Fernando Mires - CHILE, DEMOCRACIA VIVIENTE

 


1.

Hay una relación casi directa entre política e historia. Podríamos afirmar incluso que cada nación se constituye a sí misma por medio de la acción política. Sin vida política la historia de una nación sería una suma de hechos inconexos. La política ordena acontecimientos, los conforma como procesos y traza las líneas divisorias entre fines y comienzos. Y dentro de ese acontecer, las elecciones periódicas ocupan un lugar privilegiado.

A través de cada elección una nación mide sus fuerzas, rearticula alianzas y señala cuando finaliza o comienza un capítulo de una novela sin fin. Así, podríamos distinguir dos tipos de naciones: las jurídicamente constituidas y las que, además, son políticamente constituidas. Chile pertenece al segundo tipo. Y con mayor razón ahora, cuando gracias a una elección para-constitucional, esa “larga y angosta faja de tierra” ha decidido re-constituirse políticamente.

Cierto, dirán algunos, pero hay que distinguir entre elecciones de primer y segundo orden. Las de primer orden, se supone, serán las presidenciales, donde el panorama, como en toda democracia, volverá a cambiar. No obstante, hay razones para pensar que las que tuvieron lugar el 16.05 del 2021 no solo fueron de primer, sino de primerísimo orden. Lo digo por que si hay algo que está por sobre la figura presidencial, es la Constitución. Y ese día de mayo los chilenos decidieron los nombres de los actores que deberán dar origen a un nuevo orden constitucional. En ese sentido fue una elección histórica.

Histórica además porque marcó nuevos comienzos. Fueron elecciones paritarias, fue establecido un espacio de representación fija a los pueblos originarios (15 escaños), surgieron vías para la descentralización administrativa (ese es el sentido de la sustitución de la figura del intendente por la de gobernador) y las agendas fueron actualizadas porque además de las temáticas puramente sociales o económicas incorporaron las de género, indigenistas, ambientalistas, e incluso generacionales (hubo masiva participación juvenil).

En el hecho, tuvieron lugar cuatro elecciones: las de alcaldes, las de concejales, las de gobernadores y las constitucionales. No sabemos si fue buena idea mezclar lo más local con lo más nacional. Lo que sí sabemos es que los electores votaron de modo distinto en cada una de esas elecciones, es decir, supieron distinguir entre lo político-inmediato y lo político-histórico.

Desde el punto de vista de lo político-inmediato, la bomba atómica fue la debacle de la derecha. Desde el punto de vista de lo político-histórico, lo más imponente fue el triunfo de los independientes políticamente organizados. Dificil encontrar un fenómeno parecido en la historia de la tierra y del universo celestial. Ya hablaremos sobre eso. Comencemos por lo inmediato.

2.

La debacle electoral de la derecha era de esperarse. Todo gobierno en sus fases terminales muestra síntomas de desgaste. Recordemos que en un periodo similar al que resta a Piñera para terminar su mandato, Bachelet bajó al sótano del 12% de aprobación. Si a ello sumamos los efectos de la pandemia, más allá del éxito del programa de vacunación –no hay nada más impopular que las cuarentenas– el retroceso electoral de la derecha era de esperarse. Y si agregamos la impopularidad que ha creado el mismo Piñera alrededor de su persona, el clima de lucha por la igualdad que ha sobrevenido en el país después de los estallidos sociales del 2019, y sobre todo, las profundas divisiones entre los partidos de derecha, apenas ocultable por una aparente lista única ("Vamos por Chile"), nadie podía esperar un resultado favorable.

Lo nuevo, lo sísmicamente nuevo, fueron las proporciones de la derrota: 20,56% y 30 electos.

Desde una perspectiva de izquierda, si se quiere sacar cuentas alegres, los resultados parecían ser favorables. Por lo menos para la exportación. Medios de comunicación como Washington Post, New York Times, CNN, Deutsche Welle, como si se hubieran de puesto de acuerdo, dieron a conocer un día después de las elecciones el siguiente resultado. Los partidos de izquierda 33,19%. Los de derecha 21,37%.

Cualquier lector no avisado podría creer que Chile había sido tomado por la izquierda, esta vez sin UP y sin Allende. Una segunda mirada muestra que no fue así. Pues esas diversas izquierdas no solo no son sumativas sino competitivas e incluso excluyentes entre sí.

A riesgo de simplificar, distingamos dos bloques. Una izquierda a la que llamamos histórica o tradicional y otra a la que llamamos emergente. Ahora, si observamos la votación del primer bloque, organizados junto con la Democracia Cristiana en la lista “Apruebo” y heredera de la antigua "Concertación", la votación alcanza un 18,74% y 28 electos. Significa: la izquierda tradicional se encuentra más abajo todavía que la derecha tradicional. A partir de ahí podemos hacer entonces otra lectura: no solo la derecha, sino toda la clase política tradicional chilena se encuentra, como dice el tango: “cuesta abajo en la rodada”. Para muchos chilenos, novedoso. Pero visto desde una perspectiva global, nada extraordinario.

3.

Chile ha sido contagiado por la crisis mundial del tronco político de la modernidad occidental. El mismo fenómeno lo podemos observar en países como Francia, España, Portugal e incluso Alemania. Pero ¿no está Chile en Sudamérica? ¿A qué viene esta comparación? La repuesta es simple: Chile es el único país sudamericano cuyos partidos mantienen una relación de equivalencia con las formaciones políticas europeas. Para explicar de modo anecdótico, recuerdo que una vez un político argentino me dijo: “Tienen suerte los chilenos aquí en Europa. En todos los países europeos hay partidos liberales, conservadores, socialistas, comunistas, socialcristianos, como en Chile. En cambio yo, mire hacia donde mire, no encontraré jamás un partido peronista”. Y es cierto, por razones que es imposible analizar en un breve artículo, la formación política chilena es un producto de importación.

Chile es un país del tercer mundo con una superestructura política europea. Y eso, en contra de lo que pensaba el argentino, tiene también desventajas. Una es que los chilenos están viviendo, a su modo, la crisis de la formación política euro-occidental, una que se caracteriza por el deterioro del tronco político tradicional de la modernidad y cuyas cuatro ramas son los partidos conservadores, liberales, socialcristianos y socialistas. Basta mirar las cifras: socialistas: 4,84%, demócrata cristianos: 3,65%, PPD (socialdemócratas): 3,65%. No son resultados para saltar en una pata.

Y bien, al igual que en diferentes países europeos, la desintegración de la solidez del tronco político tradicional (“derrota transversal” en las palabras del presidenciable de derecha, Mario Desbordes) no ha generado un vacío, sino más bien una zona gaseosa en donde han aparecido diversas fracciones políticas. Zona más cultural que política que ha dado origen a agrupaciones heterogéneas como el Frente Amplio en cuyos interiores pulula una flora y fauna, desde feministas, indigenistas, veganos, ecologistas, animalistas, ex marxistas, revolucionarios, post-revolucionarios, libertarios, en fin, como se dice en Chile “de un cuanto hay”. A toda esa masa aparentemente inorgánica se suma el Partido Comunista (4,99%) con su vertical disciplina y experiencia social. Desde allí aparecerán nuevos partidos. Serán los neo-partidos de la posmodernidad chilena. Algunos están tomando formas: Revolución Democrática (5,99%), Convergencia Social (3,23%), Federación regionalista Verde Social (1,74%). 

En breve, Chile está viviendo de modo paralelo a la crisis de representación, un proceso de transición que llevará hacia la construcción de una nueva formación política. “Hacia otro país”, en las palabras del democristiano Ignacio Walker (El Mostrador 19.05).

Naturalmente, entre los viejos y los nuevos partidos de izquierda habrá alianzas, compromisos, bloques. El “chuchoqueo” está recién comenzando y ya apunta hacia las presidenciales. Aunque un bloque total entre las dos izquierdas, aparece como algo difícil.

La derecha dura, la vamos a llamar metafóricamente, derecha “trumpista”, a diferencias de una derecha “merkelista”, apareció borrada del mapa. Pero cuidado, las apariencias engañan. La abstención, que fue enorme, se alimentó en parte de un electorado de derecha que, al haber optado por el “rechazo” en octubre del 2020, no quiso a acudir a los lugares de votación y prefirió la abstención. Cierto, es una especulación, pero con alto grado de probabilidad. En octubre del 2020 la participación alcanzó un 50,9%. En mayo del 2021 apenas un 42,5%.

Summa summarum: Chile, aunque gane la izquierda, no es un país de izquierda. Una futura alianza izquierda-izquierda pasaría por la exclusión de la DC y por la deserción de los sectores más centristas de la izquierda histórica. Pero sí podría llegar a ser en un corto plazo un país de izquierda-centro e incluso de centro-izquierda. Las derechas, a su vez, tendrán que esperar un nuevo turno, y para eso falta mucho. Lo cierto es que desde las elecciones de mayo ha sido abierto un abanico de acuerdos y alianzas. Chile continuará manteniendo una democracia de hegemonías alternadas, sin eternizaciones en el poder. Como debe ser. Más todavía después que frente al dilema constituyente emergió como fuerza mayoritaria la de los independientes políticamente organizados (“no neutrales”)

4.

El resultado obtenido por los independientes fue histórico: nada menos que 45 escaños. Un terremoto que tiene muchos antecedentes, opina el columnista del diario La Tercera, Daniel Matamala. Entre ellos los proto-estallidos en Magallanes, Aysén, Chiloé y Calama; las luchas medioambientales de Freirina y Petorca; el No a Hidroaysén; la marcha de No+AFP; el movimiento feminista, y tantos otros. Así y todo la irrupción de los independientes fue un fenómeno: un hecho inédito, uno que escapa a toda norma, uno que diferencia al paisaje político chileno de todos los modelos europeos y latinoamericanos a la vez. ¿Cómo interpretarlo?

A primera vista, una revolución socio-constitucional en contra de la clase política. Algo hay de verdad en eso.

El independentismo político chileno no fue solo expresión de un desencanto con la política sino una decisión colectiva destinada a implantar posiciones más allá de los partidos. Una clara demostración según la cual los electores decidieron no ser partidistas, por lo menos no a ultranza. Ni militantes, ni clientes, ni siquiera, simpatizantes de acuerdo a las clasificaciones de Max Weber ("Política como Profesión"). Pero tampoco a-políticos. Todo lo contrario, el movimiento de los independientes –podemos llamarlo así- es la expresión de una decisión ordenada para reconfigurar un nuevo modo de (auto) representación electoral. Esa es una gran diferencia entre la conducta de los electores chilenos y los de otras latitudes. Frente a la crisis institucional, ideológica e incluso moral de la partidos, los candidatos independientes no se dejaron llevar por la marea populista. Todo lo contrario: canalizaron las demandas masivas por una vía constitucional, institucional y democrática.

Para ser más claros: existe populismo cuando por lo menos se dan tres factores: una masa en estado anómico, un líder redentor y mesianico, y un sobrepaso de la institucionalidad vigente. Y bien, en las elecciones de mayo no apareció ninguno de esos tres factores. El desborde anómico que pareció irrumpir en las fases ulteriores del estallido social del 2019 fue canalizado constitucional, institucional y electoralmente. A su vez, ni en los estallidos ni en las elecciones apareció un caudillo nacional. Corresponde con la orientación gregaria, relativamente impersonal -portaliana dirán algunos- de la política chilena. Como sea, los caminos para que aparezca un Chávez o un Evo, un Bolsonaro o un Bukele, están por el momento cerrados. Y no por último, el movimiento independiente no solo act en los marcos de la Constitución, sino que, además, su cometido será generar una nueva Constitución.

Ni siquiera podemos decir que el movimiento de los independientes (claro está, algunos no son tan independientes) es anti-partido. Los independientes impusieron su mayoría en las elecciones para-constitucionales, no así en las locales. Como si los electores estuvieran dirigidos por una suerte de pensamiento colectivo, no quisieron que la nueva Constitución fuera dictada por la ideología o por los intereses de los partidos. Pero a la vez reconocieron que el rol de los partidos debe ser mantenido en las circunscripciones territoriales, sean gobernaciones o comunas. Al pueblo lo que es del pueblo, a la política lo que es de los políticos.

No obstante, aún en en esta repartición de competencias hay hechos novedosos. No pocos candidatos fueron elegidos más por sus cualidades personales que por sus pertenencias partidarias. Eso también es nuevo en Chile. Para poner dos ejemplos: Yasna Provoste, presidenta del Senado, es la política más popular de Chile al mismo tiempo que su partido fue el más grande damnificado a nivel nacional en las elecciones de mayo. Daniel Jadue, el comunista reelegido alcalde de Recoleta con más de un 60%, lo fue no porque sus votantes sean marxistas-leninistas sino porque ven en él virtudes políticas personales de las que carecen otros (dedicación, honestidad, sentido social). Así, podemos decir que Jadue fue elegido no gracias, sino pese al partido al que pertenece.

5.

Cuatro elecciones en donde se mezcla lo inmediatamente contingente con lo histórico trascendente. Las elecciones locales han preparado el camino para las presidenciales las que, más allá de las diversas constelaciones y alianzas, no cambiarán la orientación política centrista de Chile. Lo más probable es que surgirá una combinación de izquierda-centro que muy pronto se transformará en una de centro-izquierda la que convertida en gobierno creará las condiciones para la recuperación de las derechas y esas a su vez solo podrán crecer si orientan sus pasos hacia el centro. Al fin y al cabo la democracia solo vive cuando hay alternancia en el poder, y nada indica que en Chile esa cualidad se perderá.

Más problemático parece ser el proceso que llevará a la Nueva Constitución. En ese punto solo cabe esperar que el Dios de la Democracia ilumine la mollera de los constituyentes. Que les haga saber que una nueva Constitución no puede hacer tabla rasa con la Constitución anterior. Todo lo contrario. Desde 1833 las Constituciones han sido dictadas en Chile atendiendo a lo nuevo pero manteniendo líneas de continuidad con el pasado. No hay ninguna razón para que ahora ocurra lo contrario. Ojalá entiendan que una nueva Constitución no es para mañana sino para por lo menos tres decenios más. Que sepan que no puede haber Constituciones de izquierda o de derecha sino para todos los ciudadanos del país. Que ojalá alguien les diga que las Constituciones solo son ideológicas en los países regidos por dictaduras y autocracias. Y, sobre todo, que ninguna Constitución, aún la más sabia, solucionará por sí sola los problemas sociales y económicos del país. Cuando más, solo puede crear el marco jurídico para que esas soluciones sean debatidas por los actores más representativos, o lo que es lo mismo, para que la democracia sea una realidad viviente y no moribunda, como ya lo es en otros países de la tierra.