17.05.2019
Las elecciones del 26 de mayo serán una prueba de fuego para Europa.
Por primera vez las fuerzas europeas-anti-europeas se han
conjurado de modo radicalmente militante para asaltar las ciudadelas
de la UE. Hasta ahora principales enemigas de la internacionalización
conforman ya una suerte de internacional cuya coordinación y
eficacia, capacidad de acción e iniciativa, parece superar a las de
las tres "internacionales comunistas" fundadas en el pasado
reciente en la URSS. Hoy el nuevo proyecto proviene desde el mismo
lugar geográfico pero de otro contexto histórico: la Rusia de
Putin, sus aliados euroasiáticos y los partidos y gobiernos europeos
que han irrumpido en contra, no solo de la UE, sino de todo lo que esa
supra-institución representa y simboliza: la democracia occidental.
Con todos sus defectos y con todas sus virtudes.
Es hora de tomar notas. Estamos frente a un movimiento histórico
de magnitudes continentales, incluso extra-continentales, uno
solo comparable con lo que fueron el fascismo y el comunismo. Un
movimiento que transversaliza normas tradicionales y no se deja
reducir en esquemas clásicos de izquierda o derecha. De ahí la
dificultad para entenderlo. Pues decimos de derecha y vemos que sus
programas anti-neo-liberales coinciden en casi todos sus puntos con
los de los nuevos partidos de izquierda, entre ellos Podemos de
España, Francia Insumisa y Die Linke en Alemania. O
decimos nacionalistas y vemos como coordinan sus intereses nacionales
en plataformas internacionales de un modo más eficaz que los
movimientos y partidos de tono cosmopolita. O decimos neo-fascistas;
y sí: en muchos puntos lo son, pero a la vez son conservadores,
religiosos y no siempre racistas. Al fin, para ahorrarnos problemas
optamos por llamarlos populistas-nacionales sabiendo
que no lo son exactamente. No todos ellos apelan al pueblo como
agente redentor de la nación.
¿En dónde reside la dificultad para singularizar al nuevo
movimiento histórico? Puede ser que la respuesta, como suele
suceder, esté contenida en la pregunta. Deletreo entonces el
concepto: un movimiento histórico. Y como todos los de esa
índole su curso está formado por la confluencia de diversos
afluentes. A fin de lograr una aproximación al tema será necesario
incurrir en algunas simplificaciones. Hablemos para comenzar de los
tres afluentes clásicos de todo movimiento histórico: Los
culturales, los sociales y los políticos.
Los afluentes culturales
Tampoco son homogéneos. En el hecho hacia ellos confluyen
-para seguir escribiendo en términos hidrográficos- dos vertientes.
Una que podríamos llamar tradicionalista y otra de tipo más bien
utópico-mesiánico.
La primera vertiente viene desde los tiempos de la
anti-Ilustración u oposición conservadora al pensamiento ilustrado.
Sus características nos son conocidas: defensa de principios
monárquicos con o sin rey, subordinación de la dimensión política
a lo religioso, orden, familia, patria, en fin, las claves del
pensamiento conservador clásico.
El conservadurismo europeo ha logrado mantenerse al precio, claro
está, de adoptar algunos principios propios al liberalismo, sobre
todo del económico. No obstante, como consecuencia de la extrema
“liberalización” desatada por los movimientos precursores de la
posmodernidad, los conservadores se han visto obligados a retomar
antiguas banderas en defensa de tradiciones que representan o creen
representar. Los desafíos que enfrentan provienen de la lucha
por la emancipación sexual impulsada por movimientos feministas y
gay, de la des-tradicionalización de la vida, de los procesos de
globalización económica y, naturalmente, de los enormes
contingentes migratorios que vienen del mundo islámico.
Los postulados del pensamiento conservador tradicional son igualmente
conocidos. La desintegración social tiene su origen en la alteración
de las relaciones inter-familiares, léase, en el deterioro de la
familia patriarcal. De ahí su pleno rechazo a las leyes que
favorecen el aborto, sus intentos por marginar a los homosexuales y,
sobre todo, su oposición al matrimonio entre personas del mismo
sexo. En términos generales combaten todo relativismo y toda
ambivalencia. Es la razón por la cual han vuelto su mirada hacia
las instituciones religiosas exigiendo un mayor peso de las
iglesias en el estado a fin de poner límites a una secularización
que escapa a todo control y amenaza con llevar a los humanos a
“olvidar a Dios” - expresión teológica ratzingeriana derivada
de la expresión heideggeriana de “olvido del Ser” - y a su
sustitución por el “hacer” y el “tener”.
Por motivos similares el conservadurismo tradicional ha sido
posicionado en contra de los emigrantes islámicos. Europa, según
esa tendencia, no deberá ser multicultural pero tampoco
multireligiosa. Las religiones pueden coexistir, afirman, pero solo
bajo la hegemonía del cristianismo institucional. La migración
masiva, según ellos, altera identidades y desnacionaliza a las
naciones. Por esa razón, a las migraciones las llaman simplemente
invasiones. Hay que salvar la cultura greco-latina del avance de los
nuevos bárbaros aunque sea al precio de sacrificar a la democracia
en nombre de la república. Ese es el lema.
La segunda vertiente a la que nos hemos referido, la
mesiánica, comparte con la conservadora la defensa de las
tradiciones, incluyendo las pre-modernas, pero además busca extraer
de las modernas algunos réditos para gestionar la construcción de
un futuro. El ruso Alexandr Dugin – sin duda el más fascinante
filósofo del mesianismo cultural - ha sintetizado su objetivo en su
llamada Cuarta Teoría, originariamente planteada por el
conservador Alain de Benoits, la que es opuesta pero a la vez
continuadora de las teorías de la modernidad como son el
liberalismo, el fascismo y el marxismo.
El sujeto de la nueva teoría no es el individuo del liberalismo, ni
el estado-nación del fascismo, ni la raza del nazismo, ni la “clase”
del marxismo, ni la tradición del conservadurismo, sino el pueblo.
Por eso los mentores del mesianismo otorgan una connotación positiva
al concepto populismo. Para los intelectuales mesiánicos solo los
pueblos en continuidad con sus tradiciones pueden
salvarnos de la caída en la materialidad del neo-liberalismo y de la
modernidad. Pero esos pueblos no son abstracciones. Son humanos
lugarizados en contextos históricos y geográficos. Están ahí.
Según Dugin, son representaciones colectivas del “Dasein” de
Heidegger. El pueblo, lo dice el mismo Dugin, “es la naturaleza del
ser”.
Los afluentes sociales
Son los hijos de la llamada revolución post-industrial. Los que
viven ese ya largo periodo que se extiende entre el modo de
producción industrialista y el mundo digital, desplazados de
relaciones de pertenencia e identidades que existían bajo el alero
de las grandes empresas desde cuyos interiores funcionaba la cadena
formada por las asociaciones obreras, los partidos políticos
sociales y el llamado “estado de bienestar”. Y bien: todo eso
se ha venido abajo.
La clase obrera industrial es un cetáceo prehistórico. Su
lugar ha sido ocupado por trabajadores individualizados de unidades
productivas volátiles e incluso virtuales. Son, si se quiere, los
desclasificados. Ayer llamados trabajadores informales han terminado
por imponer la informalidad como forma dominante en los procesos de
producción. El problema es que no están vinculados entre sí. No
son ni clase ni sector social. Son los actores de la anomia,
habitantes de esa tierra de nadie que yace entre la sociedad de
clases y la (nueva) sociedad de masas.
Significa: no son sujetos. Y si no lo son, no tienen más
alternativa que ser objetos. Objetos de un mundo donde viven pero no
entienden. Incluso ellos mismos asumen esa condición al acudir al
llamado de políticos mesiánicos. Allí son al menos una heterogénea
“multitud” como la denominaron Hardt y Negri en un libro del
mismo nombre que causó furor a fines del siglo XX y que hoy nadie
recuerda. En otros términos: no quieren ser populacho: quieren
ser pueblo. Y lo dan a conocer actuando. Un día entre los
“indignados” de la Puerta del Sol. O cuando sus hijos (su prole)
desciende desde los barrios pobres de París o Londres a destruir lo
que les da la gana. Otra veces en esas terribles berlinales del
primero de mayo demoliendo autos y tiendas con una furia que nadie
sabe de donde sacan. De pronto usan chalecos amarillos y asolan las
calles de París. Y aunque ni siquiera votan en sus provincias, el
26-M votarán en contra de Europa. Ya les dijeron que la UE es la
culpable de todos los males. Que Merkel, Macron y Junker congelan
dineros que a ellos corresponden. Que abren las fronteras de sus
naciones a los emigrantes cerrándolas a los oriundos. Y que esta vez
votando pueden hacer valer su condición política. El voto, no el
bate de beisbol que golpea a extranjeros pobres, será la nueva arma.
¿Estamos nuevamente frente a esa maligna alianza entre las elites y
la chusma (Mob) de las que nos hablara Hannah Arendt en su libro
acerca de los orígenes del totalitarismo? A primera vista parece que
así fuera.
Los afuentes políticos
Pero la alianza entre elites y chusma no ocurre por generación
espontánea. Separados en extremos culturales, ambos actores, las
elites culturales y las masas anómicas, no pueden jamás conectar
entre sí. Para que esa alianza funcione se necesitan
mediaciones. Esas no pueden ser otras sino los partidos,
los gobiernos y los líderes del populismo nacionalista.
Más aún: la alianza entre las elites y la chusma también
tiene lugar al interior de esas instancias mediadoras. Interesante en
ese sentido es constatar que la mayoría de los líderes del
populismo nacionalista sintetizan ambas dimensiones. Unos más, otros
menos. Algunos ejemplos: Marine Le Pen tiene prestancia de gran dama
pero también en momentos de exaltación sabe pronunciar discursos
chusmeros en el mejor estilo de su plebeyo padre. Lo mismo Matteo
Salvini: por ratos es durísimo, incluso brutal; pero sabe escuchar
con suma atención a los intelectuales y busca su cercanía. El
polaco Miroslaw Kaczsyski no requiere de eso; en un país
ultracatólico le basta hablar como un reaccionario cura de aldea
para que todo el mundo lo entienda. No así Viktor Orban quien no
necesita forzar su lenguaje nacido en las luchas estudiantiles e
imprimir a su cultura política, que la tiene, un tono patriotero que
también domina. Su epígono austriaco Heinz Christian Strache es en
cambio un monumento a la vulgaridad. Muy cerca suyo, el español
Santiago Abascal. Y todavía más cerca, el dirigente de Alternativa
para Alemania, Alexander Gauland, cuya falta de personalidad es
compensada con la presencia avasalladora de la valquiria Alice
Weidel. Como sea, patanes o cultos, todos son hijos de Putin, el
maestro: el que besa crucifijos rodeado de patriarcas, el que dirige
los aparatos policiales, el que sabe controlar a las mafias, el que
ilusiona a los pobres de su país hablándoles del retorno de la gran
Rusia y, no por último, el que seduce a intelectuales fantasiosos de
la talla de un Alexandr Dogin.
Gracias al establecimiento de relaciones entre intelectuales y las
instancias del poder político, los primeros dejan de ser productores
de fantasías y son convertidos en “intelectuales orgánicos”. A
cambio obtienen la ilusión de ejercer influjo sobre los líderes del
populismo nacional. Pero por lo común suele suceder al revés. Son
los líderes y sus aparatos quienes terminan controlando a la
intelectualidad. De la torta de los intelectuales los mandamases
políticos solo escogen las guindas que más les gustan, vale decir,
las que más necesitan para conservar y expandir su poder.
A la inversa: las masas disgregadas, cuando acuden al llamado de sus
líderes anti-europeos dejan de ser -tergiverso un decir hegeliano-
“masa en sí” para convertirse en “masa para sí”. O lo que
es lo mismo: en una fuerza histórica de acción política.
A modo de conclusión:
Sin seguir un programa claramente diseñado, los partidos europeos
- antieuropeos están unidos por innegables signos de identidad.
Entre ellos:
1. Rechazo radical a la UE a la que acudirán electoralmente el 26-M
con el abierto y confeso propósito de destruirla por dentro.
2. Adhesión a formas de gobiernos más republicanas que democráticas
según las cuales el principio de democracia delegativa o
parlamentaria deberá ser subordinado al de democracia directa
estableciéndose así una relación vertical entre el principio del
líder y el principio del pueblo.
3. Retorno de instancias religiosas al poder político de acuerdo al
objetivo de refundar una Europa cristiana en contra de dos
antagonismos históricos: el Islam político y el Occidente agnóstico
y liberal.
4. Tanto en sus versiones de “izquierda” como de “derecha”,
con la excepción del PiS polaco, todos los partidos
neo-nacionalistas mantienen relaciones directas, y en no pocos casos,
de dependencia, con la autocracia rusa representada por Vladimir
Putin.
Todo indica pues que, más allá de resultados electorales, el
26-M será una fecha clave en el proceso de articulación de un
movimiento cultural, social y político de grandes dimensiones
históricas. Incluso, aún no alcanzando sus propósitos los
populistas-nacionales lograrán dar un largo paso en un avance cuyo
límite no aparece visible en el horizonte político. Que la gran
mayoría de los gobiernos democráticos occidentales no lo vea así,
habla más bien de su incapacidad congénita, demostrada en tantos
episodios de los siglos XlX y XX, para reconocer a tiempo a los
enemigos de la polis, de la democracia y de la libertad.
La Europa democrática está otra vez en peligro y sin saber como
defenderse. Hecho crucial cuya complejidad exigirá ser tratada en un
próximo artículo.