. Todo lo contrario: asumió el partido de las víctimas en contra del partido de los victimarios. No en los victimarios, sino en sus víctimas sintió a la presencia de Dios. La crucifixión de Jesús, el Cristo, continúa siendo una acusación en contra de quienes, en nombre de la razón de un imperio, lo asesinaron.

Jesús, esto es lo importante, no podía ser imparcial ni contemplativo frente al Mal. Entre el mal absoluto y el bien que viene de Dios, no había reconciliación. Por eso murió crucificado. En una cruz, un instrumento de tortura y muerte. Luego, es falso decir que Cristo rendía culto a la cruz. Adorar a la cruz habría sido lo mismo que adorar a una guillotina o a un patíbulo o a una silla eléctrica. La cruz –ese es su significado– fue para Jesús un testimonio en contra de sus crucificadores: un desafío, un estandarte de lucha.

Si hubiera permitido luchar al que con su espada cortó la oreja del adversario, Jesús habría sido solo una víctima de una simple refriega militar. Y su cadáver uno más de los tantos que aparecían sangrando en los suburbios de Jerusalén. Si aceptó ser juzgado y luego crucificado, asumió el rol de la lucha – sí, de la lucha- en contra de la muerte, aún sabiendo que iba a morir.

El cuerpo de Jesús, en su larga agonía, murió luchando en contra de la muerte. Morir en contra de la muerte es comenzar a andar ese camino que lleva de la transitoriedad a la eternidad del Ser. Por lo mismo, no en la crucifixión sino en la resurrección yace el legado final de Jesús. Paulo, el apóstol, lo entendió perfectamente cuando dijo: “El amor (la vida, Dios) es más fuerte que la muerte” (Romanos 8,8,11).

La pasión de Jesús fue, por lo tanto, un acto de rebelión. Podéis destruir mi cuerpo, pero yo regresaré en vosotros, fue lo que dio a entender. Por eso ordenó a su amigo, “guarda la espada”. Como si le hubiera dicho: para esta guerra, compadre, no la necesitamos. "Guarda la espada, porque todos los que tomen espada, con espada perecerán". Y para que los demás no murieran, murió él. Sin espada y en la cruz. La cruz fue su espada.

No fue esa la primera vez que Jesús hablaría de la espada. Si lo entendemos de modo secuencial, la espada y no la cruz fue el enunciado de su lucha apostólica. Leamos de nuevo a Mateo (10, 34, 36):

No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los de la propia familia .

La espada de Jesús en esta frase es metafórica y real a la vez. La espada es el signo de la división pero también es un arma militar. En Jesús, la espada es una proclama a sus discípulos. Para seguir a Dios hay que buscarlo y para buscarlo hay que confrontar a todo lo que se oponga a la presencia de Dios en el Ser. Con esa espada que es la fe.

La búsqueda de Dios divide a los humanos entre los que lo niegan y los que lo buscan. Y los divide en el mundo, en las naciones, en la vida pública, en las relaciones de intimidad, incluso en las más caras, que son las de la familia. Podríamos agregar con el permiso de Jesús: La espada nos divide a nosotros mismos en dos. La búsqueda de Dios es luchar por encontrarlo en el alma y en el cuerpo de cada uno.

Fue Benedicto XVl quien repitió en diversas ocasiones que él no veía ninguna contradicción fundamental entre la religión y la ciencia pues ambas buscan (luchan) por la verdad. Desde ese punto de vista, el Papa vio en Galileo un buscador de la verdad, alguien que entendió lo que no entendió el apóstol Pedro: que la verdad no se ve ni se toca pues reside más allá de los límites de nuestro sistema sensorial. No obstante, la verdad puede ser alcanzada con el pensamiento. Y aquí debemos ser precisos: el pensamiento viene de la incertidumbre y de la duda así como la luz viene de la oscuridad. No puede venir de ninguna otra parte.

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida: dijo Jesús (Juan 14:6) Quiere decir; ni la verdad ni la vida están dadas, hay que buscarlas con el pensamiento (camino) y para encontrarlas necesitamos debatir a los que niegan esa triada que es divina y humana a la vez.

Para debatir buscando a la Verdad y a la Vida, necesitamos del camino del Logos, que es el espíritu convertido en lógica y, por lo mismo, la lógica convertida en palabras. Por eso, durante su residencia en la tierra, Jesús no paró de discutir, debatir, confrontar a sus enemigos. Jesús era un gladiador de la palabra, pero no de la escrita en los libros, sino de la que viene de la permanente discusión entre los mortales (El cristianismo no es una religión de libro, lo dijo el mismo Benedicto) Luchar por la verdad significa luchar en contra de la mentira. Luchar por la vida es luchar en contra de la muerte: tomar el partido de Eros y no el de Thanatos.

Y para que esas tres luchas sean posibles, necesitamos de un camino iluminado por la esperanza y la fe. El pensamiento no es el espíritu en sí, sino ese camino que conduce al espíritu. Pues sin pensar en Dios nunca alcanzaremos a Dios. Negar la libertad de pensamiento es, por lo mismo, negar a Dios. El pensamiento es la luz de la caverna de Platon. Ese es el trasfondo político griego que late en las palabras del judío Jesús.

Cierto es que Jesús nos dijo que debíamos amar a nuestros enemigos. Pero nunca nos dijo que no debíamos tener tener enemigos. Al contrario: nos trajo la espada y no la paz.

La espada de Jesús es el signo de la lucha en contra del mal (el enemigo) que nos invade. El mal será siempre un invasor.